El sentido común y la criminalización de la protesta
Por Gonzalo Pehuen (texto y fotos)/El Furgón –
Nuevamente la policía de civil al ataque. Y no hablo de esos de chalequito celeste o bordó que andan en las manifestaciones filmando o deteniendo gente, sino de ese instalado en la cabeza de buena parte de la sociedad, adeptos a la democracia liberal burguesa. Apenas finalizaba la movilización fuertemente reprimida del día miércoles 24 de octubre (convocada en repudio al Presupuesto 2019 que se debatía dentro del Congreso), cuando los medios de comunicación comenzaron a darle rienda suelta al ya tan usado discurso de “los violentos” y “los encapuchados de siempre”, a difundir fotos de un supuesto policía que se encapuchaba y se metía en la multitud, misma foto que había sido expuesta en el recinto del parlamento por el diputado Leopoldo Moreau (Unidad Ciudadana).
El hecho de que esa imagen fuera del año pasado (durante la marcha por los once años de la desaparición de Jorge Julio López) no es lo único que demuestra lo vacío del discurso demonizante que parte desde ciertos medios de comunicación hegemónicos que dicen ser independientes y opositores. La justificación indirecta de la represión policial argumentando que la presencia y accionar de “los violentos de siempre” era el desencadenante de la brutal cacería, instala un mensaje de terror universalizando casos particulares. Que sea sabido (y hasta se podría decir que está probado) que las fuerzas represivas hacen uso de efectivos de civil y los infiltran entre la multitud, no implica que cada encapuchado o persona que arroje una piedra sea, en efecto, uno de ellos.
Viviendo en una sociedad movida por la explotación y coerción constantes (horas y horas en transportes públicos desbordados, trabajos con sueldos irrisorios, la constante persecución que efectúa la policía día tras día a la clases bajas que habitamos en los barrios), no extraña que ante ciertos hechos que despiertan la indignación popular estalle una molotov. Ni siquiera el desacuerdo con el enfrentamiento directo hacia las fuerzas de la ley justifica la ferocidad con que respondieron al pueblo. Personas de barrios, sindicatos, partidos políticos, organizaciones sociales, fueron dispersados y perseguidos con gases lacrimógenos y balas de goma.
Pero parte de la sociedad no entiende que ni siquiera apostar por la “paz” puede dar lugar al discurso de odio que se maneja dentro del sentido común movido por los grandes medios y esa suerte de vía pública virtual que son las redes sociales, donde militan muchos adherentes al linchamiento y a la represión.
¿Será acaso que sus partidos planean hacer lo mismo si obtienen nuevamente (o alguna vez) el poder? ¿Por qué se condena más la respuesta de la sociedad violentada que el cotidiano accionar de las fuerzas del Estado? ¿Acaso lxs pobres deben ceder a ser víctimas, mártires, en función de la lucha de las élites liberales y progresistas?
Las constantes cacerías tras cada movilización demuestran la intención de reprimir el reclamo social. Cualquier expresión por fuera del juego del Estado está mal vista y es condenada por, incluso, la militancia que se dice más radical ¿Por qué militantes de partidos de izquierda linchan o señalan a quienes andan de capucha o “causan disturbios”? La forma en que los grandes medios difundieron la cara de Sebastián Romero tras la represión del 18 de diciembre del año pasado es otra muestra de cómo ciertos (pseudo) “periodistas” venden la idea que les paga el sueldo. Esa insistencia con la expresión “violentos de siempre” habla de una estandarización, de un empobrecimiento intencional lenguaje, que pasa por alto lo aprendido en cualquier CBC y, cálculo, cualquier escuela de periodismo: no generalizar, no difundir información sin comprobar su veracidad o fuente.
Pero cuando el interés económico prima, no hay estudio que valga la pena. A cambio de “tener la SUBE bien cargada”, presentadores de televisión son capaces de decir cualquier barrabasada aun cuando ésta difiera completamente de los hechos tangibles. Y si bien sabemos que una lluvia de piedras no va a cambiar al sistema, está misma funciona como una intervención que rompe con la monotonía del día a día y la cotidianeidad sumisa en la que quieren ver al pueblo sumergido.
Las constantes falacias con que ciertos medios buscan instalar el terror en el grueso de la población; el discurso de la inseguridad y de la pacificación social solo dividen a una sociedad ya dividida en pos de defender la propiedad privada que “tanto les costó obtener”. Pero ni siquiera el hecho de que gran parte de la misma se vuelque hacia el evangelismo, religión sucesora del protestantismo y que afirma que sólo la propia explotación asegura el reino de los cielos sirve para volver visible lo obvio: a la gran mayoría de la población solo le interesa que no le toquen el consumo.
Que en horario de gran audiencia se afirme que “si no hay policía no hay disturbios” (ignorando lo ocurrido durante la movilización tras la aparición del cuerpo sin vida de Santiago Maldonado, donde hubo disturbios pero la veda política hizo que la policía brillara por su ausencia), denota que no solo con gases lacrimógenos y balas de goma reprimen al pueblo, también lo hacen con micrófonos desde cómodos estudios televisivos.
Equiparar los tipos de violencia ejercidas se podría decir que es un acto vacío de sentido: las piedras no se comparan con las balas de goma y los gases. Lamentablemente el discurso de linchamiento ya fue echado al ruedo, la maquinaria hegemónica del pensamiento ya está activa y la policía de civil se comienza a pergeñar en redes sociales (incluso nos tildaron de infiltradxs a miembrxs de la prensa por tener la cara tapada con un trapo y estar sacando fotos en el medio de la lluvia de balas de goma y piedras). Desde que el fantasma represivo ronda por las casas y las organizaciones, cualquier persona se convierte en enemigo y a la hora de señalar, prefieren hacerlo con un X indignado que con la policía que cobra un sueldo para partir cráneos y meter en cana a la gente del barrio.
Nada justifica el ejercicio de violencia alguna, pero las reglas del juego del Estado parecen ser esas, a lo que el pueblo le responde de la misma manera.