jueves, febrero 13, 2025
Por el mundo

Aida, donde los sueños envejecen

Julián Aguirre, desde Ramallah*/El Furgón –  Munther Amira nació refugiado pero habla en presente para referirse al pueblo natal de su familia: Deir Aban. Munther fue nuestro guía en el campo de refugiados de Aida, en la ciudad palestina de Betlehem (Belén).

El campamento de Aida fue fundado para acoger a las familias desplazadas. Su historia y la de sus ocupantes es parte de La Catástrofe (al Nakba) de 1948, que vio el vaciamiento y destrucción total o parcial de 536 aldeas y pueblos junto al desplazamiento de cerca de 700 mil personas. El campamento recibió su nombre por un famoso café local alrededor del cual se instalaron las tiendas originales. Hoy viven allí más de cinco mil personas.

Desde 2005, Aida crece a la sombra del muro que separa a su población (y al resto de la ciudad) de las tierras que supieron servirles de cultivo. También los separa de Jerusalén, transformando un viaje de algunos en minutos, en lo que duren los tiempos de la burocracia y el ejército de Israel.

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Sobre el arco que sirve de entrada se posa una gran llave hecha en metal. Es que, expulsados con violencia, los habitantes de Aida se llevaron consigo tan sólo lo que pudieron cargar en sus manos.

Algunos creyeron que la ausencia duraría poco. Cualquiera fuese el caso, todas las familias llevaron consigo la llave de su hogar, que ha sido traspasada a cada generación como símbolo de la esperanza por retornar.

Plegaria para un niño dormido

A un lado de la arcada, junto a una pequeña oficina de las Naciones Unidas, se levanta una gigantografía con la cara de un niño. Allí está la primera historia que escuchamos: la de Abu Shadi Abdulrahman.

Abu Shadi tenía 13 años cuando en 2015 una bala disparada por un francotirador israelí desde una torre de vigilancia cercana lo mató mientras se encontraba jugando con otros chicos. El ejército israelí dijo que se trató de un error, la bala perforó su corazón.

cronica-palestina-3Munther nos señala el agujero dejado por otro disparo sobre la gigantografía, como si los soldados estuvieran empecinados en seguir matando.

Aun no entramos a Aida y una lista con 264 nombres puede verse al lado: son los menores de edad muertos por los bombardeos israelíes durante la última ofensiva militar contra la Franja de Gaza en 2014. Su propia situación no les impide a los habitantes del campo de refugiados solidarizarse con lo que padecen sus hermanos en el otro rincón de Palestina.

Ser niño en Aida y otros campos de refugiados es difícil. Los soldados israelíes suelen acosar a los infantes. Semanas atrás, un grupo de soldados vestidos de civil emboscaron a un grupo mientras jugaban en la entrada del campo. Toda la secuencia fue filmada desde el celular de un vecino.

Los hombres golpeaban y colocaban sobre el piso a los chicos y chicas para luego llevarse a ocho de ellos detenidos. Uno fue liberado más tarde por ser el menor del grupo con 12 años. Sin el acompañamiento y apoyo psicológico necesario, muchos desarrollan miedo a salir y una hostilidad instintiva hacia los extraños. La infancia también es territorio ocupado.

Sonata y fuga hacia el cielo

Las pintadas, murales y afiches pueblan Aida, hablan tanto o más que sus propios habitantes sobre la historia de este lugar. A diferencia de la moderna y pujante Ramallah, aquí la normalización no ha llegado para ocultar las cicatrices de la ocupación y el exilio. Los mártires y presos aun sonríen congelados en sus paredes. Uno de ellos es Nasser.

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Nasser es uno de los mejores amigos de Munther. A diferencia de él, Nasser pudo entrar a la universidad. Gran bailarín (más bien “volaba”, en palabras de su amigo) era un joven lleno de vida cuando fue apresado por su participación en la resistencia.

Eran los años antes de Oslo, el acuerdo que daría nacimiento a la Autoridad Nacional Palestina y la situación que viven sus territorios hoy. Sin embargo, en este acuerdo nunca se previó la cuestión de los prisioneros palestinos que suman cerca de 7 mil en las cárceles israelíes, muchos de ellos encarcelados sin respetar procedimientos o legales, o convenciones internacionales.

Sin embargo, algunos años atrás se acordó liberar a un número de presos. Nasser estaba en esa lista. Cuando un noticiero israelí lo entrevistó, el día anterior a su liberación, se le preguntó si en caso de volver el tiempo atrás repetiría sus acciones, si no sentía arrepentimiento. Él respondió que era un soldado, que actuó como tal y seguiría luchando con los medios necesarios por la libertad de su pueblo.

Esas palabras le costaron la libertad. Su familia tenía todo preparado. Nasser lleva más de 24 años en prisión, cerca de la mitad de su vida.

Y seremos todos iguales

Munther menciona con ironía que si algo bueno trajo la Nakba fue que posicionó a todos los habitantes de Palestina en la misma situación; sin importar las diferencias sociales previas, todos ahora eran refugiados. Esto desarrolló un sentido de solidaridad básico que marcó la identidad palestina post 1948.

cronica-palestina-5La familia Darwish pertenecía hasta entonces a la aristocracia local y habitaban en una de las aldeas más ricas de la zona. Hoy viven en una más de las casas precarias, a tan solo siete kilómetros de donde se encontraban sus posesiones. Allí continuaron viendo cómo nuevos ocupantes tomaban su lugar. Al menos hasta la construcción del muro, que hoy bloquea la visión del mundo exterior a menos que se suba a las terrazas más altas.

