Hermanitos perdidos
Teatro, cine y terapia se conjugan en Teatro de guerra, un estreno atípico en el que Lola Arias replica su experiencia dirigiendo a ex combatientes de Malvinas en la obra Campo minado.
Por Fernando Chiappussi/El Furgón –
La primera voz que aparece en pantalla es la de un inglés cincuentón, que recuerda su momento especial en junio de 1982, en plena refriega con las tropas argentinas apostadas cerca de lo que hoy volvió a llamarse Port Stanley. Mientras comprueban las bajas tras un combate con una patrulla argentina, este oficial descubre a un soldado argentino moribundo, quien le habla -en inglés- de lo mucho que admira su tierra y su cultura. En medio del monólogo, el soldado muere. Un momento en que el absurdo entra de lleno en la experiencia de guerra del británico.
Lo que en cualquier documental se guardaría para un momento culminante, aquí es el punto de partida, y pronto entendemos que Teatro de guerra no es un documental convencional. El relato del soldado inglés será repetido varias veces a lo largo de la película, sacado de contexto y deconstruido, no tanto para nosotros como para el propio soldado, que debe haberse acostumbrado a ser centro de cualquier conversación cada vez que lo saca a la luz. Así como el testigo de un choque es capaz de repetir su conmoción para la cámara de un noticiero. La realidad, en esta película, siempre está puesta en cuestión.
Lola Arias se ha hecho un nombre con puestas teatrales que apuntan a la inclusión de lo documental de manera directa, involucrando a los protagonistas del hecho real: autora de la multipremiada Mi vida después, donde hijos de militantes y represores reconstruían la historia de sus padres en los años ’70, aquí hizo algo parecido con seis ex combatientes, tres de cada bando (la obra se llamó Campo minado y este mes se repone en el Teatro San Martín). Incluso hay un mercenario nepalés, lo que en aquella época conocíamos como gurka, cuyas grotescas intervenciones a menudo hacen de comic relief. La apuesta es arriesgada, ya que están hablando de una guerra real en la que intervinieron, vieron morir a compañeros y, probablemente, mataron también.
Pero Malvinas es una buena causa para semejante disrupción: como alguna vez apuntó Beatriz Sarlo, constituye el gran hecho maldito de nuestro pasado reciente dado lo difícil que resulta abordarlo sin sentirse en falta, por haber apoyado un acto de la dictadura o bien -la minoría- por haber cuestionado un derecho legítimo. Tal vez por eso ha sido tan poco elaborado por el cine argentino. La ficción de mayor envergadura que abordó el tema en los últimos años, Iluminados por el fuego, no aportaba nada nuevo a la representación que Bebe Kamín y Daniel Kon habían emprendido en Los chicos de la guerra apenas dos años después de terminado el conflicto.
La película de Arias va mostrando la preparación de los soldados-actores para su trabajo teatral a través de una serie de ejercicios conjuntos que fuerzan la comunicación, incluso la empatía, entre quienes alguna vez estuvieron enfrentados. No deja de lado sus resquemores, abordados en simétricos diálogos donde unos hablan de los otros e incluso cuestionan el proyecto que ahora los une. La puestista-cineasta se abstiene de hacer comentarios y deja que los hombres vayan de a poco revelándose en palabras, silencios, gestos. Algunos ven el “regreso” como una experiencia positiva y abrazan sus posibilidades terapéuticas; otros no se hallan, dudan (el gurka participa menos de lo que uno hubiera querido). De esta silenciosa manera la guerra misma, la representación del acto bélico, es puesta en cuestión, y con ella su significado.
La película no llega a una conclusión y es consciente de que no podría: hablamos de una experiencia traumática que probablemente permanecerá en esos soldados hasta el fin de sus días. Pero al sacar la guerra del contexto habitual, de alguna manera devuelve sentido y vigor a la experiencia, que ahora puede ser repensada sin peligros, con la baja intensidad que la memoria nos ofrece al recordar algo que ocurrió hace ya 36 años. En todo caso, se trata de una experiencia nada común y que enriquece al espectador, obligado a preguntarse por la propia vivencia (distinto será el caso para una generación más joven como la de la propia cineasta, nacida en 1976). Es allí donde la película trasciende la puesta de laboratorio y continúa en el pensamiento de quien la ve. En ese sentido, Teatro de guerra funciona como una reconstrucción que devuelve, por un momento, la inocencia con que vivimos aquellos dramáticos días.