miércoles, marzo 19, 2025
Por el mundo

Las ‘Trece Rosas’ y la tragedia de España

“Porque en España, hasta hace treinta años, los hijos heredaban la pobreza, pero también la dignidad de sus padres, una manera de ser pobres sin sentirse humillados, sin dejar de ser dignos ni de luchar por el futuro.”

Los besos en el pan’ – Almudena Grandes

Por Jorge Montero/El Furgón –

La noche era tiempo para darse ánimos con la última visita de los seres queridos, para abrir las cancelas de las celdas y dejar volar la imaginación. La hora era inusual. La mayoría de las reclusas dormía ajena a la tragedia que estaba a punto de ocurrir. Ese no era el momento elegido para las “sacas”, cuando la directora, doña Carmen de Castro, y alguna de sus lugartenientes, recorrían las galerías con las fatídicas listas en la mano.

Entonces el corazón de las penadas se desbocaba y una presión insoportable se apoderaba de su pecho, mientras uno a uno, desgranaban los nombres de las internas que figuraban en la orden de ejecución para ser conducidas a la capilla; donde un magnánimo sacerdote las confesaba, so pena de no permitir que escribieran la última carta a sus familiares. Tan sólo unas pocas horas las separaban de la muerte.

Las Trece Rosas marchan por las calles

Aquel repicar de nombres sonaba a letanía. La compañera, la amiga, la desconocida. La sensación era de agobio y de miedo, de rabia por las mujeres que iban a caer. Nadie dormía en una noche de “saca”. Y qué decir de quienes escuchaban su nombre y apellidos, que retumbaban como un eco. Habían sido condenadas a la pena capital en consejos de guerra sumarísimos de urgencia. Cada jornada que pasaba era un día ganado a la muerte, a la que soñaban con esquivar para siempre con peticiones de indulto que conmutaran el piquete de ejecución por treinta años de reclusión. Toda una vida entre rejas, pero vida al fin.

Ese 4 de agosto hacía tres días que había tenido lugar la anterior “saca”. Cinco compañeras habían recorrido entonces los escasos quinientos metros en línea recta que separaban la cárcel de mujeres de Ventas, de la antigua tapia del cementerio del Este. Nunca se sabía cuándo habría otro fusilamiento. No había una regla fija, pero desde que las ejecuciones de mujeres se iniciaron el 24 de junio anterior, con el fusilamiento de las hermanas Manuela y Teresa Guerra Basanta, rara era la semana en la que no había alguno. Era lógico, pues, pensar que el temido ritual no tardaría en repetirse. ¿Pero a medianoche?

Quince internas habían salido a juicio en la mañana del 3 de agosto y todas, salvo una, habían regresado con “la pepa” -la pena de muerte-, por el delito de “adhesión a la rebelión”. Era la primera vez que tantas mujeres eran apiñadas en un mismo expediente. La mayoría, además, menores de edad. Volvieron descompuestas, con el rostro desencajado, como si lo ocurrido no pudiese ser verdad. Con ellas habían sido juzgados cuarenta y tres hombres. Había novios, maridos, compañeros de partido y desconocidos. En total, cincuenta y siete condenas a muerte de jóvenes que en muchos casos no habían cumplido los veinte años o apenas los sobrepasaban. El crimen: su pertenencia a las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas).

Trailer del film “Las 13 rosas”

https://www.youtube.com/watch?v=qAr3i34SE-k

Regresaron tarde, ya de noche, y tan pronto como despuntó el alba y pudieron recuperar un poco de sosiego comenzaron a redactar peticiones de indulto con la ayuda de otras compañeras. Los escritos debían ser recogidos en la prisión por sus familiares, que se encargarían de entregarlos en Burgos y esperar la clemencia de los vencedores. Allí permanecía aún el Gobierno de Franco, pese a que hacía ya cuatro meses que la guerra había terminado. Madrid había sido una ciudad roja, heroica, el símbolo de la resistencia de la República durante veintinueve meses de asedio ininterrumpido, y las purgas iniciadas tras la entrada de las tropas nacionales no garantizaban aún la plena seguridad del Generalísimo.

Taller de confección en la cárcel de Ventas, durante la visita de una delegacion argentina.

“Querida mamá y hermanos. Me alegraré que al recibo de estas alegres letras estéis bien, yo bien, gracias a Dios. Mamá, espero que no llores, pues como puedes comprender, soy y somos inocentes de todo lo ocurrido”.

