Los días que siguen estremeciendo el mundo
Jorge Montero/El Furgón – A las 21.45 un cañón del crucero Aurora, atracado en la desembocadura del Neva en su paso por Petrogrado, dispara la primera de una serie se salvas. Es la señal convenida para el asalto al Palacio de Invierno, donde el 7 de noviembre de 1917 (25 de octubre, según el viejo calendario juliano), se encuentra reunido el gabinete de ministros del Gobierno Provisional. Los autores de aquél disparo tal vez desconocieran la magnitud de la cadena de acontecimientos en la que se encontraban insertos y que, con aquella descarga de artillería, contribuían a acelerar.
¿Cómo imaginar a Lenin aquella noche del martes al miércoles, la noche anterior al triunfo de la Revolución de Octubre? Shafrán hizo un dibujo al carbón. En el margen derecho de la hoja el pintor deja la inscripción: “25/X/1917. Smolny. Petrogrado”. Un retrato inusual: Lenin aparece sin bigotes ni barba. Se los sacó para usar el nombre ficticio de Kostantín Petróvich Ivánov, obrero de una fábrica de armamentos. También usa una peluca pero, cuando por la noche se presenta en el Smolny, al calor de los acontecimientos se la quita junto con el gorro. Las facciones en el retrato parecen querer salir de lo profundo, como si volvieran de la nada, de la clandestinidad al mundo.
Petrogrado hierve de actividad, patrullas, voces en pugna, hombres de toda Rusia llegan a la ciudad. Son los delegados al Segundo Congreso Pan-Ruso de los Soviets convocado en el Smolny. Hacia allí se vuelven todas las miradas. De los campos de batalla, del exilio, de la servidumbre de los campos, de las mazmorras, de Siberia llegan estos delegados. Desde hace años sin noticias de viejos camaradas. Súbitamente, gritos de reconocimiento, abrazos, algunas palabras atropelladas, luego apurarse a las asambleas, conferencias, las reuniones interminables.
Aquí se concentran las esperanzas y las oraciones de incontables millones de pobres y desheredados. Aquí obreros y campesinos buscan la liberación del largo sufrimiento y la tiranía. Aquí se labran para ellos cuestiones de vida y muerte.
Al abandonar el departamento de Margarita Fofánova, en la calle Serdobolskaya, Vladímir Ilich Uliánov se dirige caminando al Instituto Smolny, la vieja institución de enseñanza para las hijas de la nobleza, transformada en centro neurálgico de la revolución, evitando los encuentros con las patrullas y los guardias a caballo. Pesa sobre él una orden de captura. Faltan pocas horas para que encabece el gobierno del primer Estado socialista del mundo.
“Lenin está aquí. Lenin se encontraba entre nosotros. Ese hecho nos proporcionaba confianza y seguridad en la victoria… Y semejante claridad y fuerza se encontraban en sus órdenes, en sus decisiones, como ocurre con un capitán experimentado en una tormenta. Y la tormenta no tenía precedentes: la tormenta de la mayor revolución socialista…”, escribe Aleksandra Kollontai.
Smolny es ahora un gran foro, rugiente como una gigantesca fragua, con oradores de discursos inflamados, el público silbando, el martillo golpeando por orden, los centinelas poniendo las armas a tierra, estentóreos coros de himnos revolucionarios, ovaciones tronantes a Lenin y Zinoviev al emerger de la clandestinidad. Hombres y mujeres enfrentando cuestiones trascendentes de la Revolución.
Por la madrugada, los soldados del regimiento de Keksgolm y los Guardias Rojos ocupan la sede de Correos y Telégrafos. Las tropas leales al Comité Militar Revolucionario toman la estación ferroviaria de Nicolayevskiy. A las seis de la mañana, cuarenta marineros de la Unidad de Guardia de la Flota entran en el Banco del Estado. Comienza a clarear y las tropas rebeldes ocupan la Oficina Central de Telégrafos. Pocas horas después los revolucionarios toman el puente Dvortsovyy que conduce al Palacio de Invierno, la antigua residencia oficial de los zares, un suntuoso edificio sobrecogedor para los súbditos del imperio ruso, reflejo del inmenso poder de la autocracia imperial. Surge la posibilidad cierta de asaltarlo.
Aleksandr Kerenski, presidente del Gobierno provisional, huye de la Petrogrado insurgente bajo la bandera estadounidense en un coche que facilita la embajada. A la par, son las 10 de la mañana, Lenin plasma el llamamiento: “¡A los ciudadanos de Rusia!”. El Gobierno Provisional ha sido depuesto. El Poder del Estado ha pasado a manos del Comité Militar Revolucionario, que es un órgano del Soviet de Diputados Obreros y Soldados de Petrogrado y se encuentra al frente del proletariado y de la guarnición de la capital. La causa por la que luchaba el pueblo –la oferta inmediata de una paz democrática, la abolición de la propiedad terrateniente de la tierra, el control obrero de la industria y la formación de un Gobierno soviético- está garantizada. “¡Viva la revolución de los soldados, de los obreros y de los campesinos!”, claman todos y todas.
