Guernica y Palermo a un pase de distancia
Se entienden apenas con un gesto. La rubia juega de siete, arquea las cejas y pica al vacío. Viaja desde Palermo en el 95 mientras lee apuntes para el CBC. Los viejos, universitarios ambos, la llevan a los partidos en auto para que no se pierda todo el sábado arriba de un micro. Lo haría cualquiera capaz: cualquiera que pudiera. La morocha se para de ocho, la pisa para que aparezca el espacio y la pone en profundidad. No se preocupa: sabe que su compañera va a llegar sobrada para tirar el centro. Alcanza a pedirle al utilero una chocolatada antes de que arranque el entrenamiento. Un colectivo, un tren y otro colectivo hasta Avellaneda. El segundo cordón del conurbano queda lejos del centro de la Tierra. Dos horas sentada al lado de su hermana, mirando cómo las estaciones pasan de largo y el fútbol, aun sin las promesas de fortunas del masculino, obra como pasaje a la felicidad, al prestigio, a ser alguien en un mundo de nadies.
Se encuentran ahí, es decir, en la cancha. ¿Y dónde más? Si el resto es burbuja, gentrificación, los parecidos con los parecidos, la pobreza en la ajenidad, el ascenso social que no existe, la política que viaja en cohete, la informalidad que esconde la sobreexplotación, lo distinto que se sigue por Twitter, la trayectoria de clase como norma.
-¿De dónde sos?
-De Guernica. ¿Y vos?
-De Palermo.
-Ah.
Apenas dos nombres. Podrían quedar en Kigali, en Plutón o en Disney. Vidas preparadas para no cruzarse. Habitus, o sea, modos de vestirse, de pararse y de charlar, que marchan en paralelo. Al mundo del metaverso le sobran los mapadres de la ocho. La economía de la atención demanda la fuerza de trabajo de los mapadres de la siete. Destinos casi marcados aunque los cretinos que venden las versiones aggiornadas del liberalismo sostengan que hay que armar mercados para todo. Hasta de órganos. ¿Y mercados de pies derechos? Porque la pelota viaja limpita, entre la central y la lateral, con la fuerza justa como para quebrar el orden. Cosas que todavía tiene el fútbol en un contexto de biografías cada vez más privatizadas, de espacios públicos cada vez más estrechos, de homogeneidades que se reproducen con el aval de quienes se encierran entre iguales. Así resulta sencillo después sentir que el de al lado es un otro.
El cinismo capitalista traza algún que otro punto en común. El IVA, por ejemplo, ese impuesto regresivo que hace que la leche la paguen lo mismo en Puerto Madero que en la Villa 31. O la ilusión de las zapatillas nuevas que se vuelven inaccesibles para las mayorías cuando el 54 por ciento de los menores de 14 años vive en situación de pobreza. Pero ahí adentro, césped de por medio, ninguna divisa vale tanto como el talento y, en el país del campeón del mundo, las gambetas siguen saliendo de abajo de las piedras. Cappa decía que a Víctor Hugo Delgado podían sacarle todo menos la zurda. La mejor igual es del Diego: “Yo nací en un barrio privado. Privado de agua, luz, gas y teléfono”. ¿Será que el talento es algo así como el sueño, ese fragmento de existencia al que el capitalismo todavía no resuelve cómo volver mercancía?
Los clubes funcionan a veces como ese resquicio contracultural que permite lo que el sistema permite cada vez menos. Relaciones que no siempre están animadas por lucrar con el sudor ajeno, patrias pequeñas que se edifican a partir de una camiseta, maneras de estar que suelen no depender del capital económico, cultural y social -la cuenta que materializa la desigualdad- que se trae sobre los hombros. La chiquita de Luna de Avellaneda que patina aunque no tenga ni para comer, el pibe que le escapa a las mierdas de la esquina pateando con los amigos. Son colchones que flotan en el medio del Riachuelo. Pero ojo: no hay “self made man” que valga porque nadie se salva con el hambre planificado y las deudas externas vueltas fuga de divisas. Es la excepción, la honrosa y hermosa excepción, la que sucede cuando Guernica y Palermo quedan nada más que a un pase de distancia.
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Portada: Imagen del sitio de AFA.