Mackandal trae la tormenta: Episodios de la esclavitud en Haití
“¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?”
Alejo Carpentier.
Por Jorge Montero/El Furgón
El caballo viejo giraba el trapiche a paso regular. Mackandal asía las cañas y las empujaba entre los cilindros de hierro. Su voz grave y sorda imponía el silencio a los hombres. Con sus artes de narrador evocaba el viaje que hiciera mucho tiempo atrás, como cautivo, antes de ser vendido a los negreros de Sierra Leona, para llegar finalmente a colonia francesa de Saint-Domingue. Se oyó entonces su aullido desgarrador que alborotó los palomares vecinos. El caballo viejo perdió el paso. Atrapada por los cilindros, que habían girado de pronto con inesperada rapidez, la mano izquierda de Mackandal se había ido con las cañas arrastrando el brazo casi hasta el hombro. Alguno de los negros cortó las correas que sujetaban el animal al mástil del trapiche. Otros corrieron al molino detrás del amo.
Atontada la mirada, sin entender que le había ocurrido, Mackandal no sintió el torniquete de cuerdas alrededor de la axila, para contener la hemorragia. Mucho menos la voz del amo ordenando que se trajera el machete para la amputación.
Dadas las brutales condiciones de trabajo en las plantaciones de azúcar y las enfermedades tropicales que, como la fiebre amarilla, diezmaban a los ekobios, la colonia francesa de Saint-Domingue importaba de 10.000 a 15.000 esclavos africanos por año en la década de 1750. Años después la colonia recibía más de 40.000 negros anuales. Un tercio del total del lucrativo comercio de esclavos del Atlántico, unos 790.000 hombres y mujeres, lo devoraba la isla.
De la Costa de Oro a la Costa de los Esclavos; Mandingas, Yolofes, Fulaces, Gangaes, Longobáes, Maní, Quisí, Lucumíes, Carabalíes, Congos, Motembos, Mombasas, Sacuaes, de lenguas innumerables, eran embarcados en las islas de Cabo Verde o Santo Tomé, en Cacheu o Luanda. Si sobrevivían a los ochenta días de navegación, los esperaba el infierno de las plantaciones.
En todas las Antillas, ninguna colonia tiene la importancia de Saint-Domingue. No hay en las otras islas colonos más ricos, negocios más lucrativos, haciendas más hermosas. Dan vida a Marsella, a Burdeos, a Nantes. A sus puertos llegan mil quinientos buques en el año. En las 750 naves destinadas exclusivamente al comercio con la colonia trabajan 24.000 marinos. En Burdeos hay dieciséis fábricas destinadas a refinar azúcar de la isla. Se importa azúcar y se exporta brandy y hay un centenar de pequeñas industrias que surgen al calor de las destilerías. Los comerciantes de Nantes tienen invertidos cincuenta millones de libras en la isla. Todo el chocolate que se toma en Francia, se hace con cacao de Saint-Domingue. Y, con el cacao, exporta la isla setenta y tres millones de libras de café, seis millones de libras de algodón. Todo esto lo trabajan los negros. Ellos han limpiado los montes; ellos, plantado el café. Ellos descargan los barcos, barren la casa del patrón, llevan al trapiche la caña. El negro es otra riqueza, otro animal. Los barcos traen negros y brandy. Los ricos tienen tantas mulas, tantas vacas, tantos negros. Nantes, Burdeos, Marsella, invierten dinero en telares, en fábricas, en negros. Así surge esa burguesía rica que va a apropiarse de la revolución en la metrópoli.
