Rosa Luxemburgo, la espina roja
“El socialismo no es, precisamente, un problema de cuchillo y tenedor,
sino un movimiento de cultura, una grande y poderosa concepción del mundo”
Carta de Rosa Luxemburgo a Franz Mehring (febrero de 1916)
Por Jorge Montero/El Furgón –
Hace cien años, la noche del 15 de enero de 1919, en Berlín, fue detenida Rosa Luxemburgo: una mujer desamparada, de cabellos grises, demacrada y exhausta. Una mujer que aparentaba mucho más de los 48 años que tenía.
Uno de los soldados que la rodeaban, la obligó a seguir a empujones, y la multitud burlona y llena de odio que se agolpaba en el vestíbulo del Hotel Edén la recibió con insultos. Rosa alzó su frente ante el gentío y miró a los militares y a los huéspedes del hotel que se mofaban de ella con sus ojos negros y orgullosos. Y aquellos hombres en sus uniformes desiguales, hordas de la nueva unidad de las tropas de asalto, políticos socialdemócratas, burgueses acompañados de sus mujeres, se sintieron ofendidos por la mirada desdeñosa y casi compasiva de Rosa Luxemburgo, “la rosa roja”, “la judía”.
La insultaron: “Rosita, ahí viene la vieja puta”. La escupieron. Ellos odiaban todo lo que esta mujer había representado en Alemania durante dos décadas: la firme creencia en la idea del socialismo, el antimilitarismo y la oposición a la guerra, que ellos habían perdido en noviembre de 1918. En los días previos los militares y la soldadesca del ‘freikorps’, habían aplastado el levantamiento de trabajadores en Berlín. Ahora ellos eran los amos. Y Rosa les había desafiado en su último artículo: “¡El orden reina en Berlín! ¡Ah! ¡Estúpidos e insensatos verdugos! No os dais cuenta de que vuestro orden está levantado sobre arena. La revolución se erguirá mañana con su victoria y el terror asomará en vuestros rostros al oírle anunciar con todas sus trompetas: ¡Yo fui, yo soy, yo seré!”
Más empujones, golpes. Rosa se incorpora. Para entonces casi habían alcanzado la puerta trasera del hotel. Fuera esperaba un coche ocupado por soldados. Su suerte estaba echada. Ebert, Noske y Scheidemann, cabezas del Partido Socialdemócrata de Alemania ahora en el gobierno, habían firmado su sentencia de muerte. Jamás perdonarían a la renegada que los había desafiado: “Avergonzada, deshonrada, nadando en sangre y chorreando mugre: así vemos a la sociedad capitalista. No como la vemos siempre, desempeñando papeles de paz y rectitud, orden, filosofía, ética, sino como bestia vociferante, orgía de anarquía, vaho pestilente, devastadora de la cultura y la humanidad: así se nos aparece en toda su horrorosa crudeza. Y en medio de esta orgía, ha sucedido una tragedia mundial: la socialdemocracia alemana ha capitulado” (La crisis de la socialdemocracia – 1915).
Otto Runge se adelantó y fue hacia ella levantando su arma, la derribó de un culatazo en la cabeza. Rosa cayó al suelo. El soldado le propinó un segundo golpe en la sien. Levantaron el cuerpo de Rosa. La sangre brotaba de su boca y nariz. La llevaron al vehículo. El coche arrancó y el teniente Vogel, sentado junto a ella, le disparó un tiro a quemarropa. Sus despojos fueron arrojados desde el puente Liechtenstein al canal Landwehr. Se pudo escuchar la detonación desde el hotel. Los brindis continuaron. Sus antiguos correligionarios socialdemócratas estaban satisfechos…
Poco antes también habían derribado a su camarada Karl Liebknecht a golpes de fusil. También a él lo habían castigado con saña y arrastrado por el vestíbulo del Hotel Edén. El grupo de asesinos de Liebknecht estaba dirigido por el capitán Pflugk-Harttung. Después de un breve trayecto el líder revolucionario fue obligado a bajar del coche, que parecía trasladarlo a la prisión de Moabit, y ejecutado de un disparo en la nuca a orillas del Neuen See, un lago del parque Tiergarten. Su cuerpo fue llevado en el mismo coche a la morgue y entregado como el cadáver de un desconocido.
Años después el poeta Paul Celan escribiría: “Llega la mesa con los dones, / dobla la esquina de un Edén- / El hombre, hecho un colador, la mujer / ¡a nadar!, la marrana, / por ella, por nadie, por todos- / El canal de la Landwehr no hará ruido. / Nada / se estanca”.
