Andrés Rivera: el último obrero de la literatura argentina
Martín Latorraca y Juan Ignacio Orúe*/El Furgón – Habla un tejedor de seda: la sintaxis perfecta en la oralidad. Hay un tono, una música, cierta cadencia.
-Escribí sobre Juan José Castelli y Juan Manuel de Rosas porque me parecieron emblemáticos de la realidad argentina, no sólo del pasado, también del presente. Los elegí cerca de la derrota, del exilio, de la muerte, porque son momentos definitorios. Todos tenemos en lo subjetivo algo de Rosas, ciertos rasgos de crueldad, ciertos deseos de dominio.
Habla un corrector de estilo en la mañana del 24 de mayo de 2015, en Bella Vista, Córdoba, un barrio de casas bajas a medio terminar, sencillo, con paredes descascaradas o ladrillos a la vista, de perros flacos que no ladran. La frase nace perfecta y puntuada: con comas, con puntos, con puntos y comas.
-Asistí, como chico que era, a las reuniones que hacían militantes sindicales comunistas en una pieza de inquilinato; mi madre cebaba mate, hacía milanesas y las reuniones se prolongaban hasta las dos o tres de la mañana. Y yo estaba allí. Entonces tengo una imagen de esos hombres: estaban equivocados. Porque esa no era la vía para tomar el poder.
También habla un periodista, un lector de la historia, un judío porteño hijo de un sindicalista polaco y una obrera ucraniana, que fueron llamados “rusos”, en Villa Crespo, en la década de 1920. La voz es potente, gruesa, contundente. Hace frío y llueve.
-Uno se forja sueños e ideales que pocas veces tienen que ver con la realidad. Vivimos en una época en la que el universo de la revolución está en retirada. Yo fui militante de una organización que se suponía revolucionaria. Me expulsaron e ingresé a otra que en su momento se definió como chinoista. Y hoy es un sello. Tengo poca información de lo que hacen hoy los comunistas en el plano sindical. Pero debe ser bastante triste.
Andrés Rivera -86 años, obrero textil, periodista, corrector de estilo, militante político, padre, abuelo, escritor- está hundido en un sillón de respaldo alto, elegante y burgués en la cocina de azulejos blancos, pequeña y cuadrada de la casa donde vive junto a Susana Fiorito, su compañera desde fines de la década de 1960.
Un abrigo gris, desabrochado y largo le cubre el cuerpo. Lleva un jogging azul hasta la mitad de la barriga redonda y curva, y una camiseta blanca por debajo de la camisa celeste.
El sillón está pegado a la fría mesada de mármol. Tiene al alcance de la mano un vaso con jugo de naranja que le sirvió Fiorito. Cuando se le seca la garganta, estira el brazo, bebe y pide que le sirvan de nuevo.
En ese espacio doméstico convive con plantas y carteles que indican medicamentos, dosis y horarios; ejemplares del diario comunista La Hora, de La Voz del Interior, de la revista Pasado y Presente, libros viejos, folletos y paneras vacías están dentro de una biblioteca vidriada, sobre una mesa de comedor marrón atestada de más libros y papeles, rodeada de sillas de oficina.
Detrás de Rivera hay una ventana mediana y una puerta que da a un patio. Basta asomarse para ver la parrilla en desuso, plantas de varios tamaños y un limonero. Sobre la puerta de la heladera, más indicaciones con horarios y recordatorios, y un mueble blanco plagado de fotos. Entre ambos hay un televisor de pantalla plana que el escritor no sabe manipular en este ambiente que habita gran parte del día.
-Soy muy inútil para manejar con cierta eficacia un televisor como ese. Susana es la que sabe. Pero a los 86 años no podés quedarte recluido en este sillón, que es muy cómodo, por otro lado –dice Rivera–. Entonces salgo al supermercado para mover las piernas. Es una recomendación médica. No lo digo en broma.
