Manuel Vázquez Montalbán: “Las esquinas en que uno ha meado”
“No hay verdades únicas, ni luchas finales, pero aún es posible orientarnos mediante las verdades posibles contra las no verdades evidentes y luchar contra ellas. Se puede ver parte de la verdad y no reconocerla. Pero es imposible contemplar el Mal y no reconocerlo”.
M.V.M.
Por Jorge Montero/El Furgón –
Una educación sentimental, Yo maté a Kennedy, La soledad del manager, Los mares del Sur, Barcelonas, Autobiografía del general Franco, Asesinato en el Comité Central, Galíndez, Pasionaria y los siete enanitos, entre los mil títulos de Manuel Vázquez Montalbán, que nos dejó un 18 de octubre de 2003, sin que nadie pudiera desentrañar en qué momento escribía Manolo sus novelas y ensayos que, por lo demás, aún se venden como pan caliente.
Esa calva entrañable, siempre solidaria y lúcida, trabajaba a toda hora -artículos en todo tipo de papel, prólogos, presentaciones, coloquios, canciones, poemas, comidas de sibarita cocinadas e inventadas por él mismo- y no se le conoce una sola caída en el relleno, auxiliado, no pocas veces, por su alter ego, el detective Pepe Carvalho.
En esos años vertiginosos que vivía España, de “transición”, las frases rotundas de Vázquez Montalbán se han hecho estrictamente necesarias. Era la conciencia crítica de una sociedad que convertía a los banqueros en galanes de moda y en ideales de vida. Duro y tierno (siempre repartiendo con justicia piedras y floreos), irónico pero no cínico, bullicioso pero no frívolo, brillante pero sin pagar ningún precio ante la caricatura del ego en el espejo. La palabra periodística de Manuel Vázquez Montalbán es, con mucho, la palabra más verdadera que se puede leer, aún hoy, en la península. Sobre todo leer, ya que a Manolo –tímido e impertérrito- no le gustaba hablar.
Que escribiría hoy, este catalán empedernido, de las tentativas independentistas; de la brutal represión estatal, rémora franquista; de las veleidades de Guardiola o de Serrat. Barcelona es un tema recurrente en su obra. Él que describió mejor que nadie la fiebre narcisista municipal que, alrededor de la construcción del Anillo Olímpico y de la Villa Olímpica, en 1992, lavó y maquilló fachadas góticas, y modernistas, levantó puentes, diseñó parques, teatros, auditorios, museos, hasta hacerla extraña. Y Barcelona está omnipresente en sus novelas. Puede verse a Pepe Carvalho del brazo de la Charo, deambulando por Las Ramblas hasta el Port Vell, o deleitando una lubina al horno en ‘Casa Leopoldo’, hoy con las persianas bajas. “Hay que beber parar recordar y comer parar olvidar”, decía el entrañable detective.
Pero también, Barcelona toma aire en sus ensayos. Barcelonas, describe la fiebre olímpica que lo dice todo, en una ciudad marcada en su pasado por el protagonismo de la burguesía, pero también por la protesta social de los anarquistas en el ’19, las vanguardias de principios del siglo veinte, o los barrios y sus héroes sin nombre ni apellido intransigentes al franquismo. En tiempos olímpicos hostiles, por un lado, el gobierno y sus sátrapas ilustrados encienden la ciudad como si fuera una vidriera de lujo y, por otro, novelistas y rockeros se meten en callejones oscuros y prenden su fanal crítico, luces cruzadas que sacan chispas.
Criado en la Plaza de Pedró, en el Raval, el barrio chino, universo de personajes de novela negra que se cruzan por las callejuelas con marineros recién desembarcados. Hijo único de una modista y de un militante del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSCU), no conoció a su padre hasta los cinco años, cuando pudo salir de la cárcel franquista. Él mismo militó en este partido y en 1954 fue detenido por primera vez, a consecuencia de su “actividad comunista”. Estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona, en diciembre de 1961 se casa con la historiadora Anna Sallés. Sólo unos meses después, un Consejo de Guerra los condena a él a tres años de prisión y a seis meses a su esposa, junto a otros estudiantes, por participar en una huelga en apoyo de los mineros de Asturias. Los pasó en la cárcel de Lérida, donde escribió su primer ensayo ‘Informe sobre la información’. Pero solo cumplió dieciocho meses de pena, él tan ateo, fue indultado por el gobierno con motivo de la muerte del papa Angelo Roncalli.
