Las batallas de Fidel
Las batallas de Fidel es el título del último trabajo de Hugo Montero. Se trata de una biografía del líder de la revolución cubana Fidel Castro.
El autor señala en el epílogo que este libro “será una historia caminante, como un mensaje dentro de una botella perdida en el mar de este presente. Y no es cualquier historia. Se trata de una referencia para los que estamos de este lado de la Historia, se trata de un nombre evocado en discusiones, del líder de un proceso político que fue -y es todavía- esa madera a la que nos abrazamos durante muchos años todos los náufragos de experiencias políticas similares. Por eso, por su condición de faro en la penumbra, de brújula en tiempos de confusiones, de guía compañera que orienta acompaña, de voz que nos interpela nos empuja, es que la salida de este libro es pura satisfacción. Si Fidel nos ayudó durante tanto tiempo a comprender mejor el tiempo que nos toca, ahora es el turno de contarles a los más pibes, a las más pibas, la historia de este rebelde.”
Montero traza “un mapa emotivo, una libreta de apuntes que profundiza la mirada ante episodios en la vida de un personaje imposible de biografiar. Imposible por la vastedad de su tránsito, por la cantidad de batallas peleadas, por la inmensidad de los desafíos asumidos. Eso es este libro: una cartografía sensible que subraya pliegues, momentos determinantes, gestos mínimos de enorme poder de síntesis, anécdotas identitarias. Como si tuviéramos la capacidad de desplegar una línea de tiempo –que es la vida de Fidel– y acercar la mirada sólo ante algunas marcas: su infancia en Birán, su devenir político y combatiente, la amistad con el Che, el triunfo revolucionario en Cuba, su rol frente a sucesos como Playa Girón, la zafra de los diez millones o la Crisis de los Misiles, su actitud frente al derrumbe de la Unión Soviética, su liderazgo durante el Período Especial, la respuesta ante fenómenos como el Mariel, los disidentes, la homosexualidad y el Caso Ochoa, la solidaridad internacionalista con los niños de Chernobyl y en Angola, su vínculo con dirigentes como Salvador Allende y Hugo Chávez, la última de sus osadías: la Batalla de Ideas.”
Anticipo
El “Maleconazo” (1994)
La tensión podía percibirse en cada gesto. Lo que había comenzado como un grupo de jóvenes enfrentándose a una patrulla policial después de intentar apropiarse de una lancha atracada en pleno Malecón, derivó en pocos minutos en una muchedumbre que llegó a la escena y provocó corridas, pedradas, vidrios rotos, gritos de “¡Libertad!”, mucha confusión y la certeza de que nadie sabía a ciencia cierta qué objetivos perseguía aquella revuelta callejera. En algunos minutos, al vendaval se le sumó más gente: en este caso, estudiantes, trabajadores y mujeres que salieron a las calles de forma espontánea, dispuestos a defender a la revolución, alterados ante los rumores de provocaciones que tenían, como objetivo principal, generar una insurrección callejera.
Toda la semana previa a aquel 5 de agosto La Habana había sido una caja de resonancia de decenas de rumores: desde Radio Martí, en Miami, se priorizó la estrategia de afirmar que barcos norteamericanos se acercarían a La Habana para recoger a todos aquellos que salieran a alta mar. Los comentarios comenzaron a correr, las llamadas desde Miami insistían en la llegada inminente de lanchas para recoger a quien quisiera salir del país y muchos interesados fueron concentrándose en la zona. Pero ante la confirmación de que aquella noticia era falsa, la bronca de un sector del pueblo habanero (particularmente llegados de las modestas barriadas de San Leopoldo, Colón y Cayo Hueso) eclosionó a partir de un incidente menor.
“¿Qué querían el enemigo externo y sus aliados internos, aunque constituyan una reducida minoría? Querían provocar un enfrentamiento sangriento, querían que usáramos las armas. Y armas tenemos, armas tenemos para millones de personas, que son las que defienden la Revolución; pero tenemos armas para luchar contra los enemigos externos. Excepto que desembarquen aquí, excepto que se empleen las armas internamente contra los revolucionarios, nosotros no tenemos por qué emplear las armas, teniendo el pueblo y teniendo las masas para mantener la estabilidad de la Revolución”, aclaró Fidel tiempo después. La orden que bajó desde la comandancia fue clara: ni un disparo. “No se mueve nadie. Ustedes no pueden tomar ninguna decisión si no les doy una orden”, advirtió enfático Fidel, haciendo referencia a las tropas del ejército, segundos antes de tomar una determinación inédita para un Jefe de Estado.