Casi toda su obra la escribió con una disciplina inconmovible: de mañana, en cuadernos anillados, con dos o tres lapiceras cargadas de tinta. Enseguida una primera pasada a máquina, siempre provisoria, con correcciones, tachaduras, reescritura, y una pasada final. Autor de una obra profusa y según él, excesiva, cree que será recordado por las novelas El farmer (1996) y La revolución es un sueño eterno (1987) –Premio Nacional de Literatura–, que comienza así: “Escribo. Un tumor me pudre la lengua. Y el tumor que la pudre me asesina con la perversa lentitud de un verdugo de pesadilla”.
Rivera tiene un gesto recurrente: se acaricia la nariz con la mano gruesa de dedos largos mientras piensa la respuesta, que siempre es seca y lacónica, sin matices. Las personas que lo conocen bien advierten que detrás de esa coraza, de ese rictus gruñón, hay un hombre tierno y comprensible, generoso, algo burlón.
Cuando comienza a cansarse, responde corto, monosilábico, y las preguntas las hace él. Entonces clava una mirada escrutadora con los ojos chicos, profundos y celestes: señal que se acaba el tiempo. Cuando se cansa del todo, salta del sillón y camina lento, silencioso, con sus crocs oscuras.
–Susanaaa…Susanaaa…Susyyyyy…
–¿Qué pasa, mi amor?
–Los muchachos se van.
Y los muchachos se van.
***
–Andrés es sedentario y lo fue toda su vida. Se levantaba a las 7.30, tomaba el desayuno y escribía hasta las 13 de lunes a lunes –dice Susana Fiorito–. Sacarlo temprano por la mañana era imposible. Por la tarde, sí. En Buenos Aires íbamos al río.
–Compartimos el mismo origen social –dice la poeta Juana Bignozzi–. Andrés tiene una mala fama que no es correcta: no es un hombre hosco, es un hombre estricto. Y ha llegado a esta edad, como él dice en una dedicatoria famosa, sin entregarse. Y eso no se usa más. A veces llaman evolucionar, o cambiar las ideas. Y eso no es evolucionar. Nunca me pareció sectario. Es estricto como los que venimos de un origen obrero no pequeñoburgués.
–Admiro su coherencia y su honestidad intelectual. No es una declamación, el viejo es así. Guita que ganaba, se la daba a los que más la necesitaban. Siempre fue generoso y austero. Uno entraba al departamento del viejo y tenía unos libros, pero porque es escritor. Tenía dos tenedores, dos platos –dice Jorge Ribak, hijo de Andrés Rivera–. Cuando le digo: “te compré un jean”, él me dice: “¿para qué?, si tengo uno”.
–Lo más sorprendente es que cuando habla tiene la misma puntuación que hay en su escritura, la misma música: Andrés esculpe la palabra en el aire. Es muy curioso –dice la escritora María Teresa Andruetto–. Es como si al hablar estuviera escribiendo. Hay algo de esa respiración que él maneja de un modo increíble que va a su escritura o que está en su escritura y está en su persona.
“–¿Me da algo?
El hombre de setenta años mira a los chicos –cuatro o cinco o seis– que se agolpan frente a la puerta de su casa, que tiritan en la tarde de invierno, y que levantan sus pequeñas caras oscuras y frágiles hacia él, el hombre de setenta años, silencioso y en calma, por primera vez en calma en no sabe cuánto tiempo”, comienza Tierra de exilio (2000).
“Y cuando preguntaba por los rastros que pudo dejar eso que algunos memoriosos llamaron patria, cuando preguntaba por algo que no fue, siquiera, un sueño, era como si blasfemase. Como si escupiese en la cara de Dios, si es que Dios tiene cara. Yo sí tengo cara, pero soy manco. Yo sí tengo ojos, pero soy manco. Yo sí tengo boca, pero soy manco. Cambio verga por mano sana”, se lee en Ese manco Paz (2003).
“Montame, dijo Bedoya. Desnudate, le dije. En pelotas te quiero. Busqué unas espuelas y una fusta. Y lo monté. Me afirmé sobre su lomo, le clavé una mano en el pelo, y le di con la fusta en la grupa, y lo taloneé”, escribió en La sierva (1992).
A la música, al tono, a la respiración, Rivera le dice jadeo.
