miércoles, octubre 9, 2024
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Wild Wild Country: La libertad es fanática

La serie documental Wild Wild Country, quizá el suceso del año en Netflix, deja preguntas que van más allá de lo ocurrido en la comuna norteamericana de Rajneeshpuram.

Por Fernando Chiappussi/El Furgón

¿Pensaría en Osho el Indio Solari cuando escribió el “Blues de la libertad”? No sería extraño, dada su fascinación con la contracultura, la delincuencia y los propios Estados Unidos. La serie de seis capítulos Wild Wild Country, muy comentada desde su estreno el pasado otoño en Netflix, se ocupa de una bizarra etapa en la vida del profesor universitario hindú devenido líder espiritual: la construcción de un millonario paraíso comunal en el interior del estado de Oregon, donde vivió con sus seguidores entre 1981 y 1985.

Por entonces se hacía llamar Bhagwan Shree Rajneesh -el nombre Osho lo adoptó recién en su último año de vida- y la ciudad levantada en un solitario lote de 26 mil hectáreas, Rajneeshpuram, llegó a albergar a unas 7 mil almas en una experiencia de meditación y sexo libre, que seducía -para seguir con el Indio- “invitando a zozobrar”. Pero la oposición de los 47 campesinos que vivían en un pueblo lindero bastó para terminar con el sueño, si bien lograrlo les tomaría varios años. La serie abarca las luchas de ese período.

Osho

Osho aspiraba a unir la espiritualidad de Oriente con las tecnologías occidentales y no tenía ningún prurito contra el sistema capitalista, abrazando la acumulación de riqueza de un modo que enseguida resultó polémico para los ciudadanos de la América interior y puritana (la otra, más liberal y costera, proveyó muchos de sus miles de seguidores y donantes). La experiencia comunal despertó enseguida los peores prejuicios (fue comparada a Sodoma y Gomorra), y los funcionarios que investigaron la nueva ciudad espiritual reconocen que buscaron cualquier resquicio jurídico para presionar al “culto” y obligarlo a mudarse a otra parte.

En el ínterin la secretaria personal de Osho, una connacional llamada Ma Anand Sheela, se convirtió en villana estrella de talk shows y noticieros, y en una de las personas más odiadas del país. Sheela es, por derecho propio, la verdadera estrella de la serie y su personaje más polémico: a medida que la tensión va escalando, la vemos recurrir a medidas extremas que son la zona más oscura del relato. En entrevistas Sheela resulta a la vez cálida, idealista y de gran dureza a la hora de defender su posición: una combinación que resulta familiar y nos hace pensar que de haber ella vivido en Latinoamérica, muy probablemente habría sido guerrillera.

 

Lo fascinante de la serie es que sus directores, los hermanos Chapman y Maclain Way, tuvieron amplio acceso a ambos lados de la disputa y dejan que los protagonistas se explayen con comodidad: sus argumentos no son cuestionados mediante la repregunta sino variando el punto de vista una y otra vez. Para esto se apoyan, además de las entrevistas, en unas 300 horas de archivo fílmico y video encontradas en Portland, mayormente material televisivo que incluía muchas cintas “en crudo” de visitas a la comunidad, así como el tomado por los propios seguidores de Osho.

Así, las certezas que uno parece tener en los primeros episodios se van desintegrando a medida que la serie avanza, en un zigzag mental mucho más rico -si bien menos definido- que el de un documental periodístico tradicional. Los propios cineastas, que pasaron cuatro años revisando el material y haciendo entrevistas, no tienen del todo claro cuánto de todo lo que se dice es cierto ni quién tiene razón.

Lo que sí queda claro es lo endeble de los argumentos esgrimidos en más de una ocasión por quienes representan al gobierno: basta comparar los dichos de uno de los funcionarios, que habla de “maldad en estado puro”, con las reales acusaciones contra Osho y sus asistentes más cercanos (el gurú, como es habitual en EE UU, se declaró culpable de parte de los cargos para recuperar la libertad, a pesar de que tenía argumentos para ganar un juicio). En este punto la paradoja es evidente: la nación que se ofrece como “tierra de oportunidades” -el principal atractivo para la radicación de Osho, a quien el gobierno hindú reclamaba una suma millonaria en impuestos- parece supeditar el ofrecimiento a la cara de quien pase por Migraciones. La estatura de inversor millonario no le bastó a Osho para ser aceptado, pese a que en EE UU existen cultos por lo menos tan polémicos como el suyo: ahí están la cienciología, por ejemplo, o incluso la Iglesia Mormona.

La figura de Sheela y los crímenes que se le atribuyen no debería ocultar esta cuestión. Por otro lado los procedimientos judiciales, que ocupan buena parte de la segunda mitad de la serie, resultarán muy familiares a cualquiera que siga la actualidad argentina con sus casos “resonantes”: ¿no será Osho un líder “populista”? La facilidad con que se pueden trazar paralelos entre la investigación periodística y judicial de Rashneespuram y el reciente movimiento de excavadoras en Santa Cruz habla más bien de un parecido, por no decir una flagrante imitación, entre la metodología procesal esgrimida por los funcionarios de EE.UU -con la decisión política subyacente- y la de nuestro juez Barubudubudío. Otra vez Solari: la libertad “ya no puede soportar / la pendejada de que todo es igual / siempre igual, todo igual, todo lo mismo”. Parece que sí: la libertad es fiebre.

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