Semana Obrera: Veraneos en un país que ya no existe
Felipe Montalva, desde Chile/El Furgón* – Entre 1971 y 1973 se desarrolló en Chile una experiencia inédita. Eran las llamadas Villas de Turismo Social, mejor conocidos como los balnearios populares. La concreción de la medida 29 del programa de gobierno de la Unidad Popular (UP), buscaba fomentar la recreación y turismo entre quienes nunca antes habían tenido la posibilidad de darse un veraneo: trabajadores y pobladores, provenientes especialmente de los grandes centros urbanos.
El éxito de la iniciativa contrastó con el infame final de estos centros, usurpados tras el golpe de Estado por las Fuerzas Armadas (FFAA). Algunos se transformaron en centros de detención y muerte, como Rocas de Santo Domingo, Ritoque y Puchuncaví, en el litoral de la región de Valparaíso.
Hasta hoy, varias personas recuerdan el paso por estos balnearios. Una experiencia de turismo con énfasis en lo social (y colectivo) que parece las antípodas del modo individual que impera en la actualidad, en un país contaminado profundamente por la mezquindad y ruindad del neoliberalismo.
Cabañas del balneario popular de Peñuelas, Coquimbo, en 1972. Foto de Esteban Opazo
“Había cajas de fotografías. Manifestaciones, discos, libros… Destruí todo de aquellos tiempos. Si yo no fui, fueron mis familiares”, dice, como disculpándose, Mario Merino Arenas, presidente de la Federación Nacional de Trabajadores de la Salud (FENATS).
Hora y media antes, ha contestado algunas preguntas sobre los balnearios populares, que él llama “colonias”. Desde su cargo, Merino fue uno de los responsables del envío allí de equipos que se encargaban de los primeros auxilios. “Me coordinaba con la CUT”, recuerda. “Nos pedían paramédicos, fundamentalmente dirigidos por algún profesional. Escogíamos la mejor gente”. Merino también disfrutó de los balnearios de Tongoy y Pichidangui, en los veranos de 1972 y 1973, por un período de dos semanas. “Fui a veranear como un trabajador más, con mi señora, que también era una trabajadora más, y seis hijos”, indica. Como él, arribaron especialmente delegaciones de obreros de la salud, de Correos y de los municipios, así como desde algunas textiles y la construcción, cuenta.
Como una sinopsis, los hechos se le amontonan pero evoca, especialmente, el entusiasmo. “Recuerdo la alegría de estar allí. La gran calidad humana en el grupo”, dice.
En un momento, se acuerda del álbum con fotografías sobrevivientes de aquellos años, y que también contiene imágenes de su exilio en la República Democrática de Alemania (RDA). Lo abre y muestra las primeras páginas. Allí están, en blanco y negro, las cabañas con forma de A, el comedor y sus mesones de madera, las bandejas de plástico para el almuerzo; su familia; él mismo, sentado en la puerta de una cabaña con su hijo en los brazos; el sol sobre las cabezas; la arena. Fragmentos, que parece, provinieran de un continente lejano.
Folleto divulgatorio del proyecto de los balnearios populares, del ministerio de la Vivienda, 1971. Aporte gentileza de Tomás Torres
El derecho al descanso
La medida 29 del programa de gobierno de la UP señalaba: “Organizaremos y fomentaremos el turismo popular”. Darle la posibilidad del descanso a esos millones para quienes las palabras “veraneo” o “vacaciones” sonaban lindas pero irrealizables. La misión estuvo a cargo de la Dirección de Equipamiento Comunitario (DIPEC), dependiente del ministerio de Vivienda y Urbanismo. Sería el llamado “Plan A”, en probable alusión a la silueta que tendrían las cabañas de los conjuntos vacacionales. En su mensaje al Congreso Pleno, del 21 de mayo de 1971, el presidente Salvador Allende indicaba que, a esa fecha, ya se encontraban en funcionamiento siete de estos complejos, y que se pretendía llegar a 13 en el breve plazo. Menciona a Peñuelas (Coquimbo), Pichidangui, Tongoy, Papudo, Piedras Negras (Las Cruces) y Llallauquén (en el embalse Rapel). Entre los que se aproximaban, estaban uno en Iquique, Curanipe, Llico, Duao y Rocas de Santo Domingo. “El uso de estos establecimientos está orientado exclusivamente al uso de sectores de bajos ingresos económicos”, declaraba.
