Volver a las raíces (lisérgicas)
Santiago Brunetto/El Furgón – Cuando se anuncia la realización de la segunda parte de una película que ha hecho historia sufrimos una especie de pánico que se traduce en la pregunta “¿es necesario?”. Sabemos que el límite de calificación de esta película estará, cuanto mucho, en un “estuvo bien”, ya que jamás superará a la versión original. Esto se incrementa si hablamos de un film que ha sido estrenado hace unos veinte años, que en este tiempo vertiginoso de los millenials parecen cien, y si lleva una marca estilística característica de la época en que fue creada.
Con todo esto se enfrentó Danny Boyle cuando decidió llevar a la pantalla grande la segunda parte de la mítica Trainspotting, siendo el último el aspecto más desafiante de la realización. Lo cierto es que si pensamos en aquel film de 1996, lo primero que se nos viene a la cabeza son los años 1990 y esa especie de contracultura indie, de desafío al “eres tu propio jefe” de la ideología “New Age”, liderada por los hijos del Kubrick de La Naranja Mecánica: los Boyle, los Tarantino, los Fincher, los Ritchie y demás etcéteras. Esa generación, llamada “X”, perdida entre el bombardeo publicitario del combo libre comercio más internet, es aquella que se encargó de mostrar la cruda y violenta realidad material que corría por debajo del lujo neoliberal. Y lo hizo produciendo un quiebre histórico en las formas estéticas y narrativas del cine, por supuesto, porque toda realidad material conlleva sus propios modos de expresión que, definitivamente, no eran los del cine mainstream de 1990.
Trainspotting podría ser tranquilamente la obra más característica de dicha generación. Tiene todos sus ingredientes. Se encarga de mostrar la realidad de un grupo de jóvenes envueltos en el callejón sin salida, del choque entre una atrasada y conservadora Edimburgo y el bombardeo publicitario de la fase de globalización neoliberal del capitalismo. Ese que les dice que “elijan su propia vida” (choose your life), su propio destino, como si fuera un juego de mesa, mientras todo lo que tienen a su alcance es el encierro de una habitación de dos por dos. Allí aparecen las drogas, como en todas estas películas, no como un elemento artificial sino como uno estructural, herramienta de escape a dicha realidad monótona. Trainspotting tuvo también la velocidad del beat ligero Iggy Pop absorbido en su cámara. Los cortes rápidos de tomas y la lisergia de algunas licencias de efectos. Y la crudeza de la cámara en mano, de esa que parece no estar allí más que como elemento de transmisión situacional.
Entonces, en el panorama del cine industrial 2017 (y también del independiente, que cada vez cae más en las tibias fórmulas, tanto narrativas como de contenido, del cine comercial), todo eso no parece encajar. No parece encajar una estructura no lineal, ni parecen encajar las imágenes crudas, ni la velocidad, ni la intención de mostrar la desdicha de los jóvenes del primer mundo; ni parecen encajar unos flacuchos reventados por la heroína (como si estos hubieran desaparecido mágicamente del capitalismo en el siglo XXI).
En este contexto, la secuela de Trainspotting se presenta y es por esto, sobre todo, que causa miedo: el miedo de que un baluarte del cine alternativo se absorba en las recetas industriales (un miedo que podría estar bastante bien argumentado teniendo en cuenta que Boyle dirigió el film lava-culpas imperial Slumdog Millionaire). El miedo de que Mark Renton se haya convertido en un empresario exitoso por las bondades del mercado o que Spud haya sido rescatado de su adicción por alguna institución del Estado. En fin, el miedo de que nos muestren cosas que no le sucede a ningún heroinómano de ninguna ciudad obrera del mundo. Y Danny Boyle juega claramente con esto: hasta la mitad de Trainspotting 2, Renton parece ser un muchacho que ha podido salvarse mudándose a Amsterdam, obteniendo un buen empleo de oficinista, construyendo una familia, que ahora vuelve para rescatar a sus amigos encerrados todavía en los suburbios de Edimburgo. Pero entonces esa imagen se cae a pedazos y el hombre vuelve a probar la heroína junto a sus antiguos amigos, y recae en los encantos de los callejones de la ciudad. Y vuelve a su habitación de dos por dos.
Trainspotting 2 no viene a inventar nada, sino que viene a cerrar el círculo del grupo de amigos y en esa sutileza se haya su valor; en eso y en mantener las premisas narrativas y estéticas de la primera versión. La secuela viene a contestarle a aquellos que alguna vez se pudieron haber preguntado: “¿Qué habrá hecho Renton con las libras robadas?” Nada, Renton no pudo hacer nada más que intentar vanamente vivir en Amsterdam. Aunque quiso seguir el lema choose your life, la realidad material se lo impidió y sólo le resta volver a su habitación de la adolescencia a escuchar Iggy Pop.