El asesino cerca de mí
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Dos documentales latinoamericanos recientes miran a los represores del pasado desde un lugar inusual: sus propias casas.
Por Fernando Chiappussi/El Furgón – Una joven chilena llamada Lissette Orozco se había propuesto hacer una película para defender a su tía de las acusaciones que la habían llevado al exilio. “Cuando era niña tenía una ídola, mi tía Adriana” dice Orozco, recordando los frecuentes viajes de “Chany”, que había sido secretaria de un alto funcionario y siempre volvía con regalos para toda la familia. Pero el gobierno para el que había trabajado no era otro que el de Augusto Pinochet, y con los años recaería sobre ella la acusación de haber sido agente de la DINA, la temible policía secreta del régimen. Adriana se defendió como pudo y cuando sintió que el cerco judicial comenzaba a cerrarse, huyó a Australia para evitar ser detenida.
Trailer de “El pacto de Adriana”
Su sobrina Lissette, nacida en 1987, se propuso tender un puente con ella a través de la red, grabando sus conversaciones por Skype e incitándola a filmar su propia vida en el exterior. No fue fácil: Adriana había pasado de ser el orgullo a la vergüenza del clan, y su hermana, la madre de Lissette, se negó a tener contacto con ella. En El pacto de Adriana (2017), la acusada niega infinitas veces haber participado de las actividades de la DINA, conocida por torturar y matar a miles de presos políticos en los años de plomo. Arenga a su sobrina a ayudarla a conseguir pruebas de su inocencia, en la forma de testimonios de personas que la conocieron entonces. Pero a medida que avanza la campaña, los indicios son cada vez más contundentes: el momento clave será el encuentro con Jorgelino Vergara, el cafetero que denunció los horrores por él presenciados en la DINA, y que ya tuvo su propio documental (El mocito, 2010). El pacto de Adriana pone incómodo al espectador: uno se sorprende esperando que, como en tantas películas, al final todo se dé vuelta y aparezca una revelación que tranquilice nuestras conciencias. Porque la tía de Lissette no es un monstruo de mirada de hielo, sino una morocha extrovertida que se abrió camino en la burocracia estatal a fuerza de simpatía y dominio del idioma inglés, como tantas jóvenes bonitas que buscan ascender socialmente a través de una ocupación vicaria como el secretariado. Es decir, alguien que en otra película no ocuparía el papel de villano. No es fácil demonizarla, algo que nos haría sentir más lejanos e inocentes.
Este año, Bolivia fue escenario de otro documental con un parecido punto de vista, pero que va aún más alto en la escala jerárquica de la represión. El general Alfredo Ovando Candía fue en dos ocasiones presidente de su país luego de interrumpir el gobierno democrático de Víctor Paz Estenssoro. Era el jefe de las fuerzas armadas cuando el Che Guevara fue capturado y asesinado en 1967. En ese momento el gobierno estaba a cargo de otro general, René Barrientos, con quien estaba enfrentado y por cuya muerte en un accidente de avión él mismo sería sospechado.
Ahora uno de los nietos, Mauricio Alfredo Ovando (nacido en 1986) decide desempolvar viejas fotografías y home movies para componer un retrato del abuelo que no conoció -murió en 1982- partiendo exclusivamente de los recuerdos pacíficos del clan familiar, una imagen que durante años fue para él la única conocida (y que algunos integrantes todavía se niegan a modificar). Ver el documental Algo quema (2018) sin saber nada del hombre evocado es una experiencia tan incómoda como la de El pacto de Adriana, porque las educadas evasivas de los entrevistados parecen decirnos todo el tiempo: “no quieras saber”. La contradicción entre el abuelo cariñoso y el militar golpista es traumática, y Mauricio siente la necesidad de hacerla explícita en un final desgarrador.
Nadie eligió la familia que tiene, pero tanto Lissette Orozco como Mauricio Ovando han aprovechado la brecha generacional -no tienen intereses en las “grietas” del pasado- para tratar de exponer las cosas como realmente fueron. Su juventud y los valores que aprendieron en la libertad por la que esas dictaduras decían luchar, los vuelven implacables paracómplices y testigos del pasado: frente a ellos, la verdad no se puede disfrazar. Ambos films fueron exhibidos en sucesivas ediciones del BAFICI y fue conmovedor ver a los jóvenes cineastas-indagadores recibir la adhesión y la curiosidad de un público que incluía a muchos connacionales.
¿Podría hacerse un documental así en la Argentina? La omertá de los militares sediciosos ha transcurrido durante cuatro décadas casi sin resquebrajamientos (en los noventa, la feliz excepción de Scilingo sirvió para convencer a algunos rezagados). Hoy existe un pequeño pero valiente movimiento de hijos de represores que reniegan públicamente de sus ancestros, y este año participó por primera vez del tradicional acto del 24 de marzo. Llevar una de esas historias al cine sería otro paso en esa terapia pública en que consiste el contar lo que pasó, para -al nombrarlo, darle entidad- poder separarlo de la propia identidad y reparar heridas. Pero la tarea no admite intermediarios: debe ser hecha en primera persona.