Jazz, racismo y rebeldía: Esa fruta extraña…
“Cuando un músico negro toma su instrumento y empieza a soplar, improvisa, crea; sale de su interior. Es su alma. El jazz es el único espacio de Estados Unidos en el que el hombre negro puede crear libremente”
Malcolm X, 1964
Hugo Montero/El Furgón – Mientras en Estados Unidos el nuevo presidente electo asegura que va a perseguir a las minorías, estas historias vinculadas a la resistencia contra la segregación protagonizadas por grandes del jazz se vuelve más vigente.
Extraña y amarga cosecha
Las luces se apagan. Los mozos dejan de atender las mesas y se acomodan en un rincón. Todo está preparado. Sobre el escenario, apenas una luz seguidora. Y ella apoyada contra el piano, con los ojos cerrados. Todo es silencio cuando se escuchan los primeros acordes. El piano empieza, la trompeta lo sigue. La canción, apenas tres minutos. La voz de Billie Holiday, que irrumpe con una belleza conmovedora: “De los árboles del sur brota una fruta extraña/ Sangre en las hojas y sangre en la raíz/ Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña/ Extraña fruta cuelga de los álamos/ Escena pastoral del gallardo sur/ Los ojos saltones y la boca torcida/ Aroma a magnolias, dulce y fresco/ y el repentino olor a carne quemada/ Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos/ Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire,/ para que el sol la pudra, para que el árbol la deje caer/ Aquí hay una extraña y amarga cosecha”.
Cuando la voz de Holiday se apaga, el Café Society neoyorquino queda a oscuras. Nadie aplaude. Las luces regresan al rato pero ella ya no está en el escenario. Los parroquianos, blancos casi todos, se miran entre sí sin terminan de comprender qué deben hacer. Algunos, por convención, aplauden aquella magnífica interpretación. “Fruta extraña” es el nombre de esa canción terrible y hermosa. Quizá jamás en su vida hayan participado de un linchamiento, pero seguro que vieron la imagen de un negro ahorcado en un álamo, o quemado por la rabia enferma y racista de una turba enardecida. La imagen los conmueve, pero la situación los incomoda. Ese es el efecto que persigue la cantante con toda aquella puesta en escena, con esa canción, con esa imagen de un negro ahorcado meciéndose en brazos de la brisa del sur. Que los espectadores queden desnudos ante sus miserias, como con justeza definía Mal Waldron, el pianista que acompañó a la cantante en sus últimos años: “Era como si embarrara la nariz de la gente con su propia mierda”.
¿Puede una canción –y una hermosa voz– condensar en apenas tres minutos una historia de esclavitud, una vida de racismo y persecución, una identidad marcada por el odio y la rabia contenida? ¿Puede una melodía explicar mejor que cien libros de historia el pasado de un país enfermo de racismo, o describir mejor que un centenar de ensayos académicos lo que significa respirar la segregación, padecer el apartheid, soportar la sinrazón del blanco opresor y esclavista, rebelarse contra todo aquello y resistir? ¿Puede la belleza de un tema asumirse como subversiva, sembrar conciencias, despertar dignidades, abrir una ventana cerrada por tanta tristeza? La respuesta a estas peguntas es sencilla: la más poderosa y bella canción de protesta que jamás se haya escrito (y cantado) en la historia, “Strange Fruit”, en la voz de Billie Holiday, puede lograrlo. Samuel Grafton, columnista del New York Post, apenas escuchó la interpretación de Billie, anotó: “Si la ira de los explotados del sur nunca ha sido escuchada, ahora tienen su Marsellesa”.
Billie Holiday tenía solo 23 años cuando cantó por primera vez “Strange fruit”, pero su juventud no le impedía conocer en profundidad el verdadero rostro del racismo, y asumir a conciencia los riesgos que significaba interpretarla ante auditorios compuestos por blancos. Vetada de algunos locales por su color de piel, insultada por algunos espectadores apenas se anunciaba su show, Billie no olvidaría nunca cuando su padre enfermó de neumonía: lo dejaron morir, abandonado en la puerta de un hospital de Dallas que no atendía a negros. Por todo eso, cantar esa canción la dejaba expuesta: se sentía a flor de piel, y muchas veces abandonaba el escenario descompuesta, estremecida por aquella melodía. “Siempre me pasa lo mismo. Cantarla me afecta, me deja sin fuerzas”, confesó una vez.
