Revolución Francesa. La cabeza de Robespierre
“Las revoluciones que se han sucedido desde hace tres años, lo han hecho todo
por las otras clases de ciudadanos, casi nada aún por la más necesitada quizá,
por los ciudadanos proletarios cuya única propiedad es su trabajo”.
Robespierre, 13 VII 1793
Por Jorge Montero/El Furgón
Maximilien Robespierre yace sobre una mesa con la mandíbula destrozada por un pistoletazo. La Revolución ha terminado, pero ese día –el 9 Termidor del año II-, nadie piensa en eso. Los infelices que rodean al Incorruptible son ordenanzas y soldados, cagatintas y guardias de la Convención. Algunos se le acercan temblando, otros se burlan de él, pero se mantienen a distancia con las armas preparadas.
Hace un calor del infierno, aunque ya empezó a llover. El peligro ha pasado. Maximilien apenas puede mover una mano en la que sostiene un pedazo de papel empapado en sangre. La Revolución empezó en julio, cinco años antes y en otro julio, el de 1794, se interrumpe, aunque los actores ya no sean los mismos. Ese Robespierre agonizante, que va a cargar con las culpas de todos, era uno de los oscuros constituyentes de 1789. Sólo el conde de Mirabeau había reparado en él: “Va a llegar lejos –había dicho-, porque cree en todo lo que dice”.
Y lo que dice es un discurso de vértigo insurreccional. “¿Ustedes quieren acaso una revolución sin revolución?”. Aunque él vaya a morir al amanecer del día siguiente en el mismo lugar y en la misma guillotina por la que antes de tiempo pasaron Danton, Desmoulins, Hebert y los otros.
Un soldado se acerca casi en puntas de pie a la mesa donde se desangra el diputado. “¿Este era el dictador?”, pregunta con desprecio y luego se hecha a reír. Es verdad el caído no tiene aspecto de tirano temible. Está vestido con una chaqueta y un pañuelo de seda azul impecables. La peluca, empolvada y cepillada, la acaba de perder en la agitación de ese último día. Ya no parece, porque es casi un cadáver.
Poco importa. Ahora está “fuera de la ley” y ni él ni los otros jacobinos tendrán juicio alguno. Fouquier-Tinville, el presidente del Tribunal Revolucionario, sólo tiene que cumplir el requisito de la identificación y luego lo entregará al verdugo Sanson. El terror termina para unos y empieza para otros. Ya nada será como antes: los terroristas de ayer serán los moderados de mañana y hasta los pusilánimes se inventarán un pasado heroico. Los jóvenes elegantes salen a cazar ‘sansculottes’ y terminan la noche en el baile de la guillotina. “Bals des victimes”.Fouche jurará que nunca tuvo nada que ver con ninguna revolución y será comisario de la policía de Bonaparte. El pasado es una pesadilla culposa y lo mejor es bailar, bailar, bailar.
Pero, ¿qué ha pasado ese día que será el más oscuro de la Revolución? ¿Por qué los aliados de Robespierre lo sacrifican y con él a la Revolución? Hay algo de misterioso en esa tragedia universal que los franceses, aún doscientos treinta años después, se obstinan en olvidar.
La mañana del 26 de julio Robespierre reaparece en la Asamblea luego de dos meses de encierro, de reflexión. Se lo ha visto muy poco desde la Fiesta del Ser Supremo, el 20 Pradial. Sus adversarios conspirana sus espaldas, pero él los ha escuchado y regresa al cuarto que ocupa en la vivienda del carpintero Duplay lleno de desprecio. Desde entonces permanece encerrado: escribe, lee, bromea en la mesa con las muchachas de la casa. Por momentos parece que prepara el golpe final, pero hay días en que lo ganan las dudas. “¿Vale la pena seguir?”“¿Tiene sentido gastar la vida en una gesta contra bribones y malvados de toda calaña?”.
