Las olvidadas
Agustina Lanza/El Furgón* – El movimiento de mujeres hizo temblar la tierra, pero hay lugares donde todavía no llegó con fuerza. El patriarcado se concentra en el penal femenino de Ezeiza y en otras cárceles de nuestro país. El adentro es una concentración del afuera. Algunas mueren en situaciones dudosas y otras son víctimas de violencia física, psicológica y obstétrica. Les pesa la doble condena moral de estar presas y de ser mujeres. Sus familiares y las organizaciones sociales dicen “Ni una menos en las cárceles también”.
Alfredo Cuellar suele sentarse en los bancos de la placita que está a pasos de la estación Hospitales del subte H. Le queda a pocas cuadras de su casa, en Parque Patricios. A veces lleva a jugar a una de sus nietas aunque no haya calesita, ni hamacas, ni sube y baja. Es una excusa para contemplar el mural que pintó con ayuda de otros. Antes del 5 de marzo, ese espacio no tenía valor para él, había sólo grafitis viejos y descascarados. Ahora la pared devuelve la imagen de su hija Florencia, asesinada en la cárcel de Ezeiza en 2012. Alfredo está orgulloso de ver cómo las personas que pasan se sacan fotos con ella o simplemente se detienen a mirarla.
A Florencia le decían la China por el aspecto de sus ojos. Cayó presa en 2007. Fue acusada de participar de un robo en banda, después de involucrarse en una pelea en el Día de la Primavera. Había otras quince personas implicadas, pero la policía sólo se la llevó a ella. Tenía 19 cuando la condenaron a seis años de prisión. Cumplió dos en la cárcel de menores, que funcionaba también dentro de Ezeiza, y a los 21 la trasladaron al Complejo Penitenciario Federal IV. Su papá la iba a visitar seguido. Durante los primeros meses, la China le dijo que las presas antiguas eran el brazo ejecutor del Servicio Penitenciario Federal, que amedrentaban a las más jóvenes para quebrarlas física y psicológicamente. Querían sacarles lo rebelde.
Al Complejo Penitenciario Federal IV –ex Unidad 3– lo habilitaron en 1978. Está en funcionamiento desde entonces y se lo considera de máxima seguridad. Más allá de los anexos que fueron construidos en los últimos años, nunca se hicieron transformaciones edilicias, ni reparaciones importantes. La Procuración Penitenciaria de la Nación –ente estatal que se encarga de hacer relevamientos en contextos de encierro– aseguró en su informe de 2015 que las distintas autoridades del SPF incrementaron el cupo de alojamiento con el tiempo. No hicieron declaraciones transparentes acerca de la capacidad máxima. Como tantos otros penales del país, los pabellones tienen humedad en las paredes y las reclusas conviven con cucarachas y ratas por la falta de limpieza.
Ninguna quería ir a parar a esa parte de la cárcel. Pero adentro, la China no tuvo miedo ni siquiera el primer día. “Mi hija conocía cuáles eran sus derechos y se hizo respetar. Armó un grupo con otras pibas para hacerles frente a los maltratos. Al poco tiempo las presas viejas fueron trasladadas, pero se ganó otros enemigos. Las torturas las empezaron a efectuar los mismos penitenciarios”, recordó Alfredo, consultado por Sudestada.
Florencia le contó a su papá cómo las trataban. Las penitenciarias las mojaban con agua fría de noche mientras dormían. En invierno o en verano. En las requisas era habitual que tuvieran que sacarse la ropa y mostrar sus partes íntimas. Las sacaban de los pabellones, les pegaban con las cachiporras. Por cualquier reclamo iban a parar a los “tubos”, unas celdas de castigo de pocos metros cuadrados. A las más insumisas las llevaban al neuropsiquiátrico del penal y las inyectaban con psicofármacos para que hicieran “la plancha”: dormían durante horas o días en contra de su voluntad.