Los años pasaron, la heroína hizo estragos en la frágil salud de Billie, que visitó la cárcel por su adicción (cuando murió a causa de una cirrosis, tenía 44 años y purgaba un arresto domiciliario), pero pese a su derrumbe personal nunca resignó interpretar de la “Fruta extraña” al final de cada uno de sus shows. Como un código secreto que solo ella comprendía, un hilo invisible la ataba a aquella canción. Cuando un periodista le preguntó con tono piadoso qué estaba haciendo con su vida, ella respondía con ironía: “¿Sabés una cosa?, aún sigo siendo una negra”.
Si bien “Strange fruit” se volvió un símbolo en poco tiempo, no fueron fáciles las negociaciones con Columbia para grabarla en estudio, hasta que finalmente la disquera accedió a registrar la canción pero en uno de sus sellos satélites, Commodore Records. Tampoco las radios aceptaron pasarla al aire, y algunos empresarios pusieron como condición quitar el tema del repertorio para cerrar algunos contratos. Pero Billie no aceptaba limitaciones, y seguía cantándola por una poderosa razón: “Todavía me deprime cada vez que la canto porque me recuerda la forma en que murió papá. Pero tengo que seguir cantándola, no solo porque me la piden, sino porque veinte años después de su muerte, las cosas que mataron a papá siguen ocurriendo en el sur”.
Esa maldita sonrisa
Aquella sonrisa que le había permitido construir un personaje carismático, que le había abierto las puertas históricamente cerradas para los negros en un negocio de blancos, que contagiaba simpatía y derrochaba alegría, fue la que lo distanció de sus hermanos. ¿De qué te reís, Satchmo?, le preguntaban otros negros, como él. Peor todavía si el auditorio que festejaba sus gracias y aplaudía sus muecas sobre el escenario, estaba compuesto por blancos del sur, segregacionistas que miraban con curiosidad la rutina de aquel negro edulcorado, siempre alegre y manso. Tan distinto a aquellos otros, enojados, rebeldes, irreverentes, que apretaban la trompeta y no elegían melodías sencillas, sino que improvisaban y se dejaban llevar por el ritmo, que habían dejado atrás los tiempos del swing comercial y se sentían parte de una revolución. La revolución del bebop. La revolución negra que ensombrecía el plácido amanecer de los dueños de todo, de los patrones de las plantaciones, de los burgueses de la industria, de los reyes del american dream. Blancos, todos ellos, claro.
¿De eso te reís, Satchmo?, le reprochaban sus hermanos, irritados por la ovación de una multitud de blancos, que lo saludaban como una mascota divertida, como ese “buen salvaje” que rompía los parámetros de un presente conflictivo, donde a los negros se les antojaba ahora salir a la calle a reclamar derechos y a pelear contra la segregación, donde comenzaban a dejar atrás la pasividad y la teoría de poner la otra mejilla y discutían la necesidad de armarse para defenderse. Pero Satchmo no. Satchmo era pura sonrisa, una mueca en ese rostro sudado, el pañuelo blanco en la mano, la trompeta de un lado, la voz aguardentosa que ensayaba un scat, el showman que siempre era bien recibido en los estudios de televisión, en esos programas en los que no había lugar para los otros negros enojados, como explicaba Miles Davis: “Los programas de televisión únicamente invitaban a un negro si sonreía enseñando mucho los dientes, si hacía el payaso como Louis Armstrong. A mí me entusiasmaba la forma en que Louis tocaba la trompeta, pero odiaba las muecas que hacía para atraerse a cuatro blancos caducos. Odiaba verlo hacer aquello, porque Louis era mucho más profundo de lo que parecía, tenía conciencia de nuestra condición de negros, era un hombre excelente. Sin embargo, la única imagen que la gente tiene de él es aquella cara sonriente en la pantalla”.