Sí, vale la pena. Por eso, el 8 Termidor sale de su cuarto.Duplay lo acompaña hasta la puerta. Está preocupado por la rebelión de la Convención Nacional, y le formula una serie de advertencias. Robespierre le responde con un amago de sonrisa. Le dice que no se preocupe, que la mayoría de los miembros de la Convención son gente honesta. El carpintero quisiera quedarse en su casa, pues ha comenzado a temer las sombras en las calles. Pero no puede dejar ir sólo al diputado. Comienza a caminar junto a él. El aire es agobiante el cielo gris, el olor de París fétido.
Robespierre y Duplay caminan dos, tres cuadras, con paso firme y pausado. En una esquina Maximilien le pide a su acompañante que retorne a la casa. Todo concluirá bien. Al fondo de la calle observa el palacio de las Tullerías, donde funciona la Convención. “Nada podremos lograr mientras sigamos habitando esos palacios”, piensa. “Es como si los hubiéramos pedido prestados”.
Robespierre reanuda su caminata. Nunca vuelve su cabeza. Pues en ese caso, vería a Duplay, inmóvil en la esquina, triste, desalentado, observándolo. Está convencido que Maximilien nunca regresará a su hogar, nunca alentará los sueños de casarse con su hija mayor, nunca volverá a depositar su cabeza en una almohada.
Saint Just lo encuentra en la entrada de la sala. También él está ansioso por la súbita reaparición de Robespierre, sólo lo preocupa que no le haya consultado el texto que lleva en el bolsillo. Un gendarme trae a Couthon sobre los hombros. Desde lo alto, el paralítico presidente de la Convención, discute un decreto banal con dos diputados que añoran los tiempos de Danton. El gendarme lo deposita con infinito cuidado en la silla de ruedas y se queda a su lado, listo para llevarlo a la letrina cada vez que el otro se lo pida.
A las ocho, Robespierre sube los cinco escalones que llevan al estrado a los oradores y empieza a leer con esa voz monótona que tanto irrita a sus adversarios. “Hace seis semanas que mi dictadura ha terminado y no ejerzo ninguna influencia sobre el gobierno. ¿El patriotismo ha sido más protegido en ese tiempo? ¿Las facciones se han calmado? ¿La patria es más feliz?”.El ‘Incorruptible’ comprueba que no, mientras los amigos de Danton y de Hebert, que han ido a la guillotina, sospechan que la ausencia de Maximilian ha sido una maniobra para dejarlos a solas con sus miserias y pequeñeces, sobre todo cuando hay tanto para reprocharse frente a la virtud empecinada de un solo hombre.
Dos horas de discurso y Robespierre está al borde del abismo. Los diputados exigen los nombres de los traidores, aunque todos saben que son muy pocos los que están exentos de perjurio. El ‘incorruptible’ se niega a nombrarlos porque quiere dejar planear la duda o simplemente está decidido a vencer o morir. Amenaza con “castigar a los traidores, depurar los comités, aplastar las facciones”, pide que su discurso sea impreso y enviado a todos los departamentos de Francia.
Saint Just se desespera ante la osadía del tribuno, Couthon trepa sobre el gendarme para apoyar el pedido de Maximilien. Los enemigos del ‘Incorruptible’, cada vez más, le saltan al cuello. Cambon se anima y grita: “Es tiempo de decir toda la verdad: un solo hombre paraliza la voluntad de la Convención Nacional y ese hombre es Robespierre”. Todos los conjurados hablan, huelen la victoria.
El voto confirma la rebelión: el discurso será examinado por los comités. El diputado Mailhe, que está parado junto a Robespierre, jura que en ese momento lo oye murmurar: “Estoy perdido”, mientras se desploma en su asiento. A las cinco de la tarde sale de la Asamblea sin hablar con nadie.
Couthon hace una seña a su gendarme para que lo levante y desde ahí arriba apostrofa a los traidores, pero nadie lo escucha, todos hablan al mismo tiempo. Saint Just escribe toda la noche en el gran salón de la Convención. Ni siquiera ha comido, pero sólo tiene 27 años, ha organizado ejércitos y cree que todavía tiene mucho tiempo por delante. Robespierre cena con los Duplay y sale a pasear por los Campos Elíseos con las hijas del matrimonio. Se ha cambiado de ropa. Es el único diputado que toma un baño todos los días y si no tiene mejor vestuario es porque la dieta apenas le alcanza para pagar su pensión, las velas y el agua caliente.
