miércoles, noviembre 13, 2024
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¿De qué va la identidad?

Por Coordinadora de Derechos Humanos del Fútbol Argentino/El Furgón –

Es ese. Es él. Javier Matías Darroux Mijalchuk. Aunque todavía no sabe que se llama así. Entra a las corridas a la popular. Bandera en mano. De esas de palo. Azulgrana. Se apura porque se viene el partido. Enfoca el escalón al que quiere llegar. Más o menos donde va siempre. En eso, se lleva puesto a un pibito. No lo había visto entre tanto amontonamiento. El papá del pibito lo mira mal. Mati, que en ese momento todavía no sabe que se llama Mati, ni discute ni pelea ni da explicaciones. Apenas un gesto: agarra su bandera, la envuelve en el cuerpo del pibito y se la regala con una sonrisa. Es ese. Es él. Es el fútbol, es la vida, es San Lorenzo. Es él. El nieto 130.

Matías nació el 5 de agosto de 1977 pero recién se enteró en 2016 cuando desde la filial cordobesa de Abuelas de Plaza de Mayo le confirmaron lo que él intuía desde hacía ya tiempo: que era hijo de desaparecidos. Tenía menos de cinco meses cuando lo secuestraron junto a Elena Mijalchuk, su mamá, que estaba embarazada. A Juan Manuel Darroux, su papá, se lo habían llevado unas semanas antes. Matías fue dado en adopción. La jueza María Romilda Servini de Cubría estuvo al frente de la causa que avaló el procedimiento. El expediente afirma que el bebé había sido encontrado por una mujer el 27 de diciembre a tres cuadras de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA). Si decidió que su historia tomara estado público en estos días es porque necesita la verdad, porque lo agobian las preguntas sin respuestas y porque lo mueve la esperanza de conocer quiénes fueron Elena y Juan Manuel. Igual, alguna certeza tiene: “Me enteré de que mi viejo era de River y algunos amigos me joden con que debería cambiarme de cuadro. Ni en pedo. Podés cambiar de cualquier cosa menos de club. Yo soy cuervo y eso no se toca”.

Se hizo de San Lorenzo solo. Por el barrio, por los amigos. Justo cuando el equipo andaba de capa caída y acumulaba muchas temporadas sin títulos. Su papá de crianza no era futbolero pero portaba un apellido de peso en las calles de Boedo: Bidegain. Pedro Bidegain, presidente del Ciclón entre 1929 y 1930, diputado nacional por la Unión Cívica Radical y el dirigente con cuyo nombre fue bautizado el Nuevo Gasómetro, era su bisabuelo adoptivo. “Nosotros deberíamos tener un palco para la familia”, solía decir Matías, mitad en broma y mitad en serio. ¿Por qué guardó durante años un pedacito de pasto del Gigante de Arroyito que se trajo cuando San Lorenzo quebró el maleficio y se consagró campeón del Clausura 1995? ¿Por qué viajó hasta Jujuy para ver un partido más de un campeonato más? ¿Por qué le mandó a su pareja una carta en la que, además de un texto breve, había un mechón de pelo azul y otro rojo? Su explicación es contundente: “El fútbol es una pasión irracional. Es ser parte de la masa, del barro. Es abrazarse con el que está al lado sin que te importe quién es. Es una pertenencia colectiva. Es, como le dije una vez a mi compañera, amor por la camiseta y pasión por los colores”.

Matías supo desde chiquito que era adoptado. Su mamá de crianza falleció cuando él tenía cinco. Durmió en los subtes y en las plazas durante parte de su adolescencia porque consideró que tenía más de lo que le hacía falta. Se mudó a Córdoba antes del final del siglo. Estudió filosofía en la universidad. Descubrió que el ajedrez era un atajo para aferrarse a las ideas sin saber que Elena, su mamá, jugaba de maravillas. Hizo coincidir uno de sus regresos a Buenos Aires con el cierre de 2001. Quería ver a San Lorenzo campeón de la Mercosur. La crisis del país obligó a postergar el encuentro. De golpe, estaba en el Congreso soportando los palos y los gases en medio del estallido. No pudo volver en enero de 2002 para enloquecer con el penal de Diego Capria.

En 2006 –asegura con la voz firme- decidió que era el momento de dejar de pensar sólo en él. Imaginó que en una de esas había gente buscándolo. Roberto Mijalchuk, su tío, lo esperaba del otro lado. El resultado arrojado por el Banco Nacional de Datos Genéticos fue sólo un 17 por ciento de coincidencia. Siguió adelante. Una década más toleró la incertidumbre. Lo citaron un día a las tres de la tarde. El 17 por ciento se había transformado en un dato contundente. Le contaron que era víctima del plan sistemático de apropiación de menores desplegado por la última dictadura. Escuchó la palabra Elena, escuchó la palabra Juan Manuel y le puso una pieza clave a su rompecabezas.

Matías esquiva el triunfalismo. Ni redes sociales ni reconocimientos individuales. Prefiere creer que lo suyo es un granito de arena en una lucha colectiva. “Una playa entera es tu aporte, nene”, le replicó Estela de Carlotto. Ante el desafío de elegir un recuerdo cuervo, sorprende en el mismo sentido. Ni 1995 ni 2001 ni 2014: 1998. 30 de agosto. Cuarta fecha del Apertura. Estadio Monumental. Entró caminando por Lidoro Quinteros con Tomás, su primo. Escalaron alto hasta la tribuna y se sumergieron entre les 10.000 hinchas que colmaron la tribuna visitante. San Lorenzo no había festejado aún en lo que iba del torneo y dio el golpe ante el rival menos pensado en un 4 a 3 para el infarto. Federico Basavibaso, dos del Beto Acosta y uno de Pipo Gorosito. “Siete goles y tanta pasión, se lo merecen. El potrero, también”, sentenció el comentario que el diario Clarín publicó sobre el clásico. La crónica de Matías le sale de las entrañas: “Ganarles ahí fue inolvidable. Nos tenían de hijos. Pasan los años y ese partidazo no se me borra de la cabeza”.

Es como si estuviera de nuevo ahí. Y entona uno de sus himnos preferidos: “Esta hinchada hizo la cancha y jamás olvidará/ que la tuya te la hizo el gobierno militar”.

-¿Qué es volver a Boedo, Mati?

-Recuperar la identidad. Historia y memoria. Que nos devuelvan lo que nos sacaron los milicos. Una pelea inclaudicable.

-Más o menos tu vida.

-Puede ser. La mía también es una pelea inclaudicable: nunca voy a dejar de buscar a mis viejos.