¿De eso te reís, también, Satchmo?, le preguntan otros como él, y no tan por lo bajo lo definían con la peor de las descalificaciones posibles entre los negros: le decían “Tío Tom”. Malcolm X se encargó en una ocasión de explicar la raíz de aquel apodo peyorativo (basado en un personaje secundario de la novela de Harriet Beecher Store, La cabaña del tío Tom) que recibían los negros que intentaban congraciarse con sus amos: en los tiempos de la esclavitud, existían dos tipos de esclavos. Los que trabajaban en las plantaciones de algodón y los “domésticos”, que lo hacían en la casa del blanco. “Los domésticos vivían en la casa del amo, vestían bastante bien, comían bien porque comían de su comida; las sobras que él dejaba. Vivían en el sótano o en el desván, pero vivían cerca del amo y querían al amo más de lo que el amo se quería a sí mismo. Cada vez que el amo decía ‘nosotros’, ellos decía ‘nosotros’. Si la casa del amo se incendiaba, el negro doméstico luchaba con más denuedo que el propio amo por apagar el fuego. Si el amo se enfermaba, el negro doméstico le decía: ‘¿Qué pasa, amo? ¿Estamos enfermos?’… ¡Estamos enfermos!”, se indignaba Malcolm X. Pero después estaba el otro negro, el que trabajaba en las plantaciones: “Ellos eran las masas. Siempre había más negros en los campos que en la casa. El negro del campo vivía en un infierno, comía sobras. En la casa del amo se comía carne de puerco de la buena. Al negro del campo no le tocaba más que lo que sobraba de los intestinos del puerco. Hoy en día eso se llama ‘menudillos’. En aquellos tiempos lo llamaban por su nombre: tripas. Eso es lo que eres: un cometripas. Al negro del campo lo apaleaban desde la mañana hasta la noche; vivía en una casucha, usaba ropa vieja de desecho. Odiaba al amo. Digo que odiaba al amo”.
Pues bien, a Louis Armstrong le tocó durante décadas cargar con la humillante mochila de “Tío Tom”, con la penosa mirada despreciativa de sus hermanos, que no toleraban esa maldita sonrisa que parecía subestimar décadas de esclavitud y explotación, ignorar un presente de lucha y protesta, rechazar incluso un futuro digno de orgullo negro tan sólo por caerle bien a la platea blanca. “Igual que el amo de aquellos tiempos usaba al Tío Tom –al negro doméstico– para mantener a raya a los negros del campo, el mismo viejo amo tiene hoy a negros que son tíos Tom del siglo xx, para mantenernos a raya a vos y a mí, para tenernos controlados, para mantenernos pasivos y pacíficos, no violentos”, concluye Malcolm X.
Miles Davis jamás le perdonó a Satchmo esa sonrisa. En ella depositó todo lo que detestaba de aquel artista extraordinario. Allí, entendía, se ocultaba la raíz de un hombre sumiso, cuyo único objetivo en la vida era ser un bufón de los racistas, una mascota simpática, ganar dinero a cambio de una mueca que, con los años, se transformó en estereotipo del negro, casi en caricatura: “Por mucho que quisiera a Dizzie [Gillespie] y a Louis, siempre he odiado su manera de reír y de hacer muecas al público. Sé para qué lo hacían: para ganar dinero y porque eran artistas de varieté al mismo tiempo que trompetistas. Tenían familias que alimentar. Además, a los dos les encantaba hacer de payasos, simplemente era su forma de ser”. Pero claro, la infancia de Miles nada tuvo que ver con la de Armstrong. ¿Cómo podía entender aquella sonrisa si jamás había padecido la ausencia de un padre, que había optado por abandonar su familia, y la tristeza de una madre que había caído en la prostitución? ¿Qué sabía el privilegiado Miles de ese niño llamado Louis, que vendía diarios y bailaba en las veredas de Nueva Orleáns por monedas, que dormía en las calles y que vagaba sin rumbo, escapando de la policía y del hambre? Miles había tenido la infancia que Satchmo jamás se imaginó: uno se había criado en una familia de profesionales de clase media en Santa Mónica; el otro pasó por varios reformatorios y se asomó al abismo de la delincuencia como único recurso. Mientras Miles tomaba clases de trompeta desde los doce años, Louis se acercó al instrumento gracias a la generosidad de una pareja de judíos que le ofreció trabajo: ellos le prestaron el instrumento y le hicieron prometer que, cuando triunfara con la música, les devolvería la