Los balnearios populares se localizaron “en las mejores playas del país, aprovechando la disponibilidad de terrenos en poder de Bienes Nacionales, o se adquirieron a particulares en conformidad con las normas vigentes a la época”, relata Miguel Lawner, arquitecto, director de la Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU) en aquellos años, y uno de los responsables de la concreción de los centros, en su informe La Demolición de un sueño, datado en diciembre 2013.
Cada villa estaba compuesta por hasta 10 bloques de cabañas, construidas con paneles prefabricados de tablas de pino, una experiencia pionera en Chile. El tiempo apremiaba. Los paneles se elaboraban en Santiago y eran cargados en camiones hasta las locaciones, donde cuadrillas de trabajadores los ensamblaban. Las cabañas eran instaladas sobre pequeños pilotes de cemento. El techo era de planchas de pizarreño. La edificación, en cada lugar, estuvo a cargo de empresas. La villa ubicada en las cercanías de la playa Marbella Norte, en Rocas de Santo Domingo (un lugar tradicionalmente usado por sectores acomodados para vacacionar) fue levantada por una cooperativa de trabajadores.
Funcionarios del ministerio de Vivienda y Urbanismo inspeccionan las instalaciones de las cabañas, en Rocas de Santo Domingo, 1971.Al medio, de corbata y camisa balnca, Renato Hernández, arquitecto y uno de los encargados de la construcción de los centros vacacionales.
Además de las cabañas, cada centro contaba con espacios colectivos. Un folleto divulgatorio de la DIPEC, en 1971, señalaba que uno de los aspectos prioritarios era “la vida comunitaria del ser humano”. Se puede leer: “Al diseñar los balnearios (se han generado) espacios de uso colectivo, bajando los costos de inversión”. Tales eran el comedor, la posta de primeros auxilios, los baños, canchas deportivas y juegos infantiles, así como los lavaderos y tendederos. El alojamiento de los centros estaría a cargo de la Dirección de Turismo.
Algunos balnearios, como Chacaya (Iquique), Pichidangui, Loncura (Quintero) y Rocas de Santo Domingo, serían gestionados por la CUT. Otros, tales como Peñuelas, Ritoque, Las Cruces y Duao, funcionarían desde la Consejería Nacional de Desarrollo Social de la Presidencia de la República. Ambas organizaciones seleccionaban a los veraneantes. En el primer caso, fueron delegaciones desde los sindicatos afiliados a la multisindical. En el segundo, grupos de pobladores pertenecientes a juntas de vecinos, comités y centros de madres. Si bien el período estival era donde se preveía la mayor afluencia de veraneantes, cada centro también estaba acondicionado para la temporada invernal. “Estábamos en la batalla de la producción, entonces era un premio para los trabajadores”, recuerda hoy Waldo Arévalo, antiguo encargado de la CUT para los balnearios. “Eran las asambleas de los sindicatos las que nominaban a los favorecidos de acuerdo a un puntaje de una pauta”, rememora.
Hacia 1973, el plan consideraba la construcción de 40 balnearios no sólo en el litoral sino en la precordillera. No existen estadísticas sobre cuántas personas gozaron de estos balnearios pero las cifras serían importantes al considerar que, al momento del golpe de Estado, había en funcionamiento 19 centros que acogían -sólo en la temporada de enero a inicios de marzo- delegaciones de 200 a 300 personas (cada balneario tenía capacidad para 500), que permanecían de 10 a 14 días.
¿La gente que veraneaba tenía conciencia que aquello era una medida del gobierno?, le pregunto a Mario Merino Arenas. Responde: “La gente veía un hecho real, no un discurso o una promesa; lo estaban viviendo y gozando”.
Bordado conmemorativo de los balnearios populares realizado por María Angélica Barrientos
Nos despertaban con La Batea
Esteban Opazo tenía 8 años cuando con su madre, María Lazcano, y toda su familia, se unieron a un centenar de vecinos de la población Villa Berlín, en el cerro Los Placeres de Valparaíso, una mañana del verano de 1972 para ser trasladados por buses de la Empresa de Transportes del Estado (ETCE) hasta la playa Peñuelas en Coquimbo.
Sería el inicio de un paseo irrepetible. “Las cabañas eran de madera, con literas. Lo único que tenía que llevar uno eran las sábanas. La ropa de cama la ponían ellos”, recuerda María Lazcano. “Nos despertaban con ‘La Batea’, desde unos altavoces”, añade refiriéndose a la clásica canción de Quilapayún.
“Me acuerdo perfectamente… Había un altillo donde estaban las literas para los hijos, y, más abajo, un sector para la cama matrimonial. La primera noche, como no sabía dónde estaba la luz, me puse a buscar el baño y no lo encontré, entonces pegué la meada en las paredes”, rememora, riéndose, Opazo. Los baños estaban en una dependencia exterior.
María Angélica Barrientos
Había tres comidas diarias: desayuno, almuerzo y comida, que eran entregadas en el comedor. Las personas hacían una fila frente a un punto de la cocina, usando bandejas plásticas similares a las del almuerzo escolar. La ropa era lavada por los mismos veraneantes en lavaderos comunes.
Curiosamente, en el barrio era mayoritaria la militancia demócrata cristiana, es decir, opuesta al gobierno de la UP. La convocatoria fue a través de la junta de vecinos. “Aquí conviven varias personas. Desde marinos hasta trabajadores. Íbamos todos mezclados”, rememora Opazo, quien continúa viviendo en la misma población. “Mi padre era opositor al gobierno de Allende, pero por ser trabajador le dio mucha importancia al gesto de las vacaciones. Él entendía que en la organización de la gente estaba el paso para ir más allá y cambiar un poco las cosas”, reflexiona.
Fantasmas
El balneario popular de Rocas de Santo Domingo sería entregado a mediados de 1971. Se le bautizaría “Villa de Turismo Social Carlos Cortés”, en homenaje al ministro fallecido poco antes.
Dos filmes sobrevivientes de dicha época dan cuenta de la experiencia. Ambos se encuentran disponibles en internet. El primero es Un Verano Feliz (1972), dirigido por Alejandro Segovia y producido por el desaparecido Departamento de Cine y TV de la CUT. Se trata de una pieza semidocumental rodada en la desaparecida Textil Progreso, situada en el Cordón Industrial Vicuña Mackenna, en Santiago, y, precisamente, en las cabañas del balneario de Rocas de Santo Domingo. El segundo filme es El derecho al descanso. Fue producido un año antes por la OIR, la Oficina de Información y Radiodifusión de la Presidencia. Al igual que el anterior, se trata de un corto promocional. Fue dirigido por Adolfo Silva quien, tras el 11 de septiembre, estuvo en isla Dawson, donde compartió reclusión, entre otros, con el arquitecto Miguel Lawner. Silva falleció a inicios de 1990, al igual que el camarógrafo Manuel Julio. De este equipo sólo queda vivo el montajista Eliseo Pedraza. El derecho al descanso posee planos de varios balnearios y debe contener el único registro de la construcción de las cabañas a cargo de obreros. Desde otro punto de vista también funcionan como fantasmas.
Fotograma de la película “El derecho al descanso”. Obreros construyen cabañas, 1971.
Pérdidas
A Peñuelas también llegaron Lorena Banda y su madre, Marta Contreras. Ella fue dos veces, una por el sindicato al que pertenecía su esposo y la segunda, por el centro de madres de uno de los sectores del barrio Gómez Carreño, en Viña del Mar. “Mi padre era profesor, así que los recursos que había en la casa no eran como para veranear”, señala Lorena Banda, quien tenía 14 años en aquel 1972.