Siempre inmerso en la crítica de la izquierda desde la izquierda misma, ya que nunca abandona sus ideas marxistas, y como bien sabemos, no hay peor cuña que la hecha de la misma madera. Este hombre generoso que regalaba prólogos o buscaba editoriales a los nóveles escritores, convertido en un solicitado escritor profesional solía decir: “Hasta los años setenta viví para escribir, a partir de entonces escribí para vivir”.
En 1972 publica Yo maté a Kennedy, donde a la hora prevista, tres balas son disparadas sobre el mandatario estadounidense, una de ellas atraviesa su cabeza. Aquel día aparece Pepe Carvalho, estaba en Dallas. Lo demás, ya es historia. Personaje peculiar el detective privado. Entre Vázquez Montalbán y Carvalho hay similitudes y diferencias. En todo caso ambos desenredan historias, adivinan hechos. Sin embargo, mientras uno escribe libros, Pepe, en la ficción, los quema. “Bueno, Carvalho es un hombre culturizado que se ha desculturizado y entonces se venga de la cultura porque no le ha enseñado a vivir. Pero bueno, también hay como una broma. A veces quemo libros porque un autor me cae antipático, otras veces se trata de una pequeña venganza personal. Una vez quemé una antología de la poesía española porque no me habían incluido como poeta de antología. Entonces, hay distintos elementos que van interviniendo en ese juego, que van desde lo estrictamente lúdico hasta la venganza personal, algo que yo creo, que todo escritor tiene derecho a hacer”.
Deudor de la novela negra estadounidense, Manuel Vázquez Montalbán encuentra las claves de cómo describir la realidad por medio de un instrumento que es el detective, “el que me solucionaba la cuestión”. Es decir, meter al lector dentro de una convención. “Después, para mí, la novela negra norteamericana es la poética del neocapitalismo por cuanto describe esas relaciones durísimas, salvajes, de una sociedad competitiva. Y ese género está basado en un tipo social creado por la gran cultura capitalista, que es el ‘intermediario’. La cultura capitalista es la que crea la necesidad de intermediarios sociales, el psiquiatra por ejemplo, que es el intermediario entre tú y tú mismo; el abogado que es el intermediario entre cualquier persona y el sistema. Y ahí aparece el detective privado, que es la persona que va buscando el mal, que te ayuda a que el mal no te afecte. El privado forma parte de esos intermediarios que ha desarrollado una cultura basada en el miedo, en el miedo a la agresión, una agresión que no se ve, que no es la agresión primitiva que se puede ver en países del Tercer Mundo, donde la violencia es otra cosa. Yo hablo de otra violencia: la estructural, psicológica, la violencia de la competición. De la dureza por llegar a más; la violencia del individualismo…” Y no es casualidad que la novela negra estadounidense nace en un período de máxima brutalidad en el sistema, o sea la gran depresión.
Como hombres de dos mundos, los detectives son seres pesimistas, sin muchas ilusiones. Las perdieron, seguramente, hurgando las sombras de la verdad. “Y Carvalho es el típico ‘Yo He Sido’. Pero, desde la caída del muro de Berlín, todos somos o tenemos la sensación de ser ex algo”, sostenía Vázquez Montalbán.
“Universalmente se está prescindiendo del lenguaje dramático. Ya nadie habla de imperialismo, sino de relaciones centro-periferia. Lo mismo pasa con la lucha de clases, por ejemplo. Yo sospecho que aún sigue habiendo, pero hoy no se habla de burguesía o de proletariado, sino de emergentes y sumergidos, como si se tratara de un problema de natación. Se inventan eufemismos para evitar llamar a las cosas por su nombre, para atenuar la relación entre lenguaje y realidad”.
Vaya mi recuerdo entonces, mientras releo sus libros, incapaz de quemarlos, con más cariño que nostalgia, porque como decía el propio Manolo: “la nostalgia es la censura de la memoria”.