Gentes satisfechas, orgullosas de su industria, del movimiento que han dado al puerto, de la belleza que es hoy la colonia, con los cafetales que parecen olas de espuma verde, las casas de los esclavos que se ven blancas de cal entre los racimos gigantescos de los plataneros. En el centro de las haciendas, los caserones de los amos, y los corrales, y la capilla, y las criaturitas blancas que arrullan las esclavas cantándoles en creole, canciones del África. Todo esto es riqueza, prosperidad. Los ríos pueden cruzarse por puentes de sólidos arcos romanos; a los trapiches se lleva el agua por acueductos de piedra. Hablan los colonos de estas cosas no sólo con la natural satisfacción que da el dinero, sino contentos de haber hecho una obra de redención humana, porque han sacado a los africanos del pavoroso infierno de su patria, para acomodarlos en el dulce paraíso de Saint-Domingue. La iglesia los bendice. Medio millón de negros hay en Saint-Domingue: los blancos son 30 000. Por cada blanco que los mira con el látigo en la mano, hay 17 negros que trabajan a destajo.
En las calles del París de las Antillas suele azotarse a los negros. En las heridas se les echa limón y sal, para que no gangrenen. A una cocinera se le quema un bizcocho en el horno, la dueña de casa pasa a la cocina para reprender esta falta que la hará pasar una vergüenza con sus invitados: “Echen esa negra a la estufa” -dice a las otras, y, mientras la cocinera perece entre las brasas, la señora regresa a atender a su visita con toda compostura. En los campos, por cualquier insolencia, se entierra vivos a los negros dejándoles afuera la cabeza y echándoles miel para que vengan las hormigas y terminen el trabajo. Es claro que nadie hace a gusto estas cosas. Para las faltas menores siempre está el collar de ahorque o la máscara de hierro. Un negro cuesta dinero, y perderlo es como quemar una casa. Pero hay que hacerlo así, porque sólo de este modo se mantiene la moral de los demás. Cuando las señoras van al mercado, donde los negreros sacan de los barcos su mercancía, examinan cada esclavo tocándolo en todas sus partes, Luego, para no dejar una impresión de familiaridad le escupen a la cara. Negro que se compra, negro que se marca con el hierro, y en seguida, al trabajo.
Destinado ahora a guardar el ganado, el manco Mackandal, sigue conversando con los suyos, con grandes pausas para mirar el horizonte. Según el relato de los ekobios, Mackandal se fugó de la plantación luego de haber suscitado los celos de su amo por seducir a una joven esclava de la cual este se había enamorado. En esto encontró Lenormand de Mézy un pretexto para maltratarlo. Algunos escucharon al negro decir: “Ha llegado el momento”. Al día siguiente lo llamaron en vano. El amo organizó una batida sin darse demasiado trabajo, poco valía un esclavo con un brazo menos. Además todo bakongo, era sabido, ocultaba un cimarrón en potencia. Por eso los negros de ese reino se cotizaban tan mal en los mercados de esclavos.
Los Ogúns y los xemes enseñaron a los ekobios fugitivos las cuevas donde esconderse y como envenenar sus flechas. Desde entonces siempre hubo cimarrones en rebelión, que se sirvieron de todos los medios, pillaje, incendio, masacre, veneno parar vengarse de sus amos, hasta el suicidio en una última tentativa de liberar su alma y regresar al África. Pero entre todos fue Mackandal, el bossale, el manco, el hougan, el único capaz de unificarlos.
En los montes, incansable, se oye sonar el tambor del vodú; a la luz de las antorchas bailan las negras danzas indecentes. “Mackandal está con nosotros en esta noche oscura. Antes que él nadie pensó en ejércitos de esclavos, generales, reyes y emperadores negros”. Los esclavos, sedientos, beben su palabra antigua. Mackandal pidió un vaso con agua, tenía ronca la voz. Frente a todos, tapa el vaso con su sombrero de paja y con oraciones invoca a los ancestros. Los oyen hablar, vuelan, respiran en los rincones. Destapa el vaso y lentamente con la punta de los dedos saca un pañuelo amarillo: “Los primeros dueños de esta isla fueron los indios que tenían la piel de este color”. La luz de la lámpara empalidece aún más la tela. Mackandal vuelve a sacudir el sombrero sobre el vaso y ante los ojos hechizados saca otro pañuelo, ahora blanco. “Después de los indios, llegaron los franceses con sus caras pálidas como este trapo”. Retoma el pañuelo amarillo y lo estruja con el puño hasta sacarle toda el agua. “Esto hizo la loba blanca con el indio”. Un nudo azogaba las gargantas. Mackandal sacó un tercer pañuelo. Se lo enredó en las manos, oscuro, negro. Lo agitó, bandera para que todos se reconocieran en él. Lo estira y retuerce por las puntas con fuertes nudos. “Esto han hecho los blancos con nosotros”. Sienten sus huesos triturados. Enfurecido, Mackandal rompe el pañuelo blanco con los dientes y grita a los ekobios: “¡Los africanos libraremos a los indios y mulatos de esta isla de toda opresión!”. Se organizan las revueltas en secreto.
