Roger Waters y los tigres de la guerra
Ramiro Montero/El Furgón – Eric Fletcher Waters nació en Copley, Inglaterra, en 1914. Su padre, en cambio, murió en 1916, tras una vida de trabajo en las minas de carbón del condado de Durham, cuando apenas superaba los 26 años. Luego de una beca universitaria, Eric decidió ser maestro de escuela. En el oficio conoció a otra docente, Mary D. White, con quien se casó en 1941 y tuvo a sus dos hijos: John Duncan y George Roger.
Formó parte del Laborismo inglés, hasta que en 1939 se unió al joven Partido Comunista de Gran Bretaña. De raíces católicas, también era un acérrimo pacifista que veía en las armas una amenaza antes que una respuesta. Así, quedó exento del servicio militar por ser “objetor de conciencia”, una figura existente en ciertos países que permite zafar del enrolamiento por motivos religiosos o éticos. Durante los inicios de la Segunda Guerra, entonces, Eric Waters empezó manejando una ambulancia.
Sin embargo, las lecturas cotidianas sobre la guerra y el avance de los nazis en Europa lo obligaron a replantear su postura. Aborrecía de la violencia, claro, pero sentía que no podía mantenerse impávido ante la amenaza cada vez más cercana del fascismo. Intentando resolver sus contradicciones, decidió finalmente alistarse en el ejército.
En 1944 desembarcó en Italia como Teniente Segundo de la Compañía “Z” del Octavo Batallón de los Royal Fusiliers y como parte de la Operación “Shingle”: el objetivo era Roma. Se esperaba que, ante la incursión aliada, los fascistas se replegaran hacia el norte, pero en vez de eso ofrecieron una encarnizada resistencia. Las tropas del Eje incluso lanzaron un contraataque que prácticamente barrió con las primeras líneas. El 18 de febrero, por la madrugada, los hombres de la Compañía comenzaron a oír el rumor cada vez más cercano de los tanques Panzer IV, apodados “Tigres”. Se comunicaron con el Alto Mando, pidieron refuerzos o autorización para retroceder, pero la orden fue clara: mantener la posición. No porque se pudiera vencer a los alemanes, sino para ganar tiempo. Para ralentizar el avance enemigo. Para entorpecer el paso firme de los “Tigres” en el campo. A las cuatro de la mañana, Erik Waters y el resto de los prescindibles soldados de la Compañía “Z” recibieron el ataque.
Tiempo más tarde, Mary Waters recibió una carta, prolija y membretada, como tantas otras que había firmado el rey tartamudo Jorge VI. En ella estaba inscripto el nombre de su marido, el maestro ambulanciero, el comunista católico, el pacifista que decidió tomar las armas, con la sola precisión que otorgaban las siglas “KIA” (“muerto en acción”). Y mientras la mujer repasaba incrédula las letras ornamentadas de aquella carta, el pequeño Roger, de seis meses de edad, dormía en una cuna alejada y soñaba, como pocas veces volvería a ocurrirle, con cosas que no fueran los tigres de la guerra.