Pasa la noche del martes al miércoles, comienza el nuevo día. Lenin insiste: hay que ir hasta el final. El Gobierno Provisional ha sido derrocado, pero los ministros aún se reúnen en el Palacio de Invierno. “A partir de las 11 de la mañana y hasta las 11 de la noche, Lenin literalmente nos bombardeó con esquelas -recordaba Nikolái Podvoiski, miembro del Comité Militar Revolucionario -. Nos escribía que frustrábamos todos los planes. El Congreso estaba por inaugurarse, pero todavía no habíamos tomado el Palacio de Invierno y el Gobierno Provisional no había sido arrestado”.
El asalto se demora. Anochece. En el crucero “Aurora” se espera la señal desde la fortaleza de Pedro y Pablo. No llega. A las 21.45 el cañón de 6 pulgadas de la embarcación hace un primer disparo de fogueo. Pero la ofensiva sigue dilatándose. En la plaza hay 18 mil marinos, soldados y obreros armados. En el Palacio los defensores no superan los dos mil.
A las diez y cuarenta de la noche del 7 de noviembre, se abre por fin la histórica reunión del Segundo Congreso de los Soviets, de formidables consecuencias para el futuro de Rusia y el mundo entero. De los 586 delegados presentes, 382 son socialdemócratas bolcheviques, 70 socialistas-revolucionarios de izquierda, 36 socialistas-revolucionarios de centro, 16 socialistas-revolucionarios de derecha, 3 socialistas-revolucionarios nacionales, 15 socialdemócratas internacionalistas, 21 socialdemócratas mencheviques, 7 delegados socialdemócratas de las organizaciones nacionales, 5 anarquistas, y 31 delegados independientes pero simpatizantes de los bolcheviques.
El nuevo órgano rector del Congreso (el presídium) fue elegido de manera proporcional. En medio de una ovación, catorce bolcheviques (incluyendo a Kollontai, Lunacharsky, Trotsky, Zinoviev) y siete eseristas de izquierda, destacándose entre ellos María Spiridónova, ascienden al estrado. Los mencheviques, en señal de reprobación, rechazaron sus tres asientos. Un lugar estaba reservado a los mencheviques-internacionalistas: en un movimiento digno y patético, el grupo de Mártov declinó asumirlo, pero se reservó el derecho de hacerlo más tarde.
Mientras la nueva dirigencia revolucionaria se preparaba para ejercer sus funciones, con Lev Kámenev en la presidencia, presentando el orden del día: “1. Organización del poder, 2. La guerra y la paz, 3. Asamblea Constituyente”; desde la noche cerrada, un choque ensordecedor pone a los delegados de pie, inquietos. Vuelven a rugir los cañones del “Aurora”. Bajo y amortiguado por la distancia que viene con ritmo constante, regular, un réquiem sonando la muerte del viejo orden, un saludo al nuevo. Es la voz de las masas tronando a los delegados la demanda de “Todo el poder a los soviets”.
Sólo a medianoche se iniciará el asalto al Palacio de Invierno. Los revolucionarios irrumpen, abren las puertas de hojas múltiples, suben por las suntuosas escaleras de mármol hasta el salón de Malaquita. La defensa de los junkers (cadetes de las academias militares) se desmorona. Un miembro del Gobierno Provisional escribe aterrado: “De repente, hubo ruido en alguna parte y, enseguida, creció, se amplió y acercó. Comprendimos que llegaba el final. Quienes estaban sentados o acostados, se levantaron de un salto y todos tomamos los abrigos”. Tras el desalojo de los ministros, quedaron repartidos por el salón borradores de proclamas, llenos de tachaduras, como fantasmas de una dictadura soñada que no fue.
Saqueadores y oportunistas no tardan en llegar. Ignorando las obras de arte, pisando pilas de documentos, se llevan ropa blanca, alfombras, porcelana, cristales. Apenas iniciado el saqueo, una voz enérgica grita: “¡Camaradas, no toquéis nada, que es propiedad del pueblo!”. Los soldados revolucionarios cachean a todo el que sale, el botín es confiscado. Se recuperan estatuillas, botellas de tinta, puñales, pedazos de jabón, plumas de avestruz…
Los ministros, mientras tanto, pasan entre la multitud. Estalla el odio contra los vencidos. “Hay que fusilarlos! ¡Matarlos!”. Algunos soldados intentan agredir a los prisioneros. Los guardias rojos calman a los exaltados: “¡No mancilléis la victoria proletaria!”. Grupos de obreros armados forman un estrecho círculo en torno a los prisioneros y de los que los custodian. “¡Adelante!”. No hay que ir muy lejos, hay que atravesar únicamente el puente de Troitski. Pero la multitud excitada hace que ese corto trayecto sea largo y lleno de peligros. La intervención enérgica del bolchevique Vladimir Antónov-Ovséyenko logra por fin llevar los reos ilesos a la Fortaleza de San Pedro y San Pablo. Allí, en la vieja bastilla por donde pasaron todos los luchadores por la libertad rusa, se apiñan con los ministros del último Zar. Se acabó.
