Lovely Rita
Hace cien años nacía Rita Hayworth, la latina que se cambió el nombre y se hizo pelirroja para convertirse en la gran diva del cine norteamericano de los años ’40.
Por Fernando Chiappussi/El Furgón –
“Ahora sabes lo que soy. Y estarás muy feliz, Johnny. No es lógico que sólo lo sepas tú. Ya todos saben que al poderoso Johnny Farrell lo engañaron. ¡Y que su esposa es una… Uhhh!” Todo argentino que haya crecido en los ’80 se sabe de memoria este diálogo, reproducido en “Salir de la melancolía”, canción del disco Peperina de Serú Girán. La escena es la del cachetazo que Glenn Ford le propina a Rita Hayworth en Gilda (1946), ese exitosísimo romance noir que bizarramente transcurría en ¡Buenos Aires! Se trata de una de muchas conexiones de Rita con la Argentina: esta semana se cumplió un siglo de su nacimiento, que tuvo lugar un día… 17 de octubre. En un par de párrafos ampliaremos.
En Gilda, Hayworth interpretaba a una pelirroja norteamericana que llegaba a la Argentina para casarse con el jefe de Glenn Ford (quien había sido su amante en el pasado) y meterles los cuernos a ambos. En realidad tenía el cabello negro y era latina ella misma, si bien había nacido en Brooklyn. Su padre, Eduardo Cansino, era un bailarín sevillano, y la había hecho bautizar como Margarita Cansino; tras pasar la infancia recibiendo agotadoras clases, a los 13 años reemplazó a la madre como pareja de baile del padre. Para entonces ya se habían establecido en la Costa Oeste, con ocasionales viajes a Tijuana, para aprovechar el mercado de Hollywood. Más que actriz, Rita era sobre todo una bailarina, y en sus películas brilla particularmente cada vez que se pone en movimiento, no sólo por su cuerpo sino también por su destreza. La escena más recordada de Gilda es la que causa la cachetada: un lento strip tease cantado en que la diva, enfundada en un ceñido vestido negro y para delirio del público, en un derroche de sensualidad se quita… los guantes. Hay que verla para apreciar cuánto consigue con tan poco.

Gilda fue la consagración definitiva, pero Rita llevaba doce años probando suerte en Hollywood, primero como bailarina y después como actriz, en papeles latinos de todo tipo: mexicana, caribeña, española… y por supuesto también argentina, en títulos exóticos como Under the Pampas Moon (1935). Uno de sus primeros papeles importantes, en el que no bailaba, fue en Sólo los ángeles tienen alas (1939) de Howard Hawks. Pero para ser realmente famosa, tuvo que abandonar el apellido Cansino. Profesional hasta la médula, o simplemente ambiciosa, se lo dejó cambiar, modificó su vestuario y hasta soportó sesiones de electrólisis para hacer retroceder la línea del nacimiento de su cabello sobre la frente, y “dar” más anglosajona. Convertida en temprana pinup que entretenía a los soldados embarcados con fotografías sugerentes, Hayworth por fin tuvo su gran oportunidad haciendo musicales con Gene Kelly y Fred Astaire a comienzos de los ’40, su gran década. Astaire fue su pareja en Bailando nace el amor (You were never lovelier, 1942), una remake del film argentino Los martes orquídeas (1941), y el exigente bailarín confesó alguna vez que la prefería a Ginger Rogers. La fama tuvo su precio en la forma de un contrato leonino con el estudio Columbia, del que fue la principal estrella, y una serie de breves matrimonios con figuras paternas de fama creciente, como Victor Mature, Orson Welles o el príncipe pakistaní Ali Khan (su primer marido, a los 19, había sido un manager que la doblaba en edad). Con Welles tuvo la oportunidad de hacer otro noir, La dama de Shanghai (1948), donde se la veía con el pelo corto y platinado, y su imagen portando un revólver, repetida en infinitos espejos, era hecha añicos a tiro limpio.

Pero casi no hay cine “de autor” en la carrera de la diva: lo suyo eran las películas livianas, donde podía bailar y enamorar a toreros, soldados y magnates. Cuando el paso del tiempo la obligó a dejar las coreografías, intentó venderse como actriz seria en sucesivos melodramas que dejaban fríos a sus seguidores: Rita había pasado demasiados años mostrando sus piernas de ensueño, y nadie quería verla envuelta en batones, haciendo de sufrida ama de casa. Pero sus fallidos matrimonios la iban dejando con más deudas y necesidades, y necesitaba trabajar. Fue entonces que empezaron a hacerse más conocidos sus mercuriales ataques de ira; para entonces, Rita ya era alcohólica. Cuando quiso hacer teatro y descubrió que no podía memorizar sus líneas, muchos lo atribuyeron a la bebida, hasta que empezó a tener lagunas periódicas durante las que desconocía amigos y parientes. A mediados de los ’70, Rita fue uno de los primeros famosos diagnosticados con el mal de Alzheimer, que la llevó a la muerte, internada y vacía, a los 69 años.

Fue en esos años postreros que la Argentina apareció más a menudo en su vida (otro de sus maridos, un cantante llamado Dick Haymes, había nacido en Buenos Aires). Manuel Puig, que de niño la había admirado en los cines de General Villegas, publicó una brillante novela en 1968 con el título La traición de Rita Hayworth. Cuando la avejentada estrella dejó la actuación y se dedicó a hacer “presencias” por el mundo para ganarse la vida, la protagonista de Los martes orquídeas, que ahora tenía un programa de televisión, la invitó varias veces para que contara sus infortunios. Fue así que vimos a una Rita errática, a veces borracha, almorzando con Mirtha Legrand en la TV argentina, que todavía era en blanco y negro.

Deseosa de agradar y ser deseada, Rita Hayworth representa, como Marilyn Monroe, la quintaesencia de la fábrica de sueños: para ella la vida era una representación, y terminó siendo víctima de su propio personaje. “Todos los hombres se acostaban con Gilda y despertaban con Margarita Cansino la mañana siguiente”, dijo alguna vez. La presunta comehombres era puro artificio, pero el mundo sigue suspirando por ella. Un mundo en el que vino a aparecer, obediente y tímida, hace ya cien años.