***
Andrés Rivera nació con el nombre de Marcos Rybak el 12 de diciembre de 1928 en el Hospital Durán, en la ciudad de Buenos Aires, a las 11 de la mañana. Su documento dice “Ribak” por pereza o desconocimiento de los funcionarios del registro civil. Se mudó de casa y ciudad muchas veces a lo largo de la vida y desde siempre fue un lector voraz. De haber vivido en la calle Andrés Lamas, de haber leído La vorágine, del escritor colombiano José Rivera, toma su seudónimo, dice, por razones de militancia política. Pero también fue otros: firmaba como Pablo Fontán sus textos periodísticos en El Cronista Comercial, nombre que utilizó en parte de su obra, además de su otro alter ego, Arturo Reedson.
Es hijo único de una familia judía, obrera y comunista. Su padre, Moisés, había nacido en Lomza, Polonia, cerca de Varsovia; su madre, Zulema Schatz, en Proskurov, una ciudad al sur de Ucrania. Llegaron a la Argentina en 1922, desde el puerto de Cherburgo, Francia, en barcos diferentes. Huían del hambre, de la persecución política, de las espadas degolladoras del ejército contrarrevolucionario ruso. Moisés viajó solo y fue a parar a Villa Crespo. Zulema zarpó con su familia y se instalaron en el mismo barrio.
Estaban vigentes la ley de Residencia, desde 1902, y la ley de Defensa Social, desde 1910, que permitieron la expulsión, la prisión o el confinamiento de miles de extranjeros y de trabajadores de ideas vinculadas al anarquismo, socialismo y comunismo. Eran los indeseables del Estado burgués conservador. Por ese motivo su familia vivió alternativamente en piezas de inquilinato, siempre en Villa Crespo, donde, a menudo, realizaban reuniones sindicales.
–Mamá, que llegó a la Argentina siendo una adolescente, conoció a mi padre en una asociación donde se reunían italianos, polacos y españoles. Al poco tiempo se unieron. Ella era bastante joven aún –cuenta Rivera en el libro Andrés Rivera, travesías por su vida, obra y pensamiento, de Alberto Catena–. Al principio vivieron en concubinato, pero al tiempo decidieron casarse pues papá corría riesgo de ser deportado por la vigencia de la ley de Residencia y era la única manera de protegerme, de evitar que el Estado se quedara conmigo si lo expulsaban del país.
Moisés se convirtió en pompier, un trabajador calificado del gremio del vestido, y luego fue Secretario General de la sección Capital hasta la llegada del peronismo en 1946. Era un sastre que cosía trajes y mangas con delicadeza, y que solucionaba las fallas de la ropa. Decía que era un obrero organizado, que era marxista, que tenía conciencia de clase. Militó en el Partido Comunista. Le gustaba escuchar la radio, jugar al ajedrez, pasar el verano en Necochea; fue un lector curioso de libros y diarios. Creía en la revolución, era austero y de respuestas lacónicas. Nunca se puso bajo la tutela de los gremios peronistas. Burócratas, les decía. Murió en 1976.
Con sus padres y cinco hermanos –Samuel, Meier, Perla, Celia y Felipe–, Zulema se asentó en una pieza de la calle Loyola. Venían de un invierno duro y extenso, alimentándose de manzanas verdes, huyendo de uno de los pogroms más aterradores del siglo xx. En Villa Crespo conseguían carne barata, achuras regaladas y la situación mejoró; hicieron la escuela primaria, trabajaron en diversos oficios.
Zulema fue obrera en una fábrica de caramelos y apoyó a su esposo en la militancia política sin ser orgánica del PC. Lo acompañaba a las asambleas, compartía la vida gremial. Era austera, dócil, coqueta, sonriente. Murió en 2002.
–Recuerdo la mesa servida, con sesos fritos, hígado rallado con huevo y cebolla. Mi abuela se las arreglaba para administrar los magros ingresos, pero nada faltaba en esa mesa, que para mí era única –dice Jorge Ribak–. Esa mujer y su compañero contribuyeron para que se formara Andrés Rivera.
Marcos. Marquitos. O en la voz idish “Marquítele”. Así llamaban Moisés y Zulema a su único hijo.