“Mamá, espero que vayas a casa de mis amigas y vayáis todas juntas a todos los lados, pues pensar que soy inocente, igual que mis amigas, la Adelina y Julia. Iros a las Salesas y mirar las tablillas de penados y hacer cada uno de vosotros, o sea, los tíos y tú, solicitudes de indulto, y ponéis que Julia Conesa, natural de Oviedo, edad diecinueve años… bueno, ya sabéis cómo hacer todo, pero hacedlo, no lo dejéis de la mano”.

“Mamá, necesito avales para que vayan junto con las firmas de los vecinos, y ve a ver a todas las personas que conozcas, pues es de mucha urgencia lo nuestro. Hacer todo lo que podáis por mí, que otras personas respondan por mí”. “Mamá, ánimo y no llores, que tú has sido siempre muy fuerte; y no te vayas a poner mala”.

“Mamá, pidan inmediatamente la revisión de la causa para las tres, pero lo más pronto posible. Bueno, con todo el cariño me despido de todos, esta que nunca os olvida, ni ahora ni jamás, vuestra hija, hermana y sobrina”.

Milicianas en Madrid

Las cartas estaban garabateadas. Los nervios se habían calmado durante la jornada. Las muestras de apoyo, el cariño y la solidaridad de las compañeras habían relajado la tensión. Disuelto el impacto de la noticia, los nervios habían dado paso al cansancio.

El descorrer de cerrojos, el tintineo de las llaves y las pisadas de las funcionarias, en la madrugada, atronaron en el silencio de la noche. Una noche de verano, calurosa, rota sólo por los ladridos lejanos de los perros, las toses de las internas, el llanto apagado de algunas incapaces de conciliar el sueño, y el agitarse de los cuerpos al rozarse por la falta de espacio. Más de cuatro mil presas en un espacio destinado a cuatrocientas cincuenta, que se repartían por celdas, pasillos, escaleras y lavatorios.

Tapa de “Las Trece Rosas”

Anita, Ana López Gallego, había apurado su costura hasta pasada la medianoche. “Creo que por esta noche me puedo acostar”, dijo con alivio, y su amiga Carmen asintió. Fue entonces cuando se abrió la puerta. Allí estaban la señora directora y su funcionaria de confianza, envuelta en una capa azul marino. Llevaba la lista en la mano. Anita se levantó sin pestañear. Tampoco tuvo dudas de que venían a por ellas.

“No llame a mis compañeras, ya las llamo yo”.

Y ella misma las despertó. A Victoria Muñoz y a Martina Barroso. Ellas tres eran las únicas condenadas que permanecían en el departamento de menores, mientras otras de igual o menor edad vivían repartidas en el enorme caos que era la prisión. Victoria lloraba. Y lo hacía con una cadencia nerviosa, sin aspavientos. “¡Mi pobre madre! Primero Juan, y ahora Goyito y yo”. Su hermano Juan había muerto en comisaría a consecuencia de las palizas recibidas, y Gregorio, Goyito, había sido fusilado el 18 de mayo.

Milicianas en Madrid

Desesperada, se aferró al cuello de otra compañera: “¡Mari, que me matan! ¡Mari, que me matan!”. La voz de Anita sonó firme, pero no a reproche. “Por favor, Victoria, sé valiente”. Y Victoria Muñoz García, dejó de llorar.

La “saca” continuó por toda la prisión, hasta que se hubo completado la lista. Ventas no disponía aún de una galería de condenadas a muerte y las funcionarias tenían que ir sala por sala buscando a las mujeres incluidas en las órdenes de ejecución. Los nombres, sus nombres, retumbaron por las galerías, viajaron de boca en boca: “Se llevan a las menores”. Ana López Gallego, Victoria Muñoz García, Martina Barroso García, Virtudes González García, Luisa Rodríguez de la Fuente, Julia Conesa Conesa, Elena Gil Olaya, Dionisia Manzanero Sala, Joaquina López Laffite, Carmen Barrero Aguado, Pilar Bueno Ibáñez, Blanca Brisac Vázquez y Adelina García Casillas. Sí, también Adelina, la mulata, como la conocían todas por su tez morena y sus labios gruesos; la única interna que podía moverse sin problemas por toda la prisión voceando los nombres de las destinatarias de correspondencia. Trece mujeres sin esperanza. Sólo Julia Vellisca había salvado la vida en aquel consejo de guerra a cambio de doce años de reclusión.