“En estos últimos años registramos varios casos. Se le llama ‘dispositivo psiquiátrico’ y se produce como una solución a las protestas. Las mujeres son tildadas de locas y medicadas de manera coactiva. Además, entre un 50 y 60 por ciento de la población de ese complejo consume pastillas antidepresivas diariamente con consentimiento y prescripción de un psiquiatra”, explicó a Sudestada Jimena Andersen, investigadora del Grupo de Estudios sobre Sistema Penal y Derechos Humanos (Gespydh).
Hacía cuatro años que la China cumplía su condena. Un 24 de diciembre el teléfono sonó a las tres de la mañana en la casa de los Cuellar. Alfredo se levantó rápido para atender el llamado que provenía de la cárcel. Le dijeron que su hija se había ahorcado porque estaba deprimida. Pero ni él, ni nadie, se lo creyó. Desde 2009, ocho chicas del grupito de ella murieron en situaciones similares después de haber sido amenazadas por el personal de la cárcel. “Pa, tengo que tener ojos hasta en la espalda. En cualquier momento me van a matar. Pero no voy a dejar que me trasladen. No quiero que piensen que arrugué. Yo no soy ninguna cagona”, le había dicho en una de las últimas visitas.
Después de cortar la comunicación, Alfredo no volvió a la cama. A las diez de la mañana, ya estaba en Tribunales. Hizo la denuncia que quedó radicada en Juzgado Federal en lo Criminal y Correccional N°1 de Lomas de Zamora. Recibió el apoyo de su familia, sus amigos y varias organizaciones sociales. El caso se difundió, se hizo conocido, y la seguidilla de muertes dudosas en Ezeiza cesó de pronto. La China fue la última. Por eso, él nunca concibió la hipótesis del suicidio.
Alfredo junta las manos como en un rezo mientras habla. “Mi hija era fuerte, combativa y cariñosa”, dice. A veces se arrepiente de haberle hecho caso, de no haberla obligado a pedir el pase a la Unidad 13 de Santa Rosa, La Pampa. Desde 2012, espera que termine la etapa investigativa para pedir que le hagan la autopsia al cuerpo de su hija. Hace más de cuatro meses que el personal de la cárcel, incluidas las agentes señaladas por el asesinato, falta a los llamados a indagatoria.
En una pelea contra la impunidad, Alfredo es hostigado por llevar adelante su propia investigación. “Prefiero no salir de noche y quedarme donde esté. A veces hay hombres que me esperan en la puerta de casa. Ya me dijeron que si no me dejo de joder me van a matar otro pibe. Una vez me secuestraron, me pegaron hasta dejarme inconsciente, quisieron armarle una causa por homicidio a uno de mis hijos. No puedo denunciar porque no sé quiénes son con certeza”, cuenta. Pudo comprobar que hay una testigo que vio como drogaron a la China y movieron su cuerpo dormido. Sabe con seguridad que las medidas de la soga con la que se colgó no tienen relación con las del espacio físico y su estatura.
En Ezeiza, la mayoría de las compañeras de Florencia cumplieron su condena. Alfredo visita a las únicas cuatro que quedan. Las cuida como si fueran sus hijas. Ellas le dicen que todavía tienen miedo de morirse.
En primera persona
El día del mural, Sandra Marina prestó sillas y se animó a pintar con blanco parte de la pared. Ella pasó los dos primeros años del nuevo milenio en el mismo complejo que la China: en el año 2000 la condenaron por el delito de consumo y venta de drogas. Estar privada de su libertad le costó la lejanía de su familia. Con el tiempo su hijo, que en ese momento tenía once años, dejó de ir a visitarla porque sufría viéndola en la cárcel. “El estigma social te hace sentir más culpa de la que te corresponde. Muchas están presas sólo por estar en el lugar equivocado a la hora equivocada”, le cuenta Sandra a Sudestada.
En Argentina los casos de mujeres que fueron presas por los delitos ligados a la droga aumentaron un 278 por ciento entre 1989 y 2008, según el informe 2015 del CELS. Es una ecuación que se repite: los capos narco salen ilesos y sólo caen los últimos eslabones de la cadena. El desempleo hace particular a la población femenina encarcelada. A veces, se involucran en situaciones de microtráfico o venta de drogas ilegales sólo para generar sustento. El informe destacó que, al momento de ingresar al servicio penitenciario, el 80 por ciento de las mujeres nunca había sufrido una detención, casi todas tenían hijos menores a su cargo y el 64 por ciento era jefa de un hogar monoparental.