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La tradición judía y la raíz militante de sus padres –obrera y de izquierda, que no congeniaba con el peronismo– fueron fundamentales para la visión del mundo que poco a poco adquirió Rivera.
Las experiencias políticas, la vida cotidiana en los inquilinatos, el trabajo fabril y el recuerdo familiar de la vida europea son los nudos narrativos de varios de sus cuentos y novelas. Todos estos mundos, que tienen como personajes principales a héroes anónimos involucrados en proyectos colectivos, están retratados en El precio (1957), Los que no mueren (1959), El yugo y la marcha (1968), Ajuste de cuentas (1972) y Una lectura de la historia (1982), entre otras obras.
En un plano más cercano y afectivo, la influencia de su tío Felipe –Físchale–, trotskista y tipógrafo, fue fundamental. Le inculcó la pasión por el cine y la lectura. Le enseñó la obra de Roberto Arlt, que devoró con avidez, y clásicos como Los miserables y El Quijote, además de los libros de Julio Verne y Emilio Salgari. Felipe también sembró una costumbre porteña que Rivera disfruta cada vez que puede: la charla en el café, leer en los bares. En La Pura, sobre Corrientes y Malabia, jugaban al dominó.
Rivera fue un buen alumno en la primaria: escribía sin faltas de ortografía composiciones distinguidas y celebradas en el ámbito familiar. En su casa se leía el diario Crítica y la lectura fue un estímulo recurrente; una característica propia de la tradición de izquierda, que tuvo un arraigo especial en el anarquismo. La secundaria fue un momento de quiebre, dudas y vacilaciones. Cursó en el colegio Luis Huergo, de Flores, un industrial que podía ofrecerle un oficio. Iba de mañana y por la tarde trabajaba en una caja cooperativa de crédito. Pero a menudo se rateaba de la escuela, leía en los bares de la avenida Corrientes, visitaba librerías, caminaba por la ciudad.
Las invenciones –la rosa de cobre, fábrica de gas fosgeno para hacer la revolución– y las características de los personajes de Arlt en Los Lanzallamas, Los siete locos y El amor brujo fascinaron e influyeron para que eligiera la especialización de químico industrial en los últimos años de escuela, pero la frustración constante reveló el fugaz deslumbramiento con la química y el fracaso rotundo derivó en una mentira de poco vuelo: plagió la firma del director y los 8 y 9 florecieron en su boletín hasta que desistió de la triquiñuela adolescente.
Para ese tiempo ya militaba en Federación Juvenil Comunista –donde había ingresado en 1945– y planteó el problema escolar en una reunión del partido.
–Me dijeron que era un imperativo moral no mentirle al padre, que había que decirle la verdad. Y allí fui y le expuse lo que había ocurrido –dice Rivera en el libro de Catena–. Papá oyó y tuvo una respuesta bastante lacónica, como era su estilo: “Si es así, tenés que ir a trabajar”. En realidad, yo trabaja de tarde en una cooperativa de crédito. Ayudaba a mis padres con lo que ganaba y me quedaban algunos pesos para mis necesidades. Pero era evidente que para mi padre ese no era un trabajo en serio. Si había decidido dejar de estudiar, tenía que tener una ocupación distinta, un oficio. Y gracias a las conexiones que el Partido tenía con la comunidad judía progresista entré en una fábrica de Villa Lynch a aprender el oficio de tejedor de seda.
Entre 1950 y 1957, Rivera trabajó en una fábrica con cien obreros en el turno de la noche. Manejaba dos telares suizos marca Ruti. Como “sabía hablar”, sus compañeros, todos peronistas, lo eligieron secretario de la comisión interna. En ese tiempo estaba casado con Reneé Dana, una militante de La Fede, con quien tuvo a sus dos únicos hijos: Carlos y Jorge. Toda la experiencia fabril la volcó en El precio, su primera obra.
A partir de ahí, Rivera explora, analiza y escruta la tragedia revolucionaria con sus fracasos, traiciones y transitorias victorias, siempre desde una memoria emotiva, colectiva y concreta que involucra una saga autobiográfica desde la Rusia zarista hasta la actualidad, con el peronismo como punto nodal y una mirada implacable que aborda la Argentina del siglo xix.
