Variaciones más allá de Walsh y Capote
Flavio Zalazar/El Furgón – Parece inaudito. Las proyecciones sobre Rodolfo Walsh y Truman Capote hablan de personas marcadas o predestinadas (en especial el argentino). Una visión aristocrática -individualizar para ignorar el propósito colectivo- participa con la iconografía de la militancia popular que aspira a un mundo más apto. Un peligro subyace tras las figuras escindidas: el vaciamiento de su contestación. Allí, en esa dimensión, cualquier venal los recupera y escupe a la memoria reunida. Pero que lo infecto no nos caiga en los ojos. Máxime en el mes de marzo.
Tanto Walsh como Capote salvaron en sus escritos primordiales algo que había despreciado la “alta cultura” o por lo menos no lo había asumido: la crisis de la verosimilitud. El argentino acercando la palabra al acto; el norteamericano innovando dentro de ella. Operación masacre y A sangre fría son sus muestras acabadas. No las únicas.
Literatura, medios y periodismo
A mediados del siglo anterior la literatura parecía estar en quiebra en lo que se refería a su definición como ficción, pero asistió al resurgimiento de una de sus líneas básicas: el discurso narrativo. No fue casualidad, ni un anomalía endógena; hacía más de cincuenta años se había consolidado el fenómeno de la comunicación masiva, la prensa escrita en particular.
La empresa periodística occidental (la norteamericana es señera) estableció en su destilación de la realidad dos zonas. La primera y de mayor influencia por esos años fue la de informar (selección de noticias y juicios sobre la situación). La segunda ocupaba imprecisos procesos centrados en la elaboración de experiencias substitutas a modo de paliativo hacia las clases populares, su soporte era el artículo o “la historia de vida”. En las formas pueden encontrarse identificaciones y “una mínima conciencia frente al sistema” (Gramsci). Un nicho despreciado por las “bellas letras” que los autores populares atarearon desde la práctica periodística hasta la consumación del libro. Aunque pocos, es el caso de estos escritores y sus obras, lograron revolucionar el espacio periodístico trasvasando el mismo a la imposición de un género en la cultura misma. Indispensables.
Operación masacre (1957)
“Hay un fusilado que vive”. Este oxímoron puso en marcha la obra, y su elaboración transformó al autor. Rodolfo Walsh un librepensador relativo, formado por una generación de intelectuales conservadores (Leonardo Castellani, Julio Irazusta, Ignacio Anzoátegui), cultor del policial deductivo inglés (Chesterton convenía a sus lectura); entrevió, por esos tiempos, la veta de articulista en varias revistas semanales. El microensayo, las biografías de hombres de negocios o actores (medallones al estilo de Vida de muertos de Anzoátegui) fueron su modo en el negocio editorial, además de las traducciones. Pero el reportaje encarnó la revolución, su propia revolución.
A través de la entrevista, molde lábil con en el que se erige el libro, Walsh pudo desarrollar técnicas de documentación, de acercamiento a la opinión del hombre de la calle, de descripción; y le sirvió, además, a los propósitos funcionales dada la precariedad de las publicaciones en las que frecuentaba dentro de la industria periodística local.
El encuentro con Juan Carlos Livraga, sobreviviente de los fusilamientos clandestinos, marcó el comienzo de un género, es decir, de una técnica. El reportaje condensa las experiencias a la vez que expande las tribulaciones. El periodista no deja un solo extremo sin atar. Al racionalismo, propio de una investigación, le sucede una escena emotiva. En el mismo cuadro retórico conviven la objetividad de la documentación oficial y la empatía hacia los militantes. Un recurso, el de Walsh, probatorio que la Ley Marcial se había aplicado en forma retroactiva y utilizada con la población civil objeto de venganza.
El revolucionario imprime la idea; el racionalista su método. En el escritor son las caras de una misma moneda. Del periodismo tomó elementos de la cultura popular (perfiles, historias de vida) poniéndolos al servicio de la investigación y la difusión masiva. Operación masacre fue su gran demostración; la revelación de un proceso escriturario que impactó en el complejo social y transformó al propio autor.
A sangre fría (1966)
“Si una idea no deja de acosarte, no te abandonará durante años”, le dijo Truman Capote a un reportero una semana después de haber terminado el libro. Luego de leer la noticia sobre el asesinato de una familia en un condado de Kansas, el escritor no fue el mismo. El recuerdo no dejó de resonar nunca en su cabeza, lo comentaba “como el eco de las cuevas de Marabar en Pasaje a la India de E. M. Forster”. Su estilo depurado en dosis de fantasía y nostalgia murió junto a la familia Clutter; en la práctica estalló. Con los ajusticiados juntó los pedazos.
De pasado ilustrador y archivista en The New Yorker, Capote entendía la industria editorial. A la noticia en estado puro del crimen en un lugar perdido del país la expande, pero cuidando los rasgos del discurso informativo: su rápida interpretación. Para ello se valió del estándar gramatical, su anclaje periodístico; y el arbitrio literario, una cuidada elaboración de retratos (seres ciertos) además de cuadros de ambientes. Una implosión en la institución llamada Literatura.
El texto muestra un estilo adecuado a su intención de objetividad (párrafos cortos, escasa adjetivación, conceptos precisos), aún las imágenes vivas de explícita carnadura se detallan con rigor. La actitud crítica del autor tañe en visibilizar la violencia además de impugnar el sueño americano de igualdad de oportunidades. No opina ni compadece; mucho menos ignora.
Las representaciones informativas serán en A sangre fría renovación del viejo saber, recuperación de innovaciones desde adentro de él. Un ejercicio de la imaginación en pos de reflejar la realidad. Capote así lo quiso.
Lo imprescindible
Tanto Operación masacre como A sangre fría dan cuentan de una nueva manera de percibir la situación y recrearla hacia la percepción del lector; instancia de construcción social cuyo eje resulta el texto. Sus autores lo forjan apropiándose de un código que operaba con formas marginadas por la “alta cultura”.
Walsh, un lobo estepario, utilizó el reportaje en clave de acceso directo a la denuncia de un Estado criminal. Años después, Capote, envuelto en su halo de escritor burgués, tomó el mismo proceder como testimonio de la exclusión y el crimen.
El legado trasciende los nombres y hasta el martirologio. Ellos ofrecieron un instrumento retórico, un método. Y es lo que la efeméride se empeña en ocultar; para vaciar.
*Ilustración de Rodolfo Walsh: Julio Ibarra