En la charla entre madre e hija, gradualmente surgen los recuerdos. Como los vales que se entregaban para las comidas. O que el costo de todo el veraneo no superaba los 10 escudos (la moneda de aquella época) por persona. “En la mañana, nos levantábamos temprano y estaban los monitores para los niños. Había juegos, bailes, canto, dibujos… Después de almuerzo íbamos a la playa”, cuenta Lorena Banda. Su madre se emociona: “Para mi vida y la de mis hijos fue muy importante haber ido a esos paseos populares. Tuvimos alegría, así que tengo buenos recuerdos”.
En el segundo viaje, varias mujeres se restaron porque eran opositoras al gobierno. “Se perdieron la oportunidad porque hasta el día de hoy no conocen La Serena. Sus hijos hubieran tenido otra mirada ante la vida…”, señala con pesar.
Fotograma de la película “Un verano felíz”. Niños jugando en la playa Marbella Norte, en Rocas de Santo Domingo
Actor clave en la construcción de las cabañas fue Renato Hernández Orrego, arquitecto que había sido llevado al MINVU por el mismo Allende poco después de ser electo. Fue designado a cargo de la División de Planificación de Equipamiento Comunitario (DIPEC). “Las cabañas eran bien equipadas, bien terminadas”, cuenta hoy, mientras revisa algunas fotos de aquel período. En una se le ve, de 35 años, dando un discurso en la inauguración de un balneario. En otra, aparece fiscalizando las cabañas. El sitio es Rocas de Santo Domingo.
Conoció todos los centros. “Iba a terreno y veía cómo se ejecutaban las obras. Nos dedicábamos mucho al control de la construcción. Yo iba temprano a hablar con los trabajadores (de la construcción) para que no se robaran el cemento o el fierro y ellos me decían que no lo iban a hacer porque se trataba de gente que iba ir a vivir allá y si las cabañas quedaban con menos material se podían caer con un temblor”, recuerda.
Hernández es un hombre de pocas palabras pero estas adquieren un sentido concreto ante ciertas preguntas. “Me sentí como las huevas”, cuenta cuando se enteró que las FFAA se habían apoderado de las cabañas. “Ese no era el sentido que tenían. Les quitaron las cosas a los pobladores”, añade.
En 1982, Bernardo Garrido Valenzuela, entonces abogado del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, entregó a Hernández un certificado donde se declara que cumplió funciones como “Director subrogante de la División de Equipamiento Comunitario entre el 14 de Diciembre de 1970 y el 15 de Febrero de 1974”. El documento reconoce, en plena dictadura, la existencia de 16 balnearios, entre los que se cuenta el de Rocas de Santo Domingo, de “1837 metros cuadrados” con un “100% de avance”. El certificado refuta las artimañas realizadas, en años posteriores, por el ejército y las FFAA para desconocer no sólo la propiedad original de los predios sino la existencia de los balnearios.
Visita de periodistas al antiguo balneario de Puchuncaví, convertido en campo de concentración, en 1976. Al momento de la visita, las cabañas ya habían sido desocupadas de detenidos por razones políticas. Otro montaje de la dcitadura. Aporte gentileza de Tomás Torres
Antorchas en la noche
En todos los balnearios, las actividades recreativas estaban a cargo de educadores. María Angélica Barrientos fue una. Tenía 19 años y estudiaba en el Pedagógico de la sede porteña de la Universidad de Chile. Simpatizaba con el MAPU, así que se unió a los educadores de este partido político, en Piedras Negras, en Las Cruces.
El balneario de Las Cruces estaba a cargo de la Consejería Nacional de Desarrollo Social. Su énfasis era dotar al veraneo de cierto sentido. Que ciertos elementos de la historia y la vida de los pobladores pudieran ser analizados y debatidos, usando el método de la educación popular. Jorge Rojas fue supervisor de los balnearios localizados en Las Cruces, Papudo y Puchuncaví. “Teníamos una concepción de trabajo distinta a la del PC; proveníamos de otras organizaciones políticas como el MIR, el MAPU y maoístas; además, estábamos influidos por Paulo Freire”, cuenta. “La gente que iba a los balnearios iba a descansar pero también a hacer un trabajo político (…) Hay que recordar que en esa época hubo muchas tomas (de terreno). Todas tenían una historia bellísima y nadie la contaba. Era como decirle a la gente: cuenten su propia historia. Y para eso teníamos que entregarles instrumentos…”. Al centro arribó gente de Santiago, fundamentalmente. De sectores como Barrancas (hoy Pudahuel) y Cerrillos. “Había un promedio de 10 monitores, que eran apoyados por gente que estaba de paso. También hubo un coordinador general del balneario. En el segundo verano (1972) estuve tres períodos seguidos, y me terminé enfermando porque no descansé; era muy intenso”, cuenta María Angélica Barrientos.
Los talleres, de asistencia voluntaria, se realizaban en el comedor. “Las películas o las funciones de títeres eran una herramienta”, dice. “Se daban problemas sociales de las personas que se acercaban a ti: que había alcoholismo, violencia intrafamiliar… Entonces nosotros decíamos: ‘Ya, tratemos este tema, no por el caso de una sola familia sino por una situación social global’”.
María Angélica Barrientos coincide con los otros testimonios en que, pese a la diversidad política de los veraneantes, no presenció pugnas ideológicas durante el período. Sin embargo, los enfrentamientos de la época rondaban las inmediaciones. Rememora un episodio, al salir a otra de las playas de Las Cruces: “Hubo gente que quiso conocer el pueblo. Entonces partimos con guitarreros y todo a la playa principal. Cuando llegamos, algunas personas se nos acercaron y nos dijeron que por qué estábamos allí si teníamos nuestro propio lugar para vacacionar. Entramos en discusión, y fue un altercado donde se pusieron los ánimos muy tensos. Llegaron los carabineros. Nos aconsejaron que mejor nos retiráramos porque estaban efervescentes los ánimos. En la noche, comenzamos a ver antorchas, entre las dunas, no sé si para amedrentarnos. Así que establecimos un sistema de rondas, de guardias, toda la noche… Afortunadamente no pasó nada más”.
Rosa Figueroa tenía 11 años cuando veraneó con su familia, procedente del barrio de Achupallas, en Viña del Mar. También visitó Peñuelas. “Entonces era muy poco probable que la gente pudiera vacacionar”, recuerda y compara con lo que existe hoy, desde algunos municipios, para los grupos de adulto mayor (“…pero igual se paga y se llega a centros recreativos privados, en buses privados”, aclara). No obstante, su reflexión posee otros ecos: “En esa época era todo más colectivo. La gente tenía mayor participación en las organizaciones. La dictadura nos convirtió en individualistas”.
Cabañas del balneario popular de Pichidangui, en 1973. Fotografía de Mario Merino Arenas
El despojo
Tras el 11 de septiembre de 1973, todos los balnearios populares dejaron de funcionar. Uno a uno fueron ocupados por las FFAA, con el pretexto de que allí se desarrollaban escuelas de guerrilla. “Las fuerzas armadas se repartieron los Balnearios Populares como quien se reparte un botín de guerra. La Armada, por ejemplo, se apropió del situado en Puchuncaví, la Fuerza Aérea de Ritoque y el Ejército de Pichidangui, recinto que aún mantiene en su poder, destinándolo al veraneo de sus efectivos”, señala Miguel Lawner en La Demolición de un Sueño. Mediante el Decreto Ley n°12 fue disuelta la CUT y sus bienes fueron confiscados.
