La impunidad de una chapa
Jorge Ezequiel Rodríguez/El Furgón* – Existe una realidad que preocupa, que lastima, que se tiñe de sangre y de historia. No es la agenda de hoy, ni el capítulo del momento. Es la verdad que, día a día, confirma el nefasto accionar de las fuerzas de seguridad. Porque hoy sufrimos la desaparición de Santiago Maldonado a manos de la Gendarmería en el sur, pero la violencia institucional crece de manera constante, por acción u omisión del Estado; por consecuencia, por relevancia del mismo manual con el que estudian estos individuos; por historia, por consideración propia, sentido de poder, abuso, ideología, subordinación, mando, estigmas y revanchas. Y como en los medios de comunicación masivos los homicidios, según de dónde provengan o cómo sucedan, se cuentan distintos, o no se difunden, la violencia institucional no es un tema a resolver, no forma parte de la preocupación general. Los candidatos de diferentes partidos políticos no hablan de ello, más allá de que cada 25 horas la policía mata a una persona en hechos de gatillo fácil, de que desde el retorno de la democracia, según el informe de la CORREPI, las víctimas de la violencia institucional son 4960, y 259 en el primer año del gobierno de Cambiemos, contando víctimas fatales.
El abuso de poder se manifiesta de diferentes maneras y métodos, con intencionalidad ideológica-política como en los casos de Santiago Maldonado o Julio López, en la famosa “pasada de rosca” por el irracional “parentesco físico” de un delincuente, como sucedió con Sebastián Bordón en un viaje de egresados en Mendoza; por la impunidad del gatillo fácil en cualquier esquina, como le sucedió a Lautaro Bugatto en Banfield; en la persecución intencionada en busca del robo para sus bolsillos, como lo sufrió Luciano Arruga después de negarse reiteradas veces a robar para ellos.
Las víctimas desaparecen, mueren, regresan con el cuerpo destrozado mediante torturas, son enviados a cárceles sin sentencia firme; otros, con implantes de pruebas, atemorizados sin querer decir palabra, señalados, perseguidos, víctimas de esa violencia que poco se muestra y que continua arruinando vidas. Los derechos humanos para las fuerzas de seguridad y para el Poder Judicial, -que ante estos hechos hacen la vista gorda y miran para otro lado, más los juicios que se demoran, se postergan, finalizan por “falta de pruebas”-, parecieran tener código postal, portación de rostro, ideología y género.
En la década de 1970, el terrorismo de Estado lo ejercía la Junta Militar con el acompañamiento de todas las fuerzas de seguridad. En la actualidad, el terrorismo lo ejerce la propia fuerza que, según los gobiernos, parecieran accionar del mismo modo, con sus propias leyes. Y es cierto que hoy la violencia institucional se acrecienta, no por culpa del aumento de la violencia en general, sino por la decisión de un gobierno represor que muestra los dientes cuando la calle transpira lucha, cuando los pibes de visera quedan estigmatizados, cuando el principal candidato se jacta de meter a un pibe preso todos los días, cuando a la agenda, en excusa de acción, le marcan la palabra orden y se les otorga más poder a quienes del poder se transforman en verdugos. Se reprime bajo orden de gobierno en manifestaciones sociales, en una fábrica, en terrenos, en reclamos, en trenes y en colectivos, a mujeres, niños, trabajadores, docentes, científicos, estudiantes, vecinos.
Nos preguntamos en reiteradas circunstancias por qué no se remueven las cabezas de las fuerzas de seguridad, por qué no accionar para que la fuerza cambie el rumbo, como se ha producido en Cuba, Venezuela y Bolivia, con una militarización de conceptos distintos; por qué la “maldita policía” en Argentina no se limpia sino que se profundiza aún más. Y la respuesta duele, pero también es clara. Si bien hoy el gobierno actual quiere a su merced a esta fuerza de seguridad, tal cual acciona, o peor aún, no podemos ignorar el hecho de que el poder de las armas lo tienen ellos, y cuando el cielo se les empieza a oscurecer ejecutan ese poder de distintas maneras, con excusas, intenciones, y realidades. También es cierto que no hay, ni hubo, una decisión firme del gobierno de turno de limpiar a las fuerzas. De hecho, la decisión es brindarles el control y el poder de la calle.
El 30 de septiembre de 2010, Ecuador sufrió un intento de golpe de Estado por parte de la Policía Nacional. El conflicto se generó por la Ley de Servicio Público, sancionada por el Parlamento, que aunque eliminaba las bonificaciones por condecoraciones y ascensos, aumentaba los salarios totales al incluir el pago por horas extras. El presidente de ese momento, Rafael Correa, aseguraba que la policía por fin iba a tener un sueldo digno, sin embargo los golpistas tomaron el Regimiento Quito. Correa se acercó al lugar para dialogar con ellos y fue agredido con gases lacrimógenos, se lo intentó secuestrar y fue retenido unas horas. Lo rescató el grupo especial GOE. Los golpistas impactaron cuatro tiros al vehículo en el que se trasladaba el presidente. El saldo de ese intento de golpe fue de cinco muertos y 193 heridos. Lo de la ley era una excusa. Había una misión clara: asesinar al presidente.
En 2012 en Argentina, la Prefectura Naval encabezó una protesta por salarios, a la que se sumó Gendarmería y, posteriormente, la Policía. Tras no llegar a un acuerdo se liberaron fronteras, hubo abandono de tareas y la toma de edificios públicos. A raíz de ello se produjeron saqueos en casi todo el país. Doce fueron las provincias, y las más afectadas Córdoba y Tucumán. El saldo de muertos nunca se aseguró, pero se estiman 18 muertos y más de 100 heridos; las cifran no son oficiales. Las fuerzas de seguridad dejaron al libre albedrío las calles y tuvieron un repudio social en los meses siguientes. Cuentan tucumanos y cordobeses que cuando un policía ingresaba a un bar, las personas que estaban se levantaban de sus sillas y se iban, lo mismo en los colectivos y en diferentes lugares públicos.
La violencia institucional es una problemática a resolver pero no de palabra, ni de camino sencillo y cómodo. Es una problemática cargada de golpes, torturas, amenazas, aprietes, extorciones, desapariciones, muertes y la impunidad de una chapa. Lo que sucede se amuralla por los medios de comunicación masivos que siguen la agenda con voz y palabra, y con sentido común a su propia lógica. Y a pesar de no ser noticia diaria, los que producen la violencia institucional son los mismos que mataron a Maximiliano Kosteki y Dario Santillán; los que alimentan de pibas a la trata de personas, que manejan las cocinas de paco, los prostíbulos, el juego clandestino, los que distribuyen la droga en los barrios, los que bajan del tren a cualquier pibe con “cara” de sospechoso y le revisan la mochila; los que se suben al colectivo a pedir documentos sin ningún fundamento más que el de mostrar su poder, los que arrinconan a chicos en un paredón para el ninguneo conocido; los mismos que liberan zonas, que encarcelan a perejiles, que coimean, que marcan destinos a robar, que reprimen por orden del gobierno, por decisión de un superior, o por consideración propia; los que esconden cicatrices, los que entierran cadáveres, los que desaparecen almas, los que se ríen de las mujeres que denuncian, los que sueltan tiros porque sí; los que hacen sonar la sirena para avisar que ahí están, cuidándonos, intentando frenar la inseguridad al servicio del pueblo, con vocación de manual y de sentimientos, con las armas y la impunidad.
*Fotos: Colectiva Fotografía a Pedal