Rosa Ana Moltedo, una Madre por la memoria de treinta mil
Por Julián Scher/El Furgón
-Te mando esta foto. La de la derecha es mi vieja.
Una señora con lentes apoya su mano en el símbolo de la memoria. Pareciera estar conversando con dos madres que le muestran los rostros de sus hijos estampados contra un fondo blanco. Ella, sin embargo, mira fijo al frente, con el pañuelo blanco rodeándole la cabeza, el corazón estrujándosele de tristeza y la perseverancia marcando el ritmo de sus latidos.
“Cuando se lo llevaron a mi hermano, mi mamá siguió pagando la cuota social durante varios meses a la espera de que él volviera y pudiera hacer otra vez lo que hacíamos desde siempre: ir a ver a Racing”, contó Carlos Krug, una mañana de sábado en el rincón más alejado de un bar de Caballito, sin saber que el amor incondicional de Rosa Ana Moltedo se transformaría en el hilo conductor de un argumento a esta altura irrebatible: los clubes, asociaciones sin fines de lucro cuyas soberanías descansan en sus masas societarias, fueron también víctimas del genocidio que se desató en el país desde mediados de los setenta porque perdieron miembros legales y legítimos de la institución -o sea, socias y socios- en las garras del terror.
Incluso desde antes de casarse con Federico, Rosa se había acostumbrado a que el fútbol le manejara los tiempos. Las tardes de domingo se hacían largas. A veces, hasta solitarias. Su papel era preparar los sándwiches de milanesas para que su compañero y sus dos hijos se fueran cerca del mediodía desde la casa de la calle Tilcara hacia Avellaneda. De alguna manera, había aceptado que las cosas fueran así y mirarles las espaldas cuando enfilaban uno al lado del otro hacia la Avenida Boedo le justificaba la existencia. Fue el 2 de diciembre de 1976, cuando se enteró de que Alberto había sido secuestrado del departamento de Lavalle al 2200 al que se había mudado hacía poco, que empezó a preguntarse qué sentido tenía seguir respirando.
“En los últimos días de 1976, las manos de Rosa Ana Moltedo y la boca de Antonio Luis Merlo cabían en Racing porque Racing es un club y en un club, un club así, tan masivo, tan emblemático y tan argentino, cabía y cabe todo. Todo cabe en un club: los que sienten que el club es un cachito de sus existencias y los que sienten que el club es la existencia entera, los que lo construyen y los que lo complican, las mujeres y los varones, los chicos que lo descubren y los veteranos que lo abrazan, los que van poco y los que van siempre. Todo cabe en un club y, como todo cabe en un club, también cabía otra dicotomía: las víctimas del genocidio y los perpetradores del genocidio”, se lee en “Racing: espantos y asombros en celeste y blanco”, el capítulo dedicado a la Academia que forma parte del libro “Clubes de fútbol en tiempos de dictadura”.
Rosa debió tragar veneno por los engaños conjuntos de curas, de militares y de civiles. Vio morir en 1980 a su marido con la salud destrozada por el peso de la ausencia. Se puso de pie más como pudo que como quiso, enfiló para la Plaza de Mayo y no regresó. “Estarán, como siempre, frente a la dictadura más sangrienta de este siglo en América Latina, pidiéndole las cuentas que la dictadura tendrá que rendir, tarde o temprano, y con las Malvinas o sin ellas”, escribió Gabriel García Márquez en abril de 1982. Pero Rosa, además de marchar todos los jueves alrededor de la pirámide, se acordó de continuar pagando la cuota social de Carlos, su hijo más grande, para que las crisis económicas no le impidieran llegar a ser algún día vitalicio.
-La encontré en una caja. Le hice un cuadrito y la colgué en la pared.
Rosa vive. Como Alberto. Como los 30.000.
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Portada: Madres de Plaza de Mayo. A la derecha, Rosa Ana Moltedo.