Mackandal visitaba continuamente las haciendas de la llanura para vigilar a sus fieles y saber si confiaban en su regreso. Un día daría la señal del gran levantamiento. Y en esa gran hora, la sangre de los blancos correría hasta los arroyos… Los niños que dormitan ahora en las piernas de sus madres, mañana cuando despierten, serán soldados sin sueño, profetiza. Cuatro años duró la ansiosa espera.
Hacía horas que los parches tronaban a la luz de las antorchas y que las mujeres repetían “il arrivera très bientôt!”, “¡el arribará muy pronto!”. Entonces detrás de los tambores se irguió la humana figura de Mackandal. No saludó, pero su mirada encontró la de todos. Y los tazones de aguardiente comenzaron a correr, de mano en mano, hacia su única mano que traía larga sed. Él era el elegido para acabar con los colonos franceses y crear un único país de negros libres en Saint-Domingue.
La insurrección fue de una ferocidad que todavía estremece. A la luz de la candela brillaban los machetes ensangrentados, colorados y vengadores. El humo de la quemazón envolvió la isla y se extendió por el Caribe. Ardieron las casas de las haciendas con todos los amos dentro, fueron descuartizados blancas y blancos, envenenaron sus pozos de agua… Junto a sus vodús, entraron a la guerra los que habían vivido atados a las carretas, al trapiche, a los picos y fosas, a las calderas de los barcos, a los excusados y letrinas. Las mujeres con sus vientres maduros; los niños con piedras y hondas. Todos aquellos que podían herir con las uñas y los dientes: los cojos, los ciegos, los mancos.
Sangó, el orishá de la justicia, de los rayos, del trueno y del fuego, fue nombrando a sus generales: “Mackandal, te hago mariscal. Vengarás la sangre de los ekobios torturados”.
No podía esperarse nada distinto de pueblos que venían de las cacerías humanas del África, de los encadenados en las naves de los negreros, de las ventas que confirmaban los colonos con fierros de herrar a sus esclavos, de los azotes, mutilaciones y castigos del infierno que se aplicaban a la más leve falta en el trabajo, para sancionar al menor capricho del amo. Una década de revueltas.
Oponer el terror negro al terror blanco. Fue la noche más roja del siglo, la más frenéticamente bailada. Destruyeron mucho porque habían sufrido mucho.
Había pasado el tiempo cuando exasperados por el miedo, borrachos de vino por no atreverse ya a probar el agua de los pozos, los colonos -sombras ya- seguían azotando y torturaban a sus negros en busca de una explicación a tanta muerte, que no encontraban. La rebelión seguía, mientras tanto, diezmando a sus familias, acabando con ganados y crías, sin que las rogativas en las iglesias, los saberes médicos, las promesas a los santos o la visita a las curanderas, lograran detener de mancha de la muerte.