Lo que nadie se esperaba en aquel escenario de caos y confusión, era lo que finalmente sucedió: que Fidel llegara al corazón del conflicto junto a una mínima escolta personal, a procurar apaciguar los ánimos, a escuchar los reclamos de los disconformes y a evitar que los choques con la policía dejaran un saldo fatal. “Aún a riesgo de que me pudiera ganar algunas críticas, yo consideré mi deber ir donde estaban produciéndose esos desórdenes. Si realmente se estaban lanzando algunas piedras y había algunos disparos, yo quería también recibir mi cuota de piedras y disparos… Uno quiere estar allí donde está el pueblo luchando y donde están los combatientes en cualquier problema; pero, además, tenía el interés especial de conversar con nuestra gente, para exhortarla a tener calma, paciencia, sangre fría, no dejarse provocar”, afirmó.
Parado en el estribo de jeep, en la esquina de Galiano y San Lázaro, la presencia de Fidel descomprimió el incidente casi de inmediato, al absorber la atención de todos los vecinos que se concentraron a su alrededor. En cuestión de minutos, sin que mediara un disparo, en el momento más agudo del Período Especial y antes del atardecer del mismo día, las piedras ya no volaron por los aires, los gritos de bronca se transformaron en voces de debate y la calma fue volviendo, lentamente, a expandirse en las calles vecinas al Malecón. “Yo vine entonces porque tenía que venir, era mi más elemental deber estar junto al pueblo en un momento en que el enemigo había trabajado mucho tiempo para crear un desorden. ¡Un desorden! No se puede decir que aquello fue siquiera un intento de rebelión, fueron en realidad desórdenes”, explicaría después sobre su decisión de trasladarse al núcleo del conflicto.
A noventa millas de distancia, la contrarrevolución agitó como pudo el fantasma de la rebelión popular y pero no pudo sumar ni un muerto, ni un herido de gravedad, a su estrategia de propaganda sistemática contra la revolución. De todos modos, estaba claro que el trasfondo de aquel incidente callejero era la oscilante política norteamericana con respecto a la emigración cubana, así que esa misma noche, frente a las cámaras de televisión, Fidel anunció: “Si Estados Unidos no toma medidas rápidas y eficientes para que ceda el estímulo a las salidas ilegales del país, entonces nosotros nos sentiremos en el deber de darles instrucciones a los guardafronteras de no obstaculizar la salida de embarcaciones que quisieran venir de Estados Unidos a recoger aquí a familiares o a ciudadanos cubanos… Nosotros no podemos seguir de guardianes de las fronteras de Estados Unidos, no podemos seguir cargando con la culpa, no podemos seguir cargando con la responsabilidad”. El siguiente paso fue la orden, en agosto de ese mismo año, para que la guardia costera cubana no obstaculizara la salida de ninguna nave en altamar. Era el inicio del éxodo de los balseros, que en un mes impulsó a treinta y cinco mil cubanos a intentar llegar a la Florida en condiciones precarias y de extrema peligrosidad.
El “Maleconazo” y sus contingencias quedaban atrás esa misma noche. Ahora, en su mensaje televisivo, Fidel quería sintetizar la lección de aquella convulsionada jornada con un mensaje a su pueblo: “Yo hoy vi una combatividad realmente levantada en la gente, tremenda. No se pueden subestimar los valores morales que este pueblo ha acumulado ni su disposición a luchar. Y quien lucha vence; no hay nadie hoy, por poderoso que sea, capaz de derrotar a un pueblo decidido a luchar, a un pueblo que cuente con un número tan grande de combatientes y de revolucionarios como el que cuenta nuestro país. Estoy convencido de eso… Todo esto sirve de entrenamiento, esto nos prepara para futuros combates, por duros que sean”. Por último, destacó: “Las armas preferimos reservarlas para las tropas imperialistas y sus aliados, pero estoy convencido de que con nuestras ideas ganamos, y no hay piedra, no hay arma ni hay nada que pueda detener al pueblo. Para mí fue muy emocionante ver cuadros allí, porque vi muchos cuadros; vi ministros, cuadros del Partido que estaban allí en el campo de batalla, vi de todo. Yo creo que la gente hoy dio un contragolpe político tremendo; estaba enardecida la gente nuestra, y el enemigo sabe que va a encontrar combate”.
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