Los primeros días, Sandra temía volverse loca sin nada para hacer. No quería tirarse en su cama a escuchar a Los Pibes Chorros, el grupo cumbiero del momento. Tampoco hablar chusmerío con otras mujeres o mirar televisión. Una de sus compañeras le aconsejó que se inscriba en el Programa UBA XXII para estudiar Sociología. Era abril cuando decidió que dedicaría la mayor parte de su tiempo al estudio. Se quiso anotar y desde el SPF le dijeron que tenía que esperar un cuatrimestre porque las clases ya habían empezado. Ella pensó que ningún profesor le negaría sentarse en el aula. Sólo faltaba pedirle la copia del título secundario a su familia. No insistió porque sabía el verdadero motivo: cuando sos nueva no podés exigir nada.
Tenía que encontrar alguna actividad. Buscó en los talleres de oficios disponibles, esos que supuestamente sirven para que las mujeres se reinserten en la sociedad al cumplir la condena. Pero que se quedaron en el tiempo. Lo primero que descartó fue tarjetería española, una técnica que se enseñaba en los conventos: servía para calar papel vegetal con púas o bolillos y hacer guardas de flores a mano para invitaciones de 15, casamiento y cumpleaños. Prefirió evitar el taller de tejido, también el de costura. En ninguno las reclusas aprendían a diseñar ropa para ellas mismas: las que lograban la técnica trabajaban en la confección de uniformes y pulóveres para los penitenciarios. Optó por el taller de Encuadernación: tardó los cuatro meses en hacer una agenda que nunca le gustó.
Sandra pita su cigarrillo de tabaco armado y recuerda el primer día de clases del CBC. Dice que fue transformador: sólo volvía a su celda para comer, bañarse y dormir. “Es verdad lo que dice Foucault. La privación de la libertad ambulatoria genera cosas en el cuerpo y en el alma. En el poco tiempo que estuve pude sentir la perversidad, esa de no poder salir por cuenta propia. Me volví sensible al encierro. Apenas salí seguí con mis estudios, y cuando caminaba por los pasillos de la Facultad de Sociales pensaba en los de la cárcel”, dice.
Hoy esas sensaciones no son una limitación. Está a cargo de un Taller de Género que coordina la organización social Atrapamuros. Hace cinco años que va todos los viernes a Ezeiza. Enseña en el mismo complejo donde cumplió su condena. Ella dice que la experiencia de haber caminado por los mismos pabellones la iguala con sus alumnas y le permite tener autoridad para hablar. Ellas la ven como una docente, pero también como una amiga.
De las 500 mujeres presas en esa unidad sólo quince asisten a la clase. ¿Dónde están las que faltan? Para Sandra no van por tres motivos: porque el aula es pequeña y no alcanza; porque los agentes no tienen la voluntad de trasladarlas o porque pararían el penal si dejaran de hacer sus tareas. No habría quién cocine, ni quién limpie. Ellas son parte del mismo engranaje que hace que todo funcione.
Presas del patriarcado
Cuando estaba adentro, Sandra se enteró por un boca a boca que en la cárcel de Devoto los presos tenían sus encuentros sexuales en “la carpita”: un espacio improvisado con sábanas, palos y mantas en el medio del patio del penal. Esa escena la describe Ricardo Piglia en su libro Plata quemada. Uno de los protagonistas, el Nene Brignone, cuenta en primera persona cómo es la experiencia de que los otros internos “te ayuden” a tener sexo y que las novias se presten a la incomodidad. En Ezeiza, Sandra vio como mujeres con vínculos afectivos legitimados tardaron meses en concretar una visita íntima. ¿Por qué siempre a ellas les cuesta más?
La lucha de las mujeres sirvió para denunciar esas desigualdades. “Ni una menos en las cárceles también” fue el lema que tanto Sandra, como el papá de la China, arrastraron a los penales femeninos. Dentro del aula, ella habla con sus alumnas de feminismo. