La estabilidad alemana y sus debilidades
Federico Larsen*/El Furgón – Las elecciones en Alemania dejaron en claro cierta pérdida de brillo de la estabilidad política de la locomotora de Europa. Si bien los números no permiten hablar en absoluto de crisis o fin de ciclo -como algunos medios titularon -, la composición del parlamento alemán obligará a la canciller Angela Merkel a negociar una amplia alianza -jamaiquina, por los colores de los tres partidos que la componen- para sostenerse en el ejecutivo.
La tradición alemana de las grandes coaliciones no es absolutamente reciente. Se trata de una receta que le ha dado estabilidad desde antes de la caída del muro y que Merkel ha sabido interpretar con una alta dosis de capacidad de liderazgo.
En casi todas las crisis bajo sus gobiernos, quienes debieron salir a dar explicaciones fueron sus funcionarios -y muchas veces de partidos aliados y no del suyo-, y sólo en tres ocasiones su reputación se vio ensombrecida por las críticas: con la decisión, en 2011, de abandonar por completo la producción de energía nuclear en Alemania tras el desastre de Fukushima, contradiciendo de hecho una decisión reciente del parlamento; con el diktat impuesto a Grecia en 2015 acerca de la refinanciación de su deuda, y que probablemente le genere serios inconvenientes cuando llegue la nueva cuenta en este, su cuarto mandato; y, también en 2015, con la reacción contracorriente -y sorpresiva- de liberar la entrada de prófugos al país durante la peor crisis de refugiados en Europa desde la II Guerra Mundial.
Los tres escenarios expusieron algunas debilidades de los gobiernos de Merkel en los tres ámbitos más sensibles: el de los grandes empresarios de la energía -y por elevación de la producción automotriz, responsable del 13 por ciento del PBI alemán y en crisis tras el escándalo Volkswagen-; el de las políticas económicas europeas, donde Alemania ejerce el rol de líder reconocido y resistido disciplinador; y en el frente interno, donde el modelo moderno y globalizado encuentra cada vez más resistencias desde sectores xenófobos y racistas. Son, a su vez, tres temas que sin dudas marcarán el rumbo del próximo gobierno.
El complejo industrial alemán está lejos de presentar cualquier tipo de crisis, pero su continuidad como locomotora del país (y de la Unión Europea -UE-) encuentra algunas dificultades en el camino. Fruto de los programas liberalizadores de los gobiernos socialdemócratas de la década de 1990, las empresas basaron su éxito en la aceptación por parte de los sindicatos de condiciones de precarización y quita en los derechos sociales a cambio de la promesa de bienestar a largo plazo. Y funcionó. Pero ante la contingencia de posibles escozores o crisis puntuales en esos sectores productivos, hoy parece muy difícil que los empresarios alemanes puedan echar mano a la vieja receta de reducción de derechos sociales y laborales como en otros tiempos, y como lo están haciendo los demás gobiernos europeos.
La alianza empresarial-gubernamental que Merkel representa y garantiza, si bien es muy sólida, deberá negociar con sectores sociales muy poco dispuestos a ceder y además respaldados por un SPD opositor, que en su campaña mostró un tibio acercamiento a los movimientos de trabajadores contra la precariedad laboral.
El proyecto europeo de Merkel también se enfrenta a algunos desafíos. Si bien demostró poder imponerse por las buenas o las malas en el caso griego, la ferocidad con la que liquidó a la alternativa planteada por Syriza a la crisis de la deuda también le valió serias críticas. Y el tono componedor que esgrimió Berlin tras esa situación se topó con las críticas de los gobiernos del este de la UE (Polonia y Hungría, por ejemplo) ante el proyecto de una “Europa a dos velocidades” que permita a los países más ricos mayores libertades económicas y comerciales para no quedar atados a sus socios más rezagados.
Un panorama que se completa con las propuestas “modernizadoras” del nuevo presidente francés, Emanuel Macron, que incluyen la creación de un superministerio de finanzas europeo y fondo monetario comunitario. Francia quiere resucitar el tándem Paris-Berlin para llevar a cabo estas reformas, a las que se opone medio continente.
La cuestión de la derecha xenófoba es la que quizás ha acaparado la mayor atención de los medios internacionales. Con casi 90 escaños, la ultraderecha alemana se convirtió en expresión institucionalizada de una crisis social muy profunda, aprovechada por empresarios, racistas y negacionistas de larga trayectoria en la política del país.
Un disparador para el análisis lo ha dado hace pocas semanas el diputado de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y viceministro de finanzas, Jens Spahn, que en un artículo publicado en Die Zeit sostuvo que el hecho de que en los bares de Berlin se hable más en inglés que en alemán está amenazando la identidad del país. Y no se trata de extranjeros o turistas, sino que los propios jóvenes alemanes prefieren el inglés a su idioma, según este ensayo.
En efecto, lo que Spahn denuncia es fruto de un proyecto sostenido y alentado por la élite política alemana en los últimos 25 años, de apertura de la sociedad y la economía al mundo que generó una reacción violenta por derecha. No sólo el inglés en los bares es peligroso, también las marcas extranjeras que allí se consumen, los trabajadores extranjeros que atienden en la temporada, y hasta las cadenas internacionales que allí invierten.
La extrema derecha alemana interpreta este desencanto por la globalización y sus efectos en las sociedades ricas, lo alimenta con el rencor hacia las élites económicas y políticas, y lo engorda con el rechazo a musulmanes e inmigrantes. Un proceso que efectivamente encuentra correlatos en todo el continente. Además de Alemania y el AfD, que logró el 12,6 por ciento el domingo pasado, en Dinamarca el Partido Popular Danés obtuvo el 21,1 por ciento, los Demócratas de Suecia el 12,9 por ciento, el gobernante Ley y Justicia en Polonia el 37,6 por ciento, El Partido por la Libertad holandés con un 13 por ciento, en Hungría el JOBBIK 20,2 por ciento, en Austria el FPÖ 20,5 por ciento, y en Francia el FN con el 21,3 por ciento.
El viraje hacia una agenda más atractiva para la derecha en temas de inmigración y extranjerización de la economía parece inevitable. Al igual que la consolidación de la alianza gobierno-empresarios que podría agudizar el conflicto social, un escenario en que los socialdemócratas aspirarían a refundarse tras el fracaso del domingo, en un país donde se vota por la agenda interna, pero se definen los destinos continentales.
*Artículo publicado en Notas