viernes, diciembre 13, 2024
Ficciones

Precipitaciones

Germán Duschatzky*/El Furgón – Bajé con cautela las últimas piedras antes del abismo. Sentí la bruma fresca en mi cuerpo sudoroso. Di un paso minúsculo hasta que agoté el suelo, respiré profundo y me precipité al vacío. El tiempo detenido me dejó caer, recto, constante hacia al agua, como una gota, a confundirme, tal vez para siempre si ese instante fuera eterno, en el río, el agua que corre y al mismo tiempo permanece, sin ser nunca igual, en su fluir constante.

El agua helada del manantial de la montaña reconfortó a mi cuerpo caliente. Tardé unos segundos en andar de vuelta el camino a la superficie. Me asomé sonriente, me llené la boca de aire y no te vi. Apuré las brazadas hasta la orilla, trepé las rocas, te busqué. No te vi.

Por un instante me sentí feliz al buscarte. Pero pronto el agua fresca del río se escurrió de mi cuerpo y volví a sentir. Aunque el chapuzón no despejó a mi mente atormentada, pude darme cuenta: no estás, nunca viniste.

Anduve montaña abajo distraído en el ejercicio de brincar por las piedras. Al poco tiempo me abordó un trueno cercano y grave que pareció sacudir los árboles y dar nacimiento al viento, breve preludio del temporal.

pareja-bajo-la-lluvia-2Corrí a los saltos entre ramas y piedras. El camino hecho barro por la lluvia es una dificultad, preferiría evitarla. El río, crecido por la lluvia en la cima de la montaña, con la cabeza de agua que inaugura con prepotencia el curso ampliado, es un peligro mítico al que nunca, hasta ahora, me tocó sobrevivir.

La lluvia empezó con gotas finas a las que el viento arrastró hacia recorridos horizontales. El cielo se puso oscuro, como la tarde en que nos abrazamos por primera vez.

¿Te acordás, amor mío? Éramos dos harapientos empapados en la plaza 25 de Mayo, frente a la Iglesia de la Merced. Yo te vi correr hacia mí, o hasta bajo el techo del mismo kiosquito que me cubría a mí. Te pusiste tan cerca que te sentí temblar. Entonces, más tentado que serivicial, te abracé de a poquito hasta apretarte contra mi pecho, que mal disimulaba el aire, el ímpetu, las ganas de llevarte para mi pieza.

Vos no quisiste, me dijiste que te esperaban en tu casa. Me imaginé a tu mamá, con el repasador entre las manos y un vestido de flores cubierto por el delantal rosado, mirando por la ventana con impaciencia porque la nena no llegaba y había tormenta. Te acompaño, te dije. No hace falta. Te escurriste de mi abrazo y corriste para cruzar la avenida. A qué peligro inútil te expusiste, en tempestades así los coches no frenan bien.

Me resbalé y caí de culo contra una piedra mohosa y chata. Me levanté sin revolcarme y proseguí la huída. Las gotas se hacían más gruesas, el viento estaba calmo. El agua que llovía era fresca y se mezcló con mis propias gotas. Llegué al pie de un árbol enraizado sobre una roca inmensa. Me senté a descansar, con precario reparo pero ávido de pensar en vos.

Tres días después te volví a ver en el centro. Estabas del brazo de un hombre mayor. Muy mayor. Debía ser tu papá, pensé. Me atravesé en su camino haciéndome el distraído. Me miraste y corriste la vista hacia el suelo, tímida y esquiva. El hombre algo percibió, porque me clavó los ojos grises, parecidos a las piedras del granizo que se desató la noche en que no pude dormir pensando en vos. Él te apretó el brazo, te atrajo hacia su cuerpo y, frente a mí, te habló al oído algo que te hizo sonrojar. El sol se ponía por detrás de ustedes y recortó la silueta de los cuerpos juntos que estrecharon el abrazo y se besaron. Mi mente volcó en un hoyo. Me escapé ciego por las calles del centro hasta que, mal que mal, logré apartar del pensamiento la imagen de tu cuerpo, mi amor, en los brazos de ese hombre, parásito en nuestro encuentro eterno, infame invasor de mis ilusiones.

Siento frío. El árbol mal me cubre, el agua fluye por su hojas y sus ramas, las gotas engordan antes de caer y son piedras que me hielan el cuerpo mientras mi mente padece la fiebre de estos recuerdos nuestros. Quisiera hacerlos tuyos, querida mía, y que nunca más vengan conmigo porque sólo saben atormentarme.

moscu-rayos

Aquella mañana en Moscú, cuando anduvimos del brazo por Balshaia Palianka hasta el río Moscvá, primero de enero, bajo una tormenta de nieve que sacó a todos los moscovitas de la calle, que pintó de blanco no sólo al suelo, también a ese río helado, a los autos, a los toldos y a nuestras cabezas cubiertas por gorros mullidos. Aquella tarde no pude acariciarte. Los guantes gigantes que se usan en aquél invierno inhumano distan de ser el terciopelo cálido con el que te amé aquél instante en la Plaza 25 de Mayo, frente a la Iglesia de la Merced. Esta vez no pude. Íbamos del brazo, hablando de la arquitectura rusa, del arte ruso, de Tchaikovsky, de Gorki, de Gogol, de Dostoievski, de los panetones de Las Violetas, de vos.

Nos detuvimos en el puente que lleva al Kremlin. Si bien nuestros brazos no se soltaban, nada parecía candoroso entre nosotros. Sentí esa seguridad, amor, que da el frío. Miramos el chato blanco extendido hasta el horizonte del río congelado. Me acordé de mi casa, del calor de Corrientes, qué ganas de tomar tereré frente al río. Frente al río. Estábamos en silencio, te asomaste a la baranda para ver si, al pasar por debajo del puente, el agua también estaba helada y cubierta de blanco. Aproveché, te dí un impulso imperceptible y, en la soledad de la mañana del primero de enero, te hice caer.

Ya no siento frío. El sol se abrió camino raudo entre las nubes. Pronto, el agua caída durante la tormenta se hace vapor y la selva resplandece húmeda y caliente. Sudo sentado, me pongo en pie. Pienso en vos, reemprendo el camino con cuidado de no patinar en el barro tibio. No me di cuenta, porque las aguas se mezclaron y cada uno destaca lo que le parece, pero hace un rato que estoy llorando. No es un chaparrón, es garúa fina en mis pómulos que ya estaban húmedos. Amor, me gustaría que estuvieses aquí para secarlos, o para enjugarlos con tus besos.

Qué tormentosa es la soledad con anhelos. Si hubiese llorado en Moscú, tal vez mis lágrimas congeladas habrían quebrado sin remedio mis ojos desdichados que nunca más te vieron. Aunque no podría haber pasado, nunca estuve en Moscú.

*https://morticio.wordpress.com/