Procesión de Corpus Christi en la cárcel de Ventas

Antonia Torres Llera escuchó a las funcionarias gritar el nombre de sus compañeras mientras recorrían la prisión en su busca. Aguardó sobresaltada a que la llamaran a ella, también condenada, pero no lo hicieron, y por un instante tuvo intención de ponerse en pie para advertirles. Un error mecanográfico en la orden de ejecución al escribir su nombre, Antonio por Antonia, le permitió eludir de momento la tétrica ceremonia. Paralizada por el miedo, esperó en silencio a que se percataran de su ausencia. Transcurrió un tiempo imposible de medir, probablemente sólo unos minutos que le parecieron eternos, hasta que escuchó el ruido de un camión al arrancar y tuvo la certeza de que se había salvado de la “saca”. En ese momento la invadió un extraño sentimiento de culpa, como si al evitar la muerte estuviese traicionando a sus amigas.

Los nervios dieron paso a un estado de agitación que era incapaz de contener. “¡A mí no me matan! ¡A mí no me matan!”, repetía y subía el tono de voz. Balbuceaba atropellando las palabras y una compañera le tapó la boca con la mano para que no llamara la atención. “¡Calla, que te van a oír!”. Tras el descorrer de aldabas y el sonido de puertas al cerrarse, el penal se sumió en un silencio lúgubre. Primero fue una descarga de fusilería y, pasados unos segundos, el sonido rítmico de los tiros de gracia. Sus compañeras de prisión abrazaron a Antonia. “Deberías estar contenta, Antonia. Estás viva”, le susurró una de ellas.

Homenaje a las Trece Rosas

Cuando dieron las cuatro de la mañana se escuchó el ruido de un camión viejo. La celadora encargada de la puerta principal de la cárcel de mujeres de Ventas, franqueó el acceso al oficial de la Guardia Civil que se había apeado del desvencijado vehículo. Traía la nota con los trece nombres de aquellas muchachas. Doña Carmen Castro asintió con la cabeza y ordenó la salida de las reclusas.

Una a una cruzaron el portón de madera. Aún era noche cerrada y en el horizonte no se adivinaba nada. Sólo las luces del camión y de algunas farolas ayudaban a dibujar los objetos más próximos. Caminaron en silencio unos metros y subieron a la parte trasera del vehículo.

La madre de Virtudes González era el único familiar que se encontraba a la puerta de la prisión cuando las sacaron, y pudo ver como montaban a su hija en el camión parar conducirla a la muerte. Gritó todo lo que pudo a aquellos uniformados impasibles. “¡Canallas! ¡Asesinos! ¡Dejad a mi hija!”, y al iniciar el camión la marcha corrió tras el con todas sus fuerzas hasta que cayó de bruces. Sus gritos fueron apagados por las funcionarias de Ventas, que, no sabiendo que hacer con ella, la empujaron a la prisión, donde quedó ingresada.

Carcel de mujeres de Ventas

El trayecto fue corto, apenas unos minutos para recorrer en silencio los escasos quinientos metros que separaban el penal del cementerio del Este. Despuntaba de manera tímida en el horizonte la línea de un sol de verano cuando se apearon del camión, y siguiendo las instrucciones de sus guardianes se dirigieron hacia una tapia habilitada en el mismo camposanto como lugar de ejecución. Todo era silencio. Sólo se escuchaban las respiraciones aceleradas, el caminar marcial de quienes las custodiaban, y el ruido metálico de los fusiles al chocar con el correaje.

Cuando llegaron a una pared de ladrillo, en la que se apreciaban con nitidez los impactos de las balas, y les mandaron detenerse, supieron que habían llegado a su destino. Los cuarenta y tres hombres habían sido fusilados unas horas antes. Virtudes supo que no podría abrazar a su compañero Vicente Ollero, y Blanca sintió que no tendría ocasión de cruzar una última mirada con su esposo, Enrique García Mazas. Morirían solas, como antes lo habían hecho ellos. Ejecutados por la justicia de Franco.