El gobernador había proclamado el estado de sitio en la llanura. Todo aquel que se moviera por los campos, o en las cercanías de las casas después de la puesta del sol, era derribado a tiros de mosquete sin previo aviso. La guarnición desfilaba por los caminos en advertencia de muerte. Pero la revuelta seguía incontenible. Aquellos hombres que no se dejaban intimidar por los edictos impresos en París, ni por las blandas reconvenciones del Código Negro, ahora tenían miedo. Mientras sus mujeres se entregaban a los rezos y rogativas, hincadas junto a los clérigos, por la captura del mandinga.
Confundidos, los soldados del rey los persiguen por el norte cuando andaban por el sur. Pero tantos años en rebelión hicieron olvidar a Mackandal que estaba en guerra a muerte contra los amos. Y un día, enamorado de una mujer, borracho, bailando, lo toman prisionero en la habitación de la hacienda Dufrené, en Limbé. Los ekobios no lo creen. Nadie lo cree ¡No es hombre para dejarse atrapar tan mansamente!
Juzgado por el Consejo Superior de Cap-Français, “… debidamente nos hemos convencido de que él fue prestigioso entre los negros y que los ha corrompido y seducido por su prestigio y estuvo participando en actos de impiedad y profanación, de los que le sería entregado una mezcla de cosas santas para la composición y para el uso de los llamados paquetes mágicos, usando la adivinación, y que a los negros les era vendido y distribuido veneno de todo tipo”, es declarado culpable el 20 de enero de 1758.
“Dicen que lo quemarán vivo. Eso no es posible, papá Ogún lo protege y no hay llama que pueda quemarlo”. Hondo, ronco, se oye el llamado del tambor. “¡Vodú!”.
Fue un tórrido lunes de enero, poco antes del alba, cuando las dotaciones de la Llanura comenzaron a entrar en Cap-Francais. Conducidos por sus amos y mayorales a caballo, escoltados por guardias armados, los esclavos iban atestando lentamente la Plaza Mayor. Los tambores militares redoblaban sin pausa. Mientras varios soldados amontonaban haces de leña al pie de un poste de quebracho. En el atrio de la iglesia, a pocos pasos, junto al gobernador, los jueces y funcionarios de Luis XV, se hallaban las autoridades capitulares, aposentadas en las butacas. Abajo cada vez más apretados y sudorosos, los negros esperaban un espectáculo que había sido preparado para ellos. Porque esta vez el escarmiento sería con fuego y no con sangre.
De pronto se hizo un gran silencio, aun cuando los tambores seguían redoblando con solemne compás, nadie los escuchaba. Las mujeres de los colonos cerraron sus abanicos a un tiempo. Con la cintura ceñida por un calzón rayado, cubierto de cuerdas y de nudos, cubierto de lastimaduras frescas, Mackandal avanzaba hacia el centro de la plaza. Los amos interrogaron las caras de sus esclavos con la mirada. Pero los negros mostraban una ingente indiferencia.
Mackandal estaba ya adosado al poste de tormento. El verdugo había agarrado un rescoldo con las tenazas. El gobernador desenvainó su espada y dio orden de que se cumpliera la sentencia. El fuego comenzó a subir hacia el manco. En ese momento, Mackandal agitó su muñón que no habían podido atar, en un gesto terrible, aullando conjuros desconocidos y echando su torso violentamente hacia adelante. Sus ataduras cayeron, y el cuerpo negro pareció disgregarse hundiéndose entre la masa de ekobios. Un solo grito llenó la plaza.
“¡Mackandal sauvé!” “¡Mackandal sauvé!”, “¡Mackandal salvado!”
Y entonces fue la confusión y el estruendo. Los guardias se lanzaron a culatazos sobre la negrada aullante. Y ya nadie vio como una llama crecida por el pelo encendido de Mackandal, ahogaba su último grito en la hoguera.
Cuando todo pasó, la hoguera ardía normalmente y la tormenta venida del mar levantaba un espeso humo hacia los balcones, donde las señoras sofocadas cerraban los ojos llorosos. Ya no había nada que ver.
Aquella tarde, Mackandal, perdido en la hojarasca, diminuto, iniciaba el desmoronamiento de la esclavitud.