miércoles, noviembre 13, 2024
Cultura

Bergman: Cien años de crisis

El 14 de julio se cumple el centenario del nacimiento de Ingmar Bergman, el indiscutido cineasta sueco. Un recorrido para perderle el miedo a semejante figura.

Por Fernando Chiappussi/El Furgón

¿Se puede hacer poesía después de Auschwitz? preguntaba Adorno. A comienzos de 1945, los horrores del Holocausto fueron una sacudida para todas las culturas y creencias, incluidas las religiosas. Ingmar Bergman (1918-2007), hijo de un pastor protestante, agregó un cuestionamiento casi discepoliano: ¿Dónde estaba Dios cuando todo eso ocurría?

Ese mismo año de 1945 Bergman dirigía su primera película, Crisis. Un trabajo menor en el que luego vería errores de principiante: pero el título podría ser el de muchos de sus films posteriores. En su cine los personajes siempre están en crisis: moral, espiritual, sentimental, de supervivencia. Casi carecen de humor, a lo sumo tienen una felicidad pasajera: sus vidas están en tensión. Y, se trate de la Edad Media o de un incierto futuro, la pregunta latente siempre es: ¿Dónde está Dios? Un dilema que las mayorías agnósticas de hoy parecen haber superado, pero que a mediados del siglo XX acuciaba a un Occidente donde el cristianismo, en cualquiera de sus formas, era la norma tácita; y los hombres de ciencia que la cuestionaban -cual Dr. Frankenstein- podían ser víctimas de su inmodestia. La tecnología también había sido utilizada para el horror: estaba presente en la bomba, en las técnicas de exterminio y los experimentos de Mengele. Un pueblo la había empleado obedeciendo a su líder hasta lo inconcebible. Cierto es que otros lo habían combatido: pero también hubo países como Suecia, que se declaró neutral y vivió esos años en paz, mientras sus vecinos eran invadidos por los alemanes. La neutralidad encerraba complicidad: los suecos veían bien que Hitler ganara la guerra (Dag, el hermano mayor de Ingmar, fue uno de los fundadores del partido nacionalsocialista en su país). Un momento revelador en Linterna mágica, el libro de memorias del cineasta, es aquel en que describe con lujo de detalles su estadía en Alemania en un intercambio estudiantil, a los 16 años, y cómo fue llevado a presenciar un desfile del Führer en Weimar. “Yo no había visto jamás nada parecido a este estallido de fuerza incontenible.  Grité como todos, alcé la mano como todos, rugí como todos, amé como todos”. Lo raro, después de asumir esa experiencia al final de la guerra, sería que uno no entrara en crisis.

Ingmar Bergman

Algunos cineastas llegan a la actividad desde la fotografía, como Kubrick; otros, desde la literatura. Bergman, como muchos, venía del teatro y es probablemente la encarnación máxima de las posibilidades del cine realizado bajo esa impronta. El teatro fue su primer amor y nunca lo abandonó: efectos como los cambios súbitos de iluminación en medio de una escena, tomados de ese ámbito, son moneda corriente en sus películas, y lo llevaron a una puesta de cámara que privilegiaba el tiempo real y el montaje en cuadro, beneficiando la expresión del conflicto en la cara del actor. Un efecto secundario de este bagaje es la tendencia a enfatizar pausas y silencios con fines dramáticos, lo que resulta, en comparación con el naturalismo americano, en un cierto amaneramiento al que cuesta acostumbrarse: los actores pueden parecer graves, hieráticos. Pero la cámara percibe todos sus secretos con un efecto algo sensual, acercándose a ellos sin pudor. Bergman era adorado por sus actores y especialmente por las actrices, que se entregaban a sus exigencias sin reparos: Harriet Andersson, Gunnel Lindblom, Bibi Andersson o la noruega Liv Ullmann quedaron en la historia del cine por sus papeles en estos films.

Harriet Andersson en “Un verano con Mónica”

Para 1952, el cine de Bergman estaba maduro y así lo notaron un par de críticos uruguayos, Emir Rodríguez Monegal y Homero Alsina Thevenet, en ocasión de una muestra en el río de la Plata. Tres años después, triunfaba en Cannes con Sonrisas de una noche de verano; luego llegaría El séptimo sello (1957) y aquella memorable partida de ajedrez con la muerte. A fines de ese mismo año, en Cuando huye el día, Bergman expandía sus recursos animándose a jugar con el montaje en una secuencia onírica que impresiona aún hoy; estaba entrando en su período más tortuoso y renovador, de constante cuestionamiento espiritual y psicológico (en él ambos aspectos suelen ir juntos), así como de la puesta en escena, lo que culminaría en el célebre plano que une los rostros de las dos protagonistas de Persona (1966), su primera película con la Ullmann. A partir de allí, una fama en constante crecimiento le permitió ser más ambicioso en la producción, con hitos como la puesta de una ópera de Mozart (La flauta mágica, 1975) producida para la TV sueca. Bergman sumó la televisión como plataforma sin ceder un ápice de sus principios, como puede verse en Cara a cara (1976) o Secretos de un matrimonio (1973), ambas miniseries para la pequeña pantalla que luego tuvieron su versión resumida para cines. Pero siempre se llevó mal con la fama -que en 1976 le valió un breve encarcelamiento por presunta evasión impositiva- y vivía de forma más bien huraña y espartana, o mejor dicho luterana. Más aún: cansado de la adulación permanente, llegaría a inventarse un seudónimo para convertirse, en un diario escandinavo, en su crítico más despiadado. Su exigencia con técnicos y actores la aplicaba también a sí mismo, como se evidencia leyendo los libros Linterna mágica o Imágenes.

Liv Ullmann e Ingmar Bergman

Quienes quieran entrar en el universo de Bergman pero se sientan repelidos por el frío de tanto bronce, pueden probar con Un verano con Mónica (1953), un romance juvenil que anticipa muchos de los temas de la nouvelle vague; o Vergüenza (1967), representación realista de la incertidumbre de la guerra,una pequeña obra maestra que sería copiada años después por Tarkovski. O la intimista Secretos de un matrimonio, que ha tenido montones de versiones teatrales alrededor del mundo, y su continuación Saraband (2003): allí la Ullmann y Erland Josephson representan las peores miserias de la relación conyugal (Bergman tuvo cinco matrimonios y nueve hijos). Descubrirlas hoy puede ser una revelación: el impar sueco es menos hermético de lo que se cree, y algunas de sus mayores osadías, tanto formales como temáticas, han sido aplacadas por el tiempo. Queda el cine.

“El séptimo sello”

* Del 12 al 19 de julio, la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín porteño (Av. Corrientes 1530) proyecta siete películas notorias de Bergman en homenaje por los cien años de su nacimiento.  La Casa del Bicentenario (Riobamba 985), los miércoles de este mes, exhibe tres documentales sobre su obra.