En el Congreso de los Soviets se produce simultáneamente una de las paradojas sorprendentes de la historia, y una de sus tragedias colosales. La intelectualidad, representada por mencheviques y socialistas revolucionarios, tiembla, tiembla de miedo, tiembla de ira. La revolución en curso es una terrible calamidad, una cosa bastarda, sumiendo en el caos a la madre patria, “una rebelión criminal contra la autoridad”, dicen. Se lanzan contra los bolcheviques, atacan, maldicen, suplican, deliran. Como delegados, se niegan a reconocer esta Revolución. Se niegan a permitir que este Congreso declare a los soviets el gobierno de Rusia. ¡Tan inútil! ¡Tan impotente! Mejor podrían negarse a reconocer un volcán en erupción, que negarse a reconocer esta Revolución. Esta Revolución es elemental, inexorable. Está en todas partes, en los cuarteles, en las trincheras, en la tierra, en las fábricas, en las calles. Está aquí en el Congreso, en cientos de delegados de obreros, soldados y campesinos. En las masas que abarrotan cada pulgada del Smolny, subiéndose a los pilares y los marcos de las ventanas, tornando brumoso el salón blanco con sus humeantes cuerpos apretados, y eléctrico el aire con la intensidad de sus sentimientos.
Los partidos moderados del Congreso tienen sólo largas peroratas para ofrecer. La masa es impaciente. “¡No más resoluciones! ¡No más palabras! ¡Queremos el Soviet!”. No hay ruegos ni amenazas que dobleguen su voluntad. Finalmente, ganado por la furia, el menchevique Rafael Abramovich, balbucea: “No podemos quedarnos aquí y ser responsables de estos crímenes. Invitamos a todos los delegados a salir de este Congreso”. Con gesto adusto desciende de la plataforma y se dirige hacia la puerta. Alrededor de ochenta delegados se levantan de sus asientos y se abren paso tras él.
“¡Que se vayan! -grita Trotsky-. ¡Que se vayan! Son solo unos desperdicios que serán barridos al basurero de la historia”. En una tormenta de gritos, burlas e insultos de los proletarios “¡Renegados! ¡Traidores!”; los intelectuales salen de la sala y de la Revolución. ¡Una tragedia dantesca! La intelectualidad rechaza la revolución que había ayudado a crear, abandonando a las masas en el cenit de su lucha. No aíslan a los soviéticos, sólo se aíslan a sí mismos.
El Congreso de los Sóviets continúa con su actividad febril. Aprueba el Llamamiento a los obreros, soldados y campesinos, redactado sobre la marcha por Lenin y presentado por Lunacharsky. El Gobierno provisional ha sido depuesto. El Congreso toma el poder en sus manos. El gobierno soviético propondrá una paz inmediata, entregará la tierra a los campesinos, dará un estatuto democrático al ejército, establecerá el control obrero de la producción, convocará en el momento oportuno a la Asamblea Constituyente, y asegurará el derecho de las naciones de Rusia a la autodeterminación.
En la misma sesión quedó constituido el primer gobierno de los Soviets, no sin debates muy vivos. El primer Consejo de Comisarios del Pueblo -titulado así a propuesta de Trotsky, para no seguir empleando el desacreditado nombre de “ministros”- quedó conformado bajo la presidencia de Lenin.
¡Pandemonio! Los hombres llorando, se abrazan. Emisarios corren por las escaleras. Telégrafo y teléfonos comunicando sin cesar. Automóviles partiendo al frente de batalla. Comisarios, sin aliento y salpicando barro, montan en sus caballos hacia los lugares más recónditos. Señales de radio destellando a través de los mares. ¡Todos mensajeros de la gran noticia! La histórica sesión termina a las seis de la mañana. Los delegados, tambaleantes por la fatiga, los ojos inyectados por el insomnio, pero exultantes, se tropiezan por las escaleras de piedra y los pasillos del Smolny. Afuera todavía está oscuro y frío. Por delante tienen otra dura jornada. Hacia el este se vislumbra un rojo amanecer.
“A la mañana siguiente -recuerda Trotsky-, separada del día anterior por una noche en claro, Vladimir Ilich tenía el aspecto de un hombre fatigado. Sonrió y dijo: ‘La transición de la ilegalidad al poder es demasiado brusca’. ‘Aturde’, añadió de pronto en alemán, e hizo un ademán con las manos sobre el rostro. Después de esta observación más o menos personal que le oí acerca de la adquisición del poder, se fue a las tareas del día”.
¿No podría hablarse, todavía, de un futuro? ¿Es demasiado pronto? Es apenas el día después.
Lenin sube a la tribuna. No bien aparece lo envuelve una inmensa aclamación de los obreros, campesinos y soldados que atestan el Smolny. Espera tranquilo paseando la mirada por aquella multitud victoriosa. Y luego, cuando ya se apagan los ecos de los vítores, apoyando las manos en el estrado, sus anchos hombros ligeramente inclinados hacia el auditorio, con sencillez, sin un ademán, dice: “Damos comienzo a la tarea de construir la sociedad socialista”.