–En nuestro país, todos los proyectos de cambio han sido derrotados, cualquiera haya sido el signo con que se pusieron de pie ante la sociedad –escribió Rivera en Cuentos escogidos (2000)–. En lo que a mí toca, eso es lo que me atrae verdaderamente de la Historia: tratar de exponer, al menos, los entresijos, los pliegues de la derrota. Y a sus protagonistas, los vencedores y los vencidos.
Entre 1960 y 1980 la vida de Rivera mutó de manera dramática. Dejó de trabajar en los órganos de prensa del PC y lo expulsaron del partido bajo la acusación de “nacionalista burgués”, se separó y formó pareja con Susana Fiorito. Después regresó a Buenos Aires porque Carlos, su hijo mayor, murió de cáncer a los 16 años; se distanció sin vuelta atrás de sus amigos del PC: Juan Gelman y Juan Carlos Portantiero; trabajó en El Cronista Comercial durante la dictadura de Videla, también fue corrector de estilo y en 1984, ya en democracia, publicó En esta dulce tierra, tras diez años de silencio literario.
–Andrés siempre fue muy solidario y tímido, un camarada. Es un leninista puro y duro. Se ponía hosco, monosilábico. Esa dureza intenta proteger su timidez –dice Norberto Colominas, ex compañero de Rivera en El Cronista Comercial–. No soportaba las agachadas, no tenía ninguna tolerancia. Y era un gran cafeteador: tomaba 15 cafés por hora. Jamás faltaba, jamás llegaba tarde. Cuando sabía que no podía venir, nos avisaba a todos tres días antes.
–La trayectoria de Andrés es impoluta. Eso no se lo van a perdonar nunca –dice Bignozzi–. Por eso inventan lo de asocial, hosco, esas cosas. Claro, Andrés no soporta un rebuzno, porque te mata. Cuando él habla dice cosas taxativas. Tiene ideas muy claras y las expresa. Todos se ponen nerviosos pero es un problema de los otros, no de Andrés.
Instalado en Córdoba nuevamente, comenzó a intervenir en la vida cultural. Leyó y corrigió originales de narradores inéditos y participó en varias ediciones de la feria del libro de la provincia; con el tiempo, entabló relación con varias escritoras. En el bar El Quijote, en el centro de la capital cordobesa, Rivera tomaba café con Lilia Lardone y María Teresa Andruetto, entre otras.
Lardone recuerda, así, la vez que conoció a Rivera.
–Un amiga se acerca y me dice: “Lilia, ahí viene un tipo que dice que es Andrés Rivera y que te anda buscando”. Entonces voy y me arrimo. Y el Andrés dice: “Susana me ha mandado a hablar con Lilia Lardone”.
El encuentro ocurrió durante la primera feria del libro cordobés. “Fue en el 84 u 85. Instalamos un stand en la Plaza San Martín al frente de la Catedral, del Cabildo, del Mercadillo y del Teatro Real. Charlé con Andrés un poco. Era muy cortante. Todo eso me inhibió”.
En el barrio Cabana, muy cerca de Unquillo, todo parece salido de líneas literarias. Un camino de ripio y barro que resulta infinito, la aparición de un baqueano que explica –“la casa de la Teresa es allá al final”–, luego la tranquera y el lugar que eligió para vivir la ganadora del Premio Hans Christian Andersen –el nobel a la literatura infantil– en 2012.
Los encuentros en El Quijote los atesora en su memoria. Y algunos en una libreta. Andruetto anotó estas palabras que dijo Rivera en 1997. Lee:
–Es como cuando yo tejía sedas. Yo iba poniendo los hilos pero no veía el dibujo. Solo al final veía el dibujo, cuando lo terminaba. Y veía que del otro lado, abajo, los hilos hacían otro dibujo–.
La literatura de Rivera en los años ochenta experimentó un quiebre, otra forma de decir, de contar los silencios, y las derrotas de los derrotados de la historia argentina. Ese relato del pasado y del presente que aparece irreductible. Esas repeticiones, esos espacios en blanco que no son inocentes.
“Yo, Juan José Castelli, que escribí que un tumor me pudre la lengua, ¿sé, todavía, que una risa larga y trastornada cruje en mi vientre, que hoy es la noche de un día de junio, y que llueve, y que el invierno llega a las puertas de una ciudad que exterminó la utopía pero no su memoria?”, escribió en La revolución es un sueño eterno.
–Tiene una hiperconciencia de la palabra. Lo primero que leí de Andrés fue Nada que perder, en el 83 u 84. Me impactó. Es uno de sus libros más poderosos. Hacia fines de los años ochenta alguien me dijo: “Tenés que leer a Rivera” –cuenta Andruetto–. Tengo libros marcadísimos: El amigo de Baudelaire, La sierva, La revolución, leídos como un todo, como una trilogía. Y luego disparando a toda su obra. Lo conocí cuando vino a Córdoba. Fue más o menos cuando ganó el Premio Nacional.
1992 puede resultar muy particular para la vida literaria de Rivera. Además de haber dejado atrás la publicación de dos novelas, Los vencedores no dudan (1989) y El amigo de Boudelaire (1991), recibe el Premio Nacional y publica La sierva.
–A Andrés comencé a tratarlo personalmente con continuidad a partir de que lo contraté y le publiqué Esto por ahora, en 2004, cuando pasó de Alfaguara a Seix Barral. Hay algo que los lectores quizá no registran. Andrés entre 1970 y 1980 dejó de escribir. Y cuando reapareció, volvió con otra poética. Se mantuvo como hombre de izquierda –dice Alberto Díaz, editor de Seix Barral–. En sus novelas se refleja la lucha de clases, es más marxista. El área de interés siempre es la política, el poder, la relación entre la Argentina y los argentinos, el sexo y el deseo. El tratamiento de su poética siempre es política, es su molde.
Cuenta Díaz que en los tempranos ochenta había leído a Rivera por recomendación de Ricardo Piglia, a quien también publicaba. En aquellos años, Natu Poblet, dueña y alma mater de la librería Clásica y Moderna, le alcanzó el manuscrito original de La revolución es un sueño eterno, pero Díaz decidió no publicarlo.
–Yo me lo perdí, una estupidez. Nunca más volví a leer La revolución… Cuando la publiqué hace unos años en Seix Barral revisé pruebas, esas cosas, ya no como lectura.
–¿Rivera sabe esta historia, que usted lo rechazó de alguna manera?
–No, no lo sabe (se ríe).
–¿Le había gustado el libro?
–Sí, claro.
***
Están juntos, según el recuerdo de ambos, desde 1968. Compartieron años de militancia, de lucha sindical, de represión, y de acompañarse en sus sueños. En palabras de Rivera, la Biblioteca Popular de Bella Vista es el último gran sueño de Fiorito. Un proyecto que se materializa en 1990, pero que tiene sus orígenes años antes. De 1981 a 1989, ambos juntaron peso por peso, hasta que se instalaron en Córdoba y compraron un viejo depósito de forraje y, con un par de tablones, ladrillos y 400 libros, iniciaron este camino. “En el fondo me daba lo mismo vivir en Buenos Aires o en Córdoba. ¿Cuáles eran los impedimentos? Las relaciones con mis amigos se dan una vez por mes. Vengo a Buenos Aires a cobrar la jubilación, el Premio Nacional”, le decía Rivera al Suplemento Radar de Página/12 en 1992.
Reconocido por la crítica y con más lectores, Rivera inició una etapa que lo encontró participando activamente de las actividades de la biblioteca en Córdoba y utilizando sus días en Buenos Aires para escribir.
“El camión se alejó de la plaza, y los hombres, en la caja del camión, se miraron. Estaban barbudos y sucios, y callados, como si se hubieran pasado una vida apretando los gatillos de los fusiles, y festejándose con exclamaciones breves y procaces, con olvidables candideces cuando volteaban a bolcheviques, a judíos, a mugrientos sin filiación”, se lee en El profundo Sur (1999).