Algunos miembros de la familia Darwish continuaron viviendo en una casa a metros de Aida. Eran “la envidia del resto del campamento” por contar con tanto espacio verde libre a su alrededor, recuerda Munther. Sus niños continúan asistiendo a la escuela que las Naciones Unidas mantienen dentro del campo. Sin embargo, con la construcción del muro están obligados a ir a Jerusalén, pasar los checkpoints, para dar todo un rodeo por donde entrar de vuelta a Betlehem y llegar a la escuela.

Si las paredes hablaran

Los campos de refugiados crecen hacia arriba, apoyándose en construcciones precarias, cableados expuestos, calles a medio asfaltar y servicios deficientes o inexistentes. Las autoridades israelíes buscan obstaculizar la construcción de viviendas para evitar que estas superen en altura al muro. Los campos de refugiados son como nuestras villas o favelas, con sus habitantes obligados a vivir en un estado de absoluta vulnerabilidad de sus derechos elementales.

Los pequeños departamentos y casas fueron territorio de los más brutales choques que observó la ciudad durante la Segunda Intifada, iniciada a principios del nuevo milenio. Handala, el niño de brazos cruzados y de espalda al mundo, nos recibe dentro del edificio. Creado por el periodista y caricaturista palestino Naji al-Ali, Handala representa la condición de una infancia como refugiado.

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Estos edificios fueron y son también testigos del método de castigo colectivo o cuando el ejército israelí toma represalias contra toda una comunidad en respuesta a acciones individuales. Es que, si bien Oslo preveía la retirada de las tropas ocupantes, los primeros años del 2000 los vieron regresar.

En una de estas ocasiones, para responder a una brecha en el muro hecha por jóvenes del campo, las fuerzas israelíes dispararon cientos de granadas de gas lacrimógeno que cubrieron todo Aida como si fuera niebla. Tal concentración de este elemento filtrándose dentro de espacios cerrados puede resultar mortal o dejar lesiones severas a largo plazo sobre el cuerpo. Así fue que al disiparse la nube, una mujer de 45 años fue encontrada ahogada dentro de su habitación.

Para facilitar los allanamientos y patrullajes en las casas, los soldados israelíes comenzaron a demoler a fuerza de martillos las paredes de las viviendas. Pero Judal no iba a quedarse cruzada de brazos mientras tiraban abajo su hogar. Avisó a los soldados que si querían revisar su casa no tenía miedo de abrirles e invitarlos a pasar. No llegó a abrir la puerta cuando una granada arrojada desde el exterior la mató al instante.

Al subir a la terraza vemos la otra cara del sistema de ocupación, una realidad contrastante con el hacinamiento de Aida: una gran extensión de territorio natural, salpicada por los usuales puestos militares y colonias. Aida es un castigo urbano a donde unos son confinados para controlar el territorio.

Desde el techo puede verse también la escuela primaria levantada por la ONU. No tiene ventanas, fueron bloqueadas después de seis incidentes en la que guardias israelíes dispararon contra las aulas desde las torres de observación del muro.

Munther comenta, con su ya típica ironí,a que al menos eso ayuda a conservar el calor en invierno, pero que en verano crea un ambiente asfixiante para los hasta 45 alumnos por aula.

cronica-palestina-7El guía se arrepiente de que hayan aceptado vivir en las casillas construidas por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ya que se hicieron siguiendo modelos que no atienden a las necesidades prácticas de las familias, son insuficientes para albergar al gran número de personas que compone cada una y están lejos de saciar sus necesidades de todos los días. Sus techos de chapa fueron reemplazados por los mismos habitantes para evitar el calor abrazador que se genera con el sol.

Para Munther, las carpas no sólo resultaban más prácticas, sino que le representaban una situación temporal. Acomodarse a una casa de concreto es sinónimo de aceptar la permanencia del estado en el que se encuentran él y el resto de los refugiados.

El costo de la felicidad

Caminamos por las calles del barrio “Abdul Rahman”, llamado así por Abu Shadi, un joven de 13 años asesinado en 2005 por militares israelíes. Ahí vive su familia y sus amigos, en callejones de colores que recuerdan a las pintadas de La Boca, razón por la que se la llama “la calle colorida”.

Un grupo de chicos nos sigue por todo el trayecto, curiosos, distantes al principio. Munther les tiene que explicar qué buscamos antes que nos tomen confianza. Después posan sus ojos sobre las cámaras de fotos, con las que se divierten un rato.

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Juegan un juego peligroso los chicos de Betlehem, Hebrón y otras ciudades. Si ven a un extranjero con aspecto de “gringo” le saludan con un “shalom” (“paz” en hebreo, saludo común entre la comunidad judía y hermanado con el árabe “salam”). Si algún desprevenido no entiende el código y devuelve el saludo, puede ser tomado como un israelí y sufrir la “venganza” de los menores. Es que para muchos de estos chicos el único contacto que han tenido con un israelí se da en su relación con los soldados.

Una de las anécdotas que nos contaron al respecto relataba cuando los soldados persiguieron a un grupo de chicos después de que estos estuvieran arrojándoles piedras. En la huida, perdieron dos bicicletas a manos de los israelíes. Entonces, acompañados por Munther, se pararon frente al muro a cantar por sus bicicletas. Al cabo de un rato las tuvieron de vuelta.

Para Munther, enseñar alegría a los chicos es una de las mejores herramientas que tienen a mano para resistir. Cuando la ocupación se filtra en cada uno de los aspectos y momentos de su crecimiento, poder transmitir la felicidad de vivir se vuelve una lucha tan grande como la política y la económica.

*Crónica aparecida en dos partes en el portal Notas (www.notas.org.ar)