Como ha sido expuesto por agrupaciones de ex prisioneros, Rocas de Santo Domingo, Ritoque y Puchuncaví pasaron a ser centros de detención, tortura y muerte. La Armada rebautizó este último recinto como Melinka, en un probable intento de confundir a familiares de los detenidos. En Rocas de Santo Domingo se adiestró la DINA, la policía secreta de Augusto Pinochet. Durante décadas, el ejército usurpó de los terrenos usurpados. Muchos militares y agentes aprovecharon de vacacionar en las cabañas. Son decenas los relatos de detenidos, en penosísimas condiciones, que escuchaban risas y el aroma de asados, pues los uniformados y sus familias veraneaban metros más allá. Las imágenes de los antiguos balnearios transformados en prisiones pueden apreciarse en dibujos y pinturas de antiguos presos políticos como Adam Policzer, Carlos “Tato” Ayress y el mismo Miguel Lawner.
Como terrible contraste, María Angélica Barrientos, quien estuvo encarcelada en Tres Álamos, recuerda que allí la DINA usó como celdas cabañas como las de los balnearios, probablemente por su fácil ensamblado. Hace algunos meses, esta asistente social participó en el taller “Bordando la Memoria” en el Parque Cultural de Valparaíso, junto a decenas de mujeres que vivieron la represión política. El tema de su bordado fue la medida 29. Allí están los rostros sonrientes, los buses y las cabañas en forma de A. Además, fijó a la tela conchitas. La memoria es un tejido resistente y colectivo pero, al mismo tiempo, frágil y que requiere tesón.
Ruinas del antiguo balneario popular de Rocas de Santo Domingo, 2016
La responsabilidad
A fines del año pasado, mediante la firma de la llamada Acta de Chena IV, se estableció que el Ejército permutará 64 inmuebles al ministerio de Bienes Nacionales. Entre estos se encuentra el predio de Rocas de Santo Domingo, donde la Fundación por la Memoria de San Antonio anhela construir un Parque por la Memoria y una escuela de Derechos Humanos. “Si queremos recuperar memoria tenemos que dirigirnos a jóvenes y niños. No podemos seguir hablando a gente de nuestra edad. Para que el ‘nunca más’ sea verdadero tenemos que trabajar con los estudiantes. Si esto fue una escuela de la DINA, queremos una Escuela de Derechos Humanos”, señala Ana Becerra, presidenta de la Fundación que agrupa a antiguos prisioneros y activistas por los derechos humanos.
Otro caso de recuperación se debate en Puchuncaví, localidad costera ubicada a dos horas al norte de Valparaíso. Allí, ex presos políticos han creado la Corporación de Cultura y Memoria. “Queremos replicar lo hecho en Villa Grimaldi (siniestro centro de detención de la DINA, transformado en 1990 en Parque por la Paz, en Peñalolén, Santiago). El interés nuestro es que todo el mundo sepa lo que pasó. No queremos un sitio donde nos sigamos contando el cuento entre las mismas personas. Creemos que hay otras instancias para eso. No convertirlos en trincheras, que provoca reticencia en otras personas”, señala Miguel Montecinos, uno de los gestores.
En Puchuncaví/Melinka -exhibido como campo “modelo” por la dictadura-, pasaron cientos de prisioneros, provenientes de diversos centros de detención. Desde Santiago, Valparaíso y el sur. Hubo otros hitos también. El nacimiento de una niña, hija de una vecina del campo. Su parto fue atendido por Renato Alvarado, un médico en cautiverio. La niña fue bautizada como Francisca Melinka. En 1975, 96 prisioneros llevaron a cabo la primera huelga de hambre contra la dictadura para denunciar el montaje sobre el paradero de 119 militantes muertos en la luego conocida como Operación Colombo.
Rodrigo del Villar, miembro de Cultura y Memoria de Puchuncaví, señala: “Uno tiene una responsabilidad. El hecho de haber vivido esa experiencia, con compañeros asesinados o hechos mierda por la tortura, te deja algo: es importante que no se olvide”.
*Foto de portada: María Lazcano y Esteban Opazo – Enlace a “Un Verano Feliz (https://www.youtube.com/watch?