Yasujiro Ozu: TODO QUEDA EN FAMILIA
Por Fernando Chiappussi/El Furgón.
- El más japonés de los cineastas es objeto de un ciclo retrospectivo en la sala Lugones. Una buena oportunidad para conocer a un verdadero maestro.
En su autobiografía, Akira Kurosawa recuerda el momento en que tuvo que defender su primer largometraje frente a la comisión de censores del Ministerio del Interior nipón (por entonces, una ópera prima era vista como una suerte de tesis para recibirse de cineasta).
El joven Kurosawa se encontró con una larga mesa de reuniones: en el otro extremo tomaban café los funcionarios que decidirían su futuro. Frente a ellos, un puñado de cineastas presentes para defender al candidato si era necesario. “Por supuesto, nadie me ofreció café” cuenta quien luego dirigiría Los siete samurais.
Para colmo, su mentor no había podido asistir a la reunión, pero le aseguró que “todo saldría bien porque Yasujiro Ozu estaría presente”. Comenzó el debate: los censores criticaban escenas que veían “muy anglosajonas”, mientras la defensa guardaba un silencio respetuoso. Herido en su orgullo, el debutante iba levantando temperatura a medida que su película era hecha jirones, hasta que no aguantó más y se levantó de la silla, dispuesto a cantarle al jurado cuatro frescas.
En ese preciso momento, y antes de que pudiera hablar, Ozu se levantó también y dijo: “Si cien es el puntaje perfecto, este film tiene 120. ¡Felicitaciones, Kurosawa!” Más tarde, en un bar cercano, Ozu le elogiaría largamente la película, mientras el joven se lamentaba por no haber tenido la oportunidad de revolear una silla. “Hoy”, escribe Kurosawa en 1982, “lo que más le agradezco a Ozu es haber evitado que lo hiciera”.
La escena pinta a Yasujiro Ozu (1903-1963) de cuerpo entero, y no estaría fuera de lugar en alguna trama suya. En su cine la sangre nunca llega al río: se trata de historias de contención y su forma de contarlas es quizá la menos espectacular entre todos los grandes nombres de la historia del cine. Sin embargo, Ozu es sin duda uno de los más grandes: su obra de posguerra, quince películas realizadas a un ritmo casi anual hasta su muerte, constituye el ejemplo más acabado de minimalismo cinematográfico, y lo eleva a la categoría de clásico.

Justamente por la opacidad de su artesanía -Ozu es uno de esos cineastas que no gusta de llamar la atención-, su obra tardó mucho más tiempo en ser conocida y apreciada en Occidente, a diferencia de la de contemporáneos más floridos como Mizoguchi y Kurosawa. En este respecto, Ozu tiene algo de John Ford: como él, comenzó en el cine mudo y de manera artesanal, subiendo el escalafón y sin considerar su trabajo mucho más que un oficio.
Si los westerns y películas de acción de Ford influenciaron a Kurosawa (la acusación de los censores no era del todo infundada), puede encontrarse cierto paralelismo entre las películas más familiares de Ford (por ejemplo, Qué verde era mi valle) y las de Ozu, un cineasta cuya carrera se desarrolló íntegramente en el género del shomin-geki, versión oriental de la comedia de situaciones.
Como Ford, Ozu describe en detalle los rituales de la vida cotidiana de sus personajes, aportándoles una profundidad y realismo por encima de la media, sin necesidad de abundar en trucos de guión, ni de tensar la cuerda expresiva de los actores.
Pero la puesta en escena de Ozu no tiene nada en común con la de Ford ni ningún otro cineasta occidental de su época (en los últimos años gente como Jarmusch o nuestro Martín Rejtman han abrevado en ella).
Los conflictos familiares de sus películas son siempre contados sin énfasis, usando una gramática propia que fue destilándose hasta alcanzar el cenit en la obra madura: es una poética de la sustracción. La diferencia se aprecia de inmediato, pero se supera intuitivamente y sin necesidad de erudición. El cine de Ozu es muy accesible, y jamás aburre.
Las bases de este lenguaje son la repetición, el ritmo y la simetría. Su elemento más característico es el llamado “plano tatami”: las escenas de interiores son filmadas casi al ras del piso, en la posición de una persona sentada al modo oriental.
Es habitual que los personajes hablen mirando a cámara, así como que el punto de vista salte en cualquier dirección, sin que dejemos de orientarnos en el espacio donde transcurre la acción. Pero la cámara nunca se mueve en el plano, y otras variables son también sometidas a un férreo control, como la expresividad de los actores -que nunca cae en el efectismo-, la cantidad de acontecimientos y decorados, y hasta el tipo de lente usado por la cámara. Lo que queda es sólo lo esencial, un prodigio de sencillez.
La repetición de elencos y motivos dramáticos da a la obra de Ozu la sensación de ser una única y extensa película, la de la vida misma, en todo su potencial expresivo y filosófico. Su omnipresente equilibrio, que da al vacío la misma importancia que al contenido y lo vuelve un contenido en sí mismo, genera una tranquilidad contemplativa que tiene mucho que ver con la cultura y la tradición zen. Absorber el presente en toda su dimensión: el secreto de Ozu para conseguir tanto con tan poco.

El ciclo del CCGSM, que va del 11 al 19 de agosto, incluye una película de su juventud (He nacido, pero…, 1932) que sorprenderá por el tono de comedia liviana y porque Ozu usa muchos más recursos (¡la cámara hace incluso algunos travellings!). El resto del material tiene el tono agridulce de sus films de posguerra, e incluye clásicos como Primavera tardía (1949) y Una historia de Tokio (1953). Lo que pasó en el medio fue nada menos que la guerra, en la que Ozu fue combatiente, para luego presenciar la ocupación del país por las fuerzas norteamericanas: siete años que sentaron las bases de una forzada modernización de la sociedad japonesa y crearon un abismo generacional, el que separa a padres de hijos en su cine posterior.
Una historia de Tokio es la película más importante de Ozu, y probablemente de la historia del cine japonés. Es fija en las listas de “mejores películas de todos los tiempos” -figura tercera en la última edición de la tradicional encuesta de Sight & Sound-, y un espectador que no conozca a Ozu comprenderá lo justificado de su fama con nada más verla. Una pareja de ancianos llega a Tokio para visitar a sus hijos, que se han integrado a la nueva sociedad industrial y “americanizada”.
El tema de la película es el paso del tiempo y los conflictos que crea entre generaciones; pero el contexto histórico es sólo una parte de la cuestión, ya que el alcance del relato es universal, así como su insuperable capacidad para conmover, que se renueva con cada visión. De hecho, se trata de un film que conviene repasar una vez cada tanto, ya que nuestra perspectiva del mismo cambia ligeramente con la edad. Lo que se mantiene es la sensación que nos embarga a su conclusión: la de que esta película donde no pasa casi nada, parece haber contado absolutamente todo.