La noche del 8 y la madrugada del 9 han sido escritas mil veces y desde todos los puntos de vista. Puede que ya nada sea del todo cierto. Robespierre ovacionado por los jóvenes en el club de los jacobinos, relee su discurso, no se engaña: “Este es mi testamento de muerte”, dice y se retira. Mientras sus enemigos jurados, Fouché, Carnot, Barras, Tallien, Fréron, Legendre, Collot, Billaud, y otros cómplices urden un plan en el que se juegan la vida: se trata de impedir que Robespierre y Saint Just tomen el control de la Asamblea. Hay que arrestar también a Hanriot, el comandante de la Comuna de París y poner en fuga a los ‘sansculottes’.
Tumultos, empujones, voces destempladas, furia. La Convención es un caos, le niegan la palabra a Saint Just, quien después de una noche febril, se queda helado y mudo para siempre, con los ojos fijos en ninguna parte. Su discurso se publicará recién un año después de su muerte. Los historiadores no sabrán dar explicaciones a ese silencio indiferente que guardará hasta la guillotina. Robespierre sube las escaleras forcejeando y demanda: “Presidente de asesinos, ¿me vas a dar la palabra? Entonces Tallien saca un puñal de entre su sucia ropa, lo pone contra su pecho y lo empuja. “Abajo el tirano”, grita Fouché y otros le siguen. El tumulto crece. Legendre lanza su célebre “la sangre de Danton te ahoga” y Robespierre le replica: “Quieren vengar a Danton… ¡Cobardes!, ¿por qué no lo defendieron antes?”. Couthon, insignificante, está en su silla de ruedas y ha perdido al gendarme o se lo han quitado.
Fuquier-Tinville, el presidente del Tribunal Revolucionario, el hombre que ha enviado a la guillotina a varios miles de franceses se entera de la caída de Robespierre mientras come con un amigo. Su mundo se desploma. Se levanta sin despedirse, corre al Palacio de Justicia y hace saber a la Convención que está dispuesto a cumplir todas sus órdenes. Si antes guillotinó a los enemigos de la Revolución, ahora está dispuesto a decapitar a la Revolución para salvar su vida. Pero traiciona en vano, pocos días después le llegará su turno.
Barére, antiguo aliado de Robespierre, tiene en su bolsillo dos discursos preparados. Uno saluda la victoria de la Virtud revolucionaria, el otro aplaude la caída del tirano. Fouché, que veía la reacción por todas partes, perseguirá revolucionarios hasta el fin de sus días en 1814. Mezquindades y miserias de las que está hecho ese 9 Termidor.“La República está perdida”, murmura el ‘Incorruptible’, tironeado por los gendarmes, abucheado por la sala.
Cuando la Convención decreta el arresto del triunvirato -Robespierre, Couthon, Saint Just-, el joven Le Bas y Agustín, el hermano menor de Maximilien, exigen correr la misma suerte que sus compañeros. Se les concede el deseo fatal y serán 22 los jacobinos sacrificados al día siguiente en la guillotina de Sanson. El primero en morir es Couthon, el penúltimo Robespierre. A todos los tiran a la fosa común. Después los bustos de Marat serán arrastrados por la calle, el club de los jacobinos disuelto y sus simpatizantes perseguidos, los ‘sansculottes’ cazados como conejos.
Todo es exasperante, en esas últimas horas. En el Hotel de Ville, donde están confinados los derrotados, irrumpe Barras pasada la medianoche con una tropa de burgueses armados, asustados pero decididos. Apura los acontecimientos. El sargento Morda le descerrajará un disparo a Robespierre que le destroza la mandíbula. Le Bas se pega un tiro en la cabeza, Agustín se tira por la ventana, a Couthonlo harán rodar por la escalera, Hanriot intenta escapar por un pasillo y lo hieren. Saint Just, que ha callado para siempre, se deja atrapar sin resistencia. Inconsciente, irreparablemente vencido, el ‘Incorruptible’ es llevado a una antesala de la Convención como trofeo de guerra. Allí yace y se desangra sobre una mesa, mientras los cagatintas se ríen de él. La Revolución Francesa ha terminado.