inversión. Mientras Miles ya a los 18 años tocaba con Charlie Parker y con Dizzie Gillespie en orquestas de primer nivel, Armstrong se ganaba la vida en tugurios de mala muerte y con bandas mediocres, hasta que el oído atento de Joe King Oliver se detuvo en ese joven de Storyville y le ofreció sumarse a su grupo. Entonces, pasó a tocar para audiencias blancas, que de a poco se acercaban al jazz, ese ajeno universo musical que parecía impregnado por la cultura negra y del que se fueron apropiando –también lentamente– a partir de la codicia y el oportunismo de un par de empresarios que vieron un negocio allí donde los negros apenas podían advertir una fuente de subsistencia. ¿Qué saben esos jóvenes del bebop lo que es ganarse un público hostil en los escenarios del sur racista con melodías sencillas y pegadizas? ¿Qué saben esos egocéntricos músicos, que ni siquiera se preocupan por su audiencia cuando improvisan, lo que significaba brindar un gran espectáculo y arrancarle aplausos (y monedas) a un auditorio blanco, habituado a ubicar a los negros como sirvientes o como esclavos? ¿Acaso no es legítimo aprovechar el talento y hacer algunas concesiones para ganarse un lugar en el mundo del espectáculo, aunque la industria exija repetir estereotipos, aunque Hollywood lo convoque para papeles menores, como ladrón de gallinas, como limpiabotas o como cuando participó de un capítulo animado de Betty Boop, como uno más en una tribu de negros antropófagos? ¿Qué tiene de malo entretener y ser popular, aunque eso signifique sacrificar al genial trompetista de jazz a cambio del intérprete de baladas comerciales, si eso es lo que exige el contrato? ¿Acaso sospechan que el viejo Louis no sufrió en carne propia la segregación, como cuando un locutor de radio se negó a presentarlo al aire por su color de piel, o cuando un explosivo estalló en pleno show y tuvo que improvisar algunas bromas para continuar con su espectáculo para que los asistentes no se escaparan y arruinaran la recaudación? ¿Es que ignoran que en 1929 el viejo Louis grabó “Black & Blue”, aquella canción que decía: “Mi único pecado/ está en mi piel/ ¿Qué hice yo/ para ser tan negro y triste?”?
No, el viejo Satchmo no era indiferente a la lucha de sus hermanos. Nunca lo fue, solo que a veces no podía morder la mano del amo. Pero apenas pudo hacerlo, lo hizo. Como en septiembre de 1957, cuando escuchó las noticias que provenían de Arkansas: El gobernador, el racista Osval Faubus, les prohibía el acceso a un colegio de Little Rock a nueve jóvenes negros, ignorando el amparo de la Justicia que declaraba ilegal la segregación educativa. Entonces, el viejo Satchmo estalló: durante una entrevista arremetió contra el presidente Eisenhower por su pasividad (“Es un hombre de dos caras”, dijo primero con cierta diplomacia, pero después pegó con todo: “No tiene agallas… y ese gobernador es un no good motherfucker!”). Semanas antes, el propio Eisenhower lo había elegido como embajador cultural, y le había ofrecido hacer una gira por Europa. La respuesta de un irritado Armstrong sorprendió a todos: “¿Cómo puede ir un negro por el mundo en representación de un país que trata a sus ciudadanos negros como si fueran basura? Si me preguntan por ahí que está pasando en mi país, ¿qué voy a contestar? Por el modo que están tratando a mi gente en el sur, este gobierno se puede ir al infierno”.
El editor del Grand Forks Herald no salía de su asombro cuando leyó la desgrabación de la entrevista. Por las dudas, llamó al hotel y le preguntó a Satchmo si aquellos habían sido exactamente sus dichos: “Palabra por palabra”, confirmó el artista, que apenas accedió a cambiar el motherfucker por un no menos agresivo uneducated plowboy (algo así como maleducado campesino).
Quizá recién entonces el viejo Satchmo, a los 56 años, pudo decir por fin aquello que pensaba. Libre de los fantasmas del pasado, conocedor como pocos del odio racial que todavía seguía latente en los estados del sur (donde aun como una famosa estrella del espectáculo, debía entrar a algunos hoteles por la puerta trasera), Satchmo se redimía ante los suyos y rompía en mil pedazos el estigma del Tío Tom. Recién entonces, y sólo en ese momento, dejó de impostar aquella maldita sonrisa.