Fantasmas
Germán Duschatzky*/El Furgón – Abramos la puerta, te digo que no hay nadie -susurró Hilda, mientras Guillermo intentaba escuchar si se delataba aquello que él creía: alguien estaba cortando las flores del jardín.
Los tijeretazos que escuchaba, o imaginaba, le cercenaban la valentía.
Te tiemblan las piernas -observó Hilda, que no quería burlarse aunque le resultaba desopilante su cobardía.
Él imaginaba -siempre había creído- que las flores de su jardín alimentarían la envidia de los vecinos sin patio o sin amor, y que, algún día, esa envidia sería el impulso para una cruel venganza. Ella no creía que nadie fuera a podar sus plantas.
Guillermo no podía hablar, permanecía en estado de alerta. Hilda lo tomó del brazo y abrió la puerta. Salió al patio con decisión. Aunque le costó vencer los horrores, Guillermo se dejó arrastrar tras ella.
No había nadie en el patio, el sol brillaba en el cielo azul y las flores estaban intactas. Una brisa los rozó.
La puerta que dejaron atrás se cerró con estruendo. Ambos quedaron petrificados. Hilda lo inquirió a Guillermo sin obtener respuesta. Estamos sugestionados -dijo ella. Él, vuelto en sí, asintió, tomó la iniciativa, abrió la puerta y se metió en la casa.
Adentro nada había perturbado la paz del hogar. Mientras él pasó por el cuarto para colocar el señalador en el libro que había dejado boca abajo sobre la cama, ella enfiló para el baño. En la sala, el gato no quitaba los ojos de la puerta cerrada del baño. Hilda, impresionada por la fijeza con la que el gato se enfocaba, no consiguió abrirla. Disimuló su perturbación para no aumentar los temores de Guillermo, pero él, al salir del cuarto, no tardó en reparar en que el gato no movía un pelo, no los miraba a ellos, no le importaba el jilguero que cantaba agarrado a la reja de la ventana. Al gato sólo le importaba la puerta del baño. Una gota rítmica percutía desde dentro, interrumpiendo el silencio que reinaba en la casa. Otra vez se encimaron contra la puerta. El gato se sumó a las personas. Guillermo tomó el picaporte, buscó el valor que necesitaba en los ojos de la menuda Hilda y empujó la puerta con sigilo. El gato espiaba con el cuello estirado entre las piernas de él, Hilda buscó que el reflejo en el espejo le mostrara la profundidad del baño desierto. El gato subió a la pileta y lamió restos de agua salpicados sobre la cerámica azul.
Voy a hacer un té de melisa -dijo Guillermo, y se fue a la cocina.
La luz del día se deformaba en la ventana esmerilada, la pava no tardó en hervir, las hojas frescas flotaban y se balanceaban sobre las burbujas. Apagó el fuego y sirvió dos tazas. Volvió a la sala. Ni Hilda ni el gato estaban donde él esperaba.
Estremecido, fue hasta el patio. La puerta estaba entreabierta, salió y cayó presa del horror que le entraba por los ojos: todas las flores estaban en el suelo; los gladiolos mezclados con las azaleas y hortensias, pisoteadas, víctimas de un acto vil.
Mucho más le espantaba que no estuvieran Hilda y el gato. Regresó a la sala, apoyó las tazas en la mesa. La puerta del patio volvió a cerrarse y esta vez el estruendo pareció mayor. Abismado, temía lo inimaginable e indecible y no podía contener el temblor de su cuerpo.
Desde el baño se oyó la descarga en el inodoro. Se abrió la puerta. Hilda y el gato salieron, indiferentes. Guillermo, recuperado en cierta medida, dijo que alguien había cortado y pisoteado todas las flores del jardín.
¿También la bromelia? -quiso saber Hilda.
La bromelia murió hace meses -respondió él, sin paciencia para la misericordia.
Ella encaró con angustia hacia el patio, empujó la puerta con fuerza pero no cedió. Guillermo la encaró con el hombro como ariete y, tras rebotar dos veces, pudo abrirla. El gato los miraba con los ojos desorbitados. Salieron al patio, donde las flores aplastadas enchastraban el suelo gris. Observaron sin decirse nada. Se abrazaron para darse ánimo y volver a la sala. El té se enfriaba sobre la mesa. El jilguero no se escuchaba más.
Un viento sostenido y fuerte empezó a sacudir las copas de los árboles afuera y silbar entre los burletes gastados de las ventanas. El mundo los intimidaba. Se asomaron a espiar, tal vez ya nada pudiera protegerlos. El cielo se había cubierto de gris oscuro. Las hojas de los árboles comenzaron a soltarse de las ramas y volar, amarillas, dibujando parábolas. No se veían flores que no estuvieran marchitas.
Calma -dijo Hilda y lo abrazó-, es sólo el otoño.
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