“Rivera aspira a un protocolo de lectura cuyo fundamento consiste en la no complacencia, en no ser comprendido ni fácil ni inmediatamente por el lector”, argumenta Marta Waldegaray en su texto Historia y brevedad narrativa, la escritura de Andrés Rivera. “Lo que Rivera reconoce como ‘un lector inteligente’ –continúa la autora– es un lector que acepta el desafío que implica la inconfortable tensión de mantener su atención permanentemente en suspenso ante textos que se caracterizan por una diégesis entrecortada, que avanzan dificultosamente, que guardan más información que la que entregan”.
A partir de ese reconocimiento y la libertad que le otorgó el premio, Rivera pasó gran parte de los días en su departamento de la calle Echeverría, en el Bajo Belgrano, aunque también viajó regularmente a Córdoba. Fueron ocho años en los que, además de escribir profusamente, buscó de alguna manera devolverles a sus lectores lo que él consideraba más que un premio, una responsabilidad. Siendo ya un hombre grande, iba adonde lo invitaban para hablar de literatura, de política, para apuntalar la obra desconocida de un colega, para debatir. Así, recorrió cientos de kilómetros en micro hasta cualquier paraje del país. Asistió a infinidad de charlas, compartió asados con colegas y admiradores. De esos años son: Ese manco Paz (2003), Cría de asesinos (2004), Esto por ahora (2005), Punto final (2006), Por la espalda (2007), Traslasierra (2007), Estaqueados (2008), Guardia blanca (2009) y Kadish (2011).
–Es la etapa más feliz. Había logrado el equilibro perfecto en Echeverría. El departamento para él era un lujo. Todo el tiempo decía: “Somos privilegiados, Alberto” –rememora Díaz, con quien cenaba una vez por semana–. La rutina que había establecido era: se levantaba temprano, bajaba todos los días, compraba Clarín, Página/12, iba al café de la esquina, leía los diarios, compraba en la panadería una factura para la señora del remís de al lado de su casa. Luego almorzaba, una siesta, algún noticiero y ya.
Fueron días de compartir con amigos, de recomendar lecturas, de whiskys y aceitunas verdes, de llamados telefónicos. Épocas de contestadoras automáticas de casete que al minuto cortaban, pero los mensajes de Rivera continuaban insistentemente. Fueron días donde Rivera decidió matar a Arturo Reedson, su alter ego literario, en las oscuras calles de Córdoba y en las brillantes páginas de Punto final.
–En el departamento de Echeverría se sentía libre. Ese disfrute de lo diario. Andrés es muy porteño, pícaro, de barrio. Es un hombre muy urbano. Le gusta mucho la carne. Es muy criollo –dice Andruetto–. Es un tipo que valora lo que es tener una casa cómoda, una buena mesa, un buen sillón, una buena comida. Valoraba todo eso porque es lo que no tuvo antes. Es como agradecer.
***
–Sí, puede haberlos –reflexiona Rivera ante la pregunta sobre si en la actualidad puede vislumbrar a algún Castelli.
Sentado en su sillón, en la cocina, en la mañana fría del 25 de mayo de 2015, sigue:
–Lo que no hay es un movimiento revolucionario que lo promueva, que le sea propicio. Y entonces, tenemos resultados realmente escalofriantes para el mundo de la revolución. Ha desaparecido la URSS y fue reemplazada por una sociedad capitalista. Lo mismo puede decirse de la República Popular de China, un universo en sí mismo. Un multimillonario chino no exiliado se enriquece en la sociedad china actual. De modo que el mundo de la revolución se reduce hasta ahora a Cuba. Si medimos los logros de la revolución, la revolución ha retrocedido.
Rivera sigue. Está. Mira de manera dulce. De manera escrutadora. Elige el silencio crítico. Como su Castelli literario, no dice. Como su Rosas granjero, transita su vejez como en un exilio interior.
*Artículo publicado en Revista Sudestada Nº 140 – Noviembre-Diciembre de 2015 /Fotos de portada y de Andrés Rivera: Julieta Gómez Bidondo