Las colocaron en línea, hombro con hombro. Transcurrieron unos instantes interminables, de un silencio espeso, interrumpido por el amartillar de las armas del pelotón de ejecución y las voces de mando del oficial que ordenaba cada paso de aquella ceremonia. Sonó entonces una descarga atronadora que retumbó en el silencio de la madrugada. Las presas de Ventas, que esperaban con el corazón encogido aquel fatídico momento, supieron que “las menores” habían sido ejecutadas. Los días en que el viento soplaba en dirección a la cárcel eran perfectamente audibles los disparos. Después, con una cadencia monótona, sonaron uno a uno los tiros de gracia, que el jefe del pelotón descargaba sobre las cabezas de las víctimas, y que aquella madrugada las presas contaron para confirmar la muerte de sus compañeras. Uno, dos, tres… trece.

Miliciana con su hijo

La muerte quedaba reducida para los verdugos a un trasiego de papeles dando cuenta a tal y cual autoridad de que se habían ejecutado las órdenes. Una burocracia sórdida, hueca, ajena al dolor producido en los familiares de las víctimas, a los que no se avisaba de las ejecuciones ni de las sepulturas. De lo uno y lo otro se enteraban cuando acudían a la cárcel para comunicar o entregar un paquete a sus seres queridos. Fue así como las familias de las que ya se habían convertido para la memoria colectiva de la prisión en “las menores” o “las Trece Rosas” conocieron su muerte la misma mañana del 5 de agosto, cuando algunas de ellas se disponían a viajar hasta Burgos para pedir el perdón del Caudillo por la Gracia de Dios.

“Cuando a las siete y media de la mañana llegamos a la cárcel nos comunicaron que las habían sacado al amanecer y que las habían fusilado -relata María Manzanero, hermana de Dionisia-. Como ya no teníamos que encaminarnos a Burgos nos fuimos al cementerio. No había nadie por allí. Los guardias no estaban y entramos al depósito de cadáveres sin que nadie nos viera. Entonces, ¡Dios mío!, las vimos metidas en las cajas de madera. No me fijé en cuántas eran, sólo buscaba a mi Dioni. Tampoco sé el tiempo que estuvimos allí, sólo que llegó un cura y al vernos llorando y dando gritos nos obligó a salir”.

Los diarios ‘ABC’ y ‘Arriba’ dieron cuenta el domingo 6 de agosto de 1939 de los fusilamientos del día anterior, aunque sin citar ni el número de los ajusticiados ni sus nombres. Eso sí, no se privaron de hacer doctrina: “La Nueva España no puede permitir, y no permitirá, un solo desmán contra el Estado que se instaura, contra el sentido de la Victoria y contra la redención de nuestro pueblo merced al patriotismo. Todo esfuerzo contra este país puesto en pie a través de horribles sacrificios; todo esfuerzo, queremos decir, encaminado a perpetuar los hábitos de la criminalidad política, será perfectamente baldío, porque apenas se haya producido quedará inexorablemente aplastado… nadie, y por ningún motivo, podrá volvernos a la tragedia y al espanto que exigieron una guerra libertadora de tres años”.

Placa en el cementerio de Almudena

Una nueva saca al día siguiente, 6 de agosto, sin que la citaran hizo que Antonia Torres Llera pensara que, definitivamente, se habían olvidado de ella. Transcurrió un mes sin nuevas ejecuciones, hasta el 5 de septiembre, como si la maquinaria institucional de matar se tomara vacaciones por el verano, y las internas volvieron a sus rutinas, evitando hacerse preguntas que no tienen respuesta. También Antonia, que ignoraba que el error mecanográfico que la salvó del paredón ya había sido descubierto. Seis meses después fue incluida en la “saca” del 19 de febrero de 1940 y fusilada.

Para la España victoriosa aquellas muertes no significaron nada. Fueron otras de tantas, todas iguales. Y tanto el desprecio del franquismo hacia sus víctimas, que una resolución la Comisión de Examen de Penas de Madrid redujo la condena de Joaquina López Laffite, una de las Trece Rosas, a seis años de prisión. El documento está fechado el 14 de agosto de 1944, cuatro años y medio después de su ejecución. Una prueba más de la magnanimidad del régimen para con sus asesinados.

“Que mi nombre no se borre en la historia”, pidió Julia Conesa, una de las “Trece Rosas”, en la última carta que escribió a su familia. Sin vacilación somos la memoria que tenemos.