Osvaldo Bayer: El maestro que jamás aprendió la lección
Marcelo Valko/El Furgón* –
Cuando en el invierno de 1963 Osvaldo Bayer es invitado a dar una charla en el pueblo de Rauch, no tiene mejor idea que hablar sobre las nefastas andanzas del coronel prusiano Federico Rauch, que había sido contratado por Bernardino Rivadavia para “exterminar a la raza carnicera de los ranqueles”, un militar que se vanagloriaba de informar al gobierno episodios como el siguiente: “hoy para ahorrar balas hemos degollado 27 ranqueles”. Aquella fría noche invernal y con la sala del teatro no muy llena, nadie sabía, ni siquiera el mismo Osvaldo, que estaba incursionando en un camino que no abandonaría nunca. Todavía no había publicado La Patagonia Rebelde, lo conocía muy poca gente y fueron escasos los curiosos que asistieron a la conferencia. A poco de comenzar, el público estaba atónito escuchando cómo ese hombre de voz pausada defenestraba al ilustre prócer europeo que había combatido a las órdenes de Napoleón y que le brindaba nombre al pueblo. Es muy gracioso escucharlo a Bayer relatar el episodio. Cuenta que al final de la conferencia apenas quedaban dos viejitos, los demás al advertir la temática habían comenzado a retirarse paulatinamente. Entre los que abandonaban la sala, había una sensación que rondaba entre el desconcierto y la indignación. Los dos viejitos estaban sentados en la primera fila, frente al orador, y por pudor no se atrevieron a sumarse a la retirada de sus vecinos. Al finalizar, Osvaldo cuenta que los viejitos más que aplaudir hicieron ademán de hacerlo juntando las palmas, pero sin proferir sonido alguno. Se levantaron, le sonrieron de compromiso y salieron presurosos para que nadie los viera confraternizando junto a ese hereje que había venido a “insultar la memoria de Rauch”. En el teatro, helado y vacío, Bayer se quedó solo, como tantas veces le ocurrió en su vida, acompañado únicamente por sus convicciones para construir un mundo fraterno, y las miradas un tanto insolentes del acomodador y las sonrisitas maliciosas del empleado de ventanilla.
El que parece que no sonrió para nada fue el ministro del Interior de facto del dictador de turno; en ese entonces, la sortija le correspondía a los que habían volteado a Frondizi y creado el efímero gobierno títere del radical José María Guido, que les permitió hacer y deshacer a su antojo. Cuando el ministro se enteró de que ese anarquista de ojos y mirada clara había vilipendiado a Rauch, decidió actuar en consecuencia y meterlo en prisión como Dios manda. El general Juan Enrique Rauch era bisnieto del mercenario rivadaviano y estaba más que orgulloso de su apellido y linaje. Llevaron a Bayer al Cuartel Central de Policía, lo alojaron con presos comunes y dos días después le comunicaron que lo mandarían al penal de mujeres de Riobamba. Bayer preguntó con indignación “¿por qué al de mujeres?”; a lo que el oficial respondió: “porque no merece estar con los hombres”. Cuando refiere este episodio, Osvaldo señala invariablemente: “no me pidan detalles… pero no la pasé mal”.
A esta altura de los acontecimientos y la vida de sus joviales 85 años, demuestra que no aprendió la lección que le impartió el ministro dictatorial.
Retomando aquella conferencia sobre Rauch, muchos suponen que allí podríamos encontrar el momento en que Osvaldo comienza a ocuparse del tema del genocidio indígena, del siniestro destino dado a los prisioneros de la Campaña al Desierto y de la escandalosa usurpación de tierras de los voraces terratenientes. Sin embargo, no es así. Existe un episodio anterior. En 1958 fundó en Esquel un periódico llamado La Chispa, que esgrimía un lema que calza a la perfección con su figura: “Contra el latifundio, contra la injusticia y contra el hambre” o, como me confesó más de una vez: “contra todo”. Desde sus páginas comenzó a defender a las comunidades mapuches víctimas de los explotadores de toda calaña. Como es de suponer, el chispero Bayer no duró mucho tiempo al frente de su diario: esta vez fue la Gendarmería quien lo detuvo y, tras pasar unos días en el calabozo jugando al ajedrez con el comisario, de pronto lo conminaron a abandonar el sur en 24 horas. Pero este Maestro nunca aprendió gran cosa de los cancerberos del poder “y siguió en la joda”. Por eso durante el gobierno peronista de Isabelita, en 1975 la Triple A lo amenazó para que abandonara el país en 48 horas. Se fue dejando sus cosas, sus libros, su amado país; pero se llevó a su querida familia a cuestas: la abnegada Marlies y cuatro hijos adolescentes. Se instaló en Berlín, en el barrio de Kreuzberg, en un edificio modesto que conocí el año pasado cuando viajé allí con el mandato de GUIAS (Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social) para recuperar el cráneo de la indígena guayaky Damiana/Krygy. Hoy el edificio luce hermoso, pero en ese entonces, 1975, todavía mostraba contundentes cicatrices de la guerra. De hecho los frentes de ese departamento de cuatro pisos estaban salpicados por los disparos de los combates casa por casa.
