El Mayo de nuestro descontento
- A cincuenta años de 1968, un repaso por el cine que cuenta la epopeya de esos realistas que pedían lo imposible.
Por Fernando Chiappussi/El Furgón – Un 3 de mayo de 1968 comenzaba la represión policial sobre los estudiantes que habían invadido las calles de París para protestar… casi nadie ya recuerda por qué, y no importa. Porque a partir de que los obreros de las fábricas se plegaron a los reclamos estudiantiles -una conjunción de clases muy difícil de lograr, y que se repetiría en el Cordobazo argentino un año más tarde-, toda Francia quedó paralizada y por unos cuantos días pareció que comenzaba una nueva era. Finalmente, el presidente De Gaulle consiguió aplacar la ira de los sectores más radicales y todo volvió a ser como antes, y al mismo tiempo todo había cambiado: la revuelta parisina se repetiría en los años siguientes en muchas capitales del mundo desarrollado, y fue ejemplo de una voluntad de cambiar el sistema desde dentro, así como las revoluciones en el Tercer Mundo intentaban hacerlo desde la periferia.
El cine francés fue testigo y participante de los sucesos: a menudo, un testigo que quería ser participante. Los manifestantes que pintaban en las paredes: “Debajo del pavimento, la playa” no podían sino considerar al cine como un arte de esa burguesía que su revolución venía a poner patas arriba. Pero la tecnología terminó siendo un aliado, sino en difundir de inmediato los sucesos -la televisión estaba en manos del poder-, sí en perpetuarlos en la memoria colectiva mucho después que los tapes de las emisoras se rayaran o desaparecieran. Por otra parte, los cineastas fueron de los primeros en manifestarse ya que uno de los acontecimientos que precedieron el estado de cosas de mayo fue el intento de destitución de Henri Langlois, el director de la Cinemateca Francesa, por parte de André Malraux, entonces ministro de Cultura de De Gaulle.
Los sucesos coincidieron con la realización del tradicional festival de Cannes, y allí los héroes de la nouvelle vague, Jean-Luc Godard y François Truffaut, terminaron por convencer a los organizadores de suspender el evento ya que sus habituales galas se iban a parecer mucho a la fiesta en la cubierta del Titanic. Algunos de los realizadores más radicales, como Godard, o situados más a la izquierda del espectro, como Chris Marker, o simplemente jóvenes con cámaras y ganas de lanzarse a la aventura, se mezclaron con la multitud protestante y filmaron en las calles todo lo que pudieron. Los resultados se proyectaban en cortos de lo que allá llaman agitprop (literalmente, agitación y propaganda), proyectados en universidades y sindicatos: los ciné-tracts, noticieros/panfletos que duraban pocos minutos (generalmente, lo mismo que un rollo de 16 mm) y eran seguidos por un debate encarnizado.
A este cine instantáneo le seguirían, ya terminada la revuelta, una serie de ensayos filmados exhibidos de forma más convencional, pero que planteaban nuevas formas de la política y estaban bastante lejos de lo que se consume en una salida al cine tradicional. Aquí las aguas se abrieron entre los que se planteaban un didactismo a ultranza para llegar al mayor público posible -un poco en la línea del realismo socialista soviético- y quienes defendían una revolución formal que terminara con toda estructura burguesa, incluso aquella de la sucesión narrativa o argumental, y acusaban a los otros de ingenuos o censores; para ellos, eran tan cerrados como los soviéticos al rechazar a los surrealistas décadas antes. En este segundo bando, de mayor longevidad, se inscribieron iconoclastas como Guy Debord -entonces una figura casi marginal- y sobre todo el Grupo Dziga Vertov, nueva aventura de un Godard que abandonaba la narrativa y hasta la noción de cine de autor, que tanto había defendido desde las páginas de Cahiers du Cinéma (revista que también atravesaría una etapa “maoísta”).
A partir de los años noventa, y con la perspectiva que da el tiempo, aparecieron películas narrativas que volvían a los sucesos de mayo con tramas y personajes, a menudo realizadas por directores que habían tirado piedras en su juventud: es el caso de Bertolucci con Los soñadores (2003) y Philippe Garrel con la más recordada Los amantes regulares (2005), a quienes se suman figuras más jóvenes como Olivier Assayas (Aprèsmai, 2012). La favorita del cronista en este último lote es una comedia de Louis Malle, Locuras de una primavera (Milou en mai, 1989), que reproduce el caos de esos días en una típica casa de campo francesa, donde el fallecimiento de la matriarca ha congregado a toda una familia de clase media. La confusión y desmesura con que la burguesía intentaba cabalgar los acontecimientos están allí resumidas de forma desopilante; vale la pena buscarla. Por el resto, la sala Leopoldo Lugones del Teatro Gral. San Martín ofrece este mes un extenso ciclo con proyecciones del cine que predijo, acompañó y analizó posteriormente el ‘68, incluyendo ciné-tracts, así como películas de Marker, Godard, Farocki y muchos otros.
Foto de portada: Jean-Luc Godard en las calles de París