Nocturno con variaciones
A Fran Estrach
Juan Bautista Duizeide/El Furgón – Terminada su guardia, prefirió -aunque le costara perder la cena- quedarse ahí arriba en el puente con Pino, el tercer piloto. No quería saber nada con aguantarse en el comedor a los viejos. Pino -apenas unos años mayor que él- ha tenido hasta ahora el tacto de no preguntarle nada. Desde que cambiaron consignas y datos como rumbo y dirección del viento y la corriente, no han vuelto a cruzar una sola palabra. Mejor así. Esas llamadas telefónicas a través de las estaciones costeras, que al principio de su embarco en el Capitán Constante eran algo de todos los días, y ahora hace como una semana que no, son cosa suya y de nadie más.
Ya se hizo noche cerrada. Encaprichados o rotos los dos radares, navegan a ciegas o casi. Lo único que funciona de todo el instrumental son las luces del tablero. Alcanzan apenas a salpicar con su fulgor tenue a quien se les acerque. Despreocupado o fatalista, Pino sopla un Selmer que alguna vez le compró usado, en un pirigundín de Quequén, a un contramaestre mulato que había cambiado todos los mares del mundo por una botella de vino, puntual, a cada atardecer. Sopla y sopla por la boquilla de ese saxo como si no avanzaran, a dieciocho nudos, por una oscuridad de la cual puede surgir, en cualquier momento, otro barco de vuelta encontrada. Como si no transportaran miles de metros cúbicos de petróleo crudo. Ya se ha vuelto una costumbre suya hacer eso cuando remontan la costa patagónica tras cargar en Bahía San Sebastián, en el extremo noreste de Tierra del Fuego. Parece mentira, pero el Capitán Gonzaga, siempre atento a peligros imaginarios, potenciales o concretos, tolera esa extravagancia sin decir nada.
Toda máquina adelante, con rumbo norte, viento del ESE y timón en automático, sienten bajo los pies el poder antiguo y siempre nuevo del mar. Mientras él piensa y piensa, Pino se dedica a sacar algo que suene lo más parecido posible -y a la vez lo más distinto posible- a All the things you are. El marinero de guardia, fija la vista en lo negro, con la portátil incrustada en una oreja, combate su desarraigo a puro chamamé. Cada cual encerrado en su música como él en su silencio. Cada cual en su noche.
No aguanta más y sale al frío. El cielo sin luna está borracho de estrellas. Admirándolo, se queda clavado en el alerón de estribor. Mira adelante, arriba, atrás, alrededor. Como si se tratara de uno de esos juegos de infancia consistentes en seguir una línea de puntos, hasta que una forma oculta se revele, reconoce los dibujos de Lupus, Centaurus, Crux, Argo. Ausentes y presentes al mismo tiempo. Y también el de su constelación favorita: Orión, la de las Tres Marías. Se queda mirándola. Mirándola.
Hasta que de algún modo súbito, inesperado, como si un rayo hubiera abierto de repente el cielo para mostrarle algún escollo a proa, comprende o cree que comprende: la tormenta es el orden del mundo.
Temblando de frío vuelve para la timonera.
Lo golpea la música.
A punto de llorar, con vergüenza de llorar por más que nadie pueda verlo, imposta la voz -quiere parecer más grande, menos desamparado-, y le dice al flaco Pino:
-¿Te diste cuenta? Somos como embajadores en la nada.
El flaco para de tocar, aparta el saxo tenor de su boca, dirige la mirada hacia esa sombra en la sombra que es él, respira hondo, y le contesta:
-Embajadores de la nada, querrás decir.
Después, vuelve a ubicar la boquilla entre sus labios, se acomoda, y sigue. Ahora intenta tocar algo que suene lo más parecido posible -y a la vez lo más distinto posible- a Everything happens to me.
Una cubierta abajo, insomne en su camarote, Gonzaga escucha. Y quizás, aprueba.