El resto ya es más conocido: tras la recuperación de la democracia, regresó al país. A partir de ese momento, ya con la visibilidad pública de su nombre, emprendió la reivindicación indígena en la forma militante tal como lo conocemos en la actualidad: un combate contra lo que representa el general Roca, en el que logró el apoyo de numerosos ciudadanos, indígenas y no indígenas, ya que esta es una gesta de bien nacidos y no de color de piel.
Bayer se acercó a la cruda realidad que representa el genocidio indígena realizado por los prohombres que desfilaron en las páginas de Anteojito cuando nadie incursionaba en ella y cuando todavía los primeros referentes indígenas como Eulogio Frites –quien comenzó como secretario de Jerónimo Maliqueo– recién comenzaban a asumir la magnitud de la autoconstrucción de saberse originarios desnudos en una tierra tan rica. Y Bayer, ese eterno libertario como lo denominó Ferrer, asumió la tarea. Una cuestión que la casi totalidad de nuestros intelectuales ignoraron de plano con las honrosas excepciones de Rodolfo Kusch, David Viñas, Alberto Rex González, Guillermo Magrassi y Carlos Martínez Sarasola. Al establishmet académico desde los tiempos de Francisco “per(r)ito” Moreno que convirtió su museo en un campo de concentración, siempre le resultó rentable el indio de vitrina, ese indio carente de voz, que se desguaza, se arma a piacere, se deposita en el estante, se lo rotula y allí queda para que se cubra con el tendencioso polvo del aburrimiento de la Historia Oficial; esa obra maestra de la oligarquía, tal como nos alertó Hernández Arregui.
Bayer, al contrario, ofrece una mirada sensible que denuncia y que siempre tiene como referente a la persona. Una mirada que desnuda a los cómplices, que desarma a tanto imbécil timorato que, enmascarándose tras una visión objetiva y sosegada, justifica lo injustificable con el latiguillo de que los que cometieron algún “error u exceso” lo hicieron porque “eran hombres de su tiempo”. Jorge Videla y Rodolfo Walsh también son hombres de su tiempo y sus pensamientos no pueden ser más opuestos. Lo que cuenta no es ese latiguillo salvador, sino la ética que es una sola.
Bayer comenzó a explicitar la necesidad de reconocer a los pueblos originarios con esa tenacidad que tal vez provenga de sus abuelos que emigraron del Tirol y que en nuestro suelo se vistió de utopía. Desde el anarquismo socialista que profesa comprendió muy pronto que la búsqueda de dignidad de los peones patagónicos fusilados por centenares por designio de los terratenientes ingleses y sus testaferros cipayos y subordinados políticos y militares, era la misma búsqueda de justicia elemental que padecen y reclaman los pueblos originarios, lo que constató en carne propia cuando estuvo en Esquel.
Como tantos de nosotros, me enriquecí con el rigor de sus libros y artículos periodísticos y aprendí a quererlo al asistir a sus conferencias, pero nunca había hablado con Osvaldo. ¿Qué podría decirle alguien como yo a alguien como él? Al final de sus charlas, observaba cómo era rodeado por el cariño de la gente que le daba la mano, le pedía autógrafos o le solicitaba posar para una foto; requerimientos a los que Bayer accedía con una enorme cordialidad y una simpatía militante que muchos intelectuales que trabajan de divos deberían imitar. Recién lo hice a mediados de 2006, cuando le pedí el prólogo para la primera edición de Los Indios Invisibles del Malón de la Paz y me recibió tan entusiasta que aún hoy me cuesta creerlo. Luego tuve la fortuna de compartir con él distintas conferencias, pero sobre todo fueron las veladas tanto en El Tugurio como en ese otro tugurio más modesto que es mi casa donde conocí en profundidad esa otra faceta íntima de este generoso pensador y pude advertir que percibe como una misma lucha la entablada por los obreros de las fábricas recuperadas, al juicio y castigo a los delincuentes del Proceso de 1976 como a las justas reivindicaciones de la dignidad de los pueblos originarios.
Osvaldo Bayer es el ejemplo de vida de un intelectual íntegro que en medio de tantos “progresistas” especializados en realizar malabares posibilistas y volteretas ideológicas, nunca claudicó de sus ideales libertarios. La modestia de la casa que habita es una prueba cabal e incontrastable. Posee ese enorme mérito al que aludió Bertolt Brecht cuando se refirió a los hombres imprescindibles que luchan toda la vida. Ese humanista de barba blanca que ya arrastra los pies al caminar, de mirar risueño, que en un bar comienza a leer el menú desde atrás, donde están las bebidas y que se burla de su vejez es nuestro querido Maestro. Un Maestro imprescindible que nunca aprendió la lección de los disciplinadores de turno.
*Artículo publicado originalmente en la edición Nº 108 de la revista Sudestada, mayo 2012.
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