A la mañana siguiente sólo el periódico socialdemócrata ‘Vorwärts’ (‘Adelante’) anuncia la detención de los dos dirigentes comunistas, felicitándose por la “generosidad de los vencedores, que han sabido defender el orden, la vida humana y el derecho contra la fuerza”. Horas más tarde ya se conoce la muerte de ambos. La mujer que en los últimos veinte años había desafiado a todos los poderosos y que había cautivado a los jóvenes y obreros asistentes a innumerables asambleas y mítines, había sido asesinada. Mientras se buscaba su cadáver por todo Berlín, un joven Bertolt Brecht de 21 años, escribía: “La Rosa roja ahora también ha desaparecido/ Dónde se encuentra es desconocido/ Porque ella a los pobres la verdad ha dicho/ Los ricos del mundo la han extinguido.”
Scheidemann -el futuro canciller de Weimar-, en un alarde de patrioterismo declara: “Han sido víctimas de su propia táctica sangrienta de terror. En el caso de la señora Luxemburgo, una rusa de mucho talento, me parece comprensible su fanatismo, pero no en el caso de Karl Liebknecht, el hijo de Wilhelm Liebknecht, a quien todos admirábamos (…) Hacía mucho que Liebknecht y la señora Luxemburgo habían dejado de ser socialdemócratas, porque para los socialdemócratas las leyes de la democracia contra las que ellos se alzaron son sagradas. Ese alzamiento (…) es la causa por la que debíamos y debemos combatirlos”.
Leo Jogiches, durante muchos años compañero sentimental y de militancia de Rosa Luxemburgo, fue detenido también la noche del 14 de enero, pero no fue identificado y consiguió escapar de los verdugos. Desde ese momento se encarga de que la verdad del crimen de Rosa y Karl salga a la luz. El 12 de febrero publica un artículo en ‘Die Rote Fahne’ (‘La Bandera Roja’) denunciando la conspiración y a los que ejecutaron las órdenes, poniendo nombre a los culpables de los asesinatos. Ese fue el último servicio que Leo ofrenda a Rosa.
Después de tres meses de trabajo incansable, manteniendo la organización del joven Partido Comunista (KPD), poniendo a salvo los escritos de Rosa Luxemburgo y consiguiendo información precisa para identificar a sus asesinos y a los de Liebknecht, Leo Jogiches es detenido el 10 de marzo, y esta vez sí identificado. En la tristemente famosa comisaría de Alexanderplatz, donde Rosa Luxemburgo había estado recluida en una celda de castigo, comienza su martirio. “Lo apartaron de nosotros, y primero tuvo que quedarse junto a la ventana -cuenta un comunista sobreviviente-. Después lo llevaron a la habitación de los oficiales, donde lo golpearon sin piedad: desde fuera se escuchaba como lo torturaban, y luego vimos como lo sacaban de allí a empujones. En la sala de guardia, oímos un disparo de revolver que provenía del pasillo”. El cadáver de Leo Jogiches, con el rostro completamente desfigurado, fue entregado a Mathilde Jacob, la incansable compañera y secretaria de Rosa Luxemburgo.
El 25 de enero de 1919 se había organizado el entierro de treinta y dos comunistas caídos en los recientes combates. Entre ellos Karl Liebknecht. Junto a su tumba se colocó un ataúd vacío. Tres meses más tarde, el 31 de mayo, los despojos de Rosa Luxemburgo fueron recuperados de las esclusas del canal adonde había sido arrojado por la soldadesca que la asesinó. Su medallón, restos del vestido y los guantes que llevaba puestos, permitieron a Mathilde Jacob reconocerla. Le entregaron sus restos después de pagar una tasa de tres marcos.
El 13 de junio reposaría al lado de Karl Liebknecht, en el ataúd que habían dejado esperando junto al suyo. El funeral de Rosa se transformó en una manifestación multitudinaria. Decenas de miles de trabajadores, de obreras, la juventud de Berlín, dieron su último adiós a la revolucionaria polaca, alemana, rusa, a la internacionalista inmortal, portando coronas de flores y algunas pocas banderas rojas.
Una vez ahogada en sangre la revolución alemana, los ‘reformistas’ del Partido Socialdemócrata, tenían una sola idea en mente: acabar definitivamente con los consejos de obreros y soldados, aunque estuviesen en manos de su propio partido. Durante todo el año 1919, las fuerzas de la contrarrevolución, es decir los políticos socialdemócratas, los militares reaccionarios, los militantes de partidos burgueses y los futuros miembros de los cuerpos de choque nazi, se lanzaron a una cruenta campaña para asesinar a miles de trabajadores revolucionarios y a sus dirigentes. Sobre esta guerra de clases y no sobre las leyes de la ‘democracia’, se fundó la República de Weimar incubando el huevo de la serpiente.
Como sostuvo Isaac Deutscher “Rosa Luxemburgo intentó superar la contradicción entre el socialismo reformista alemán y el marxismo revolucionario soviético (…) No pudo cumplir su principal propósito y sacrificó su vida. Pero su sacrificio no fue único. Con su asesinato, la Alemania de los Hohenzollern celebró su último triunfo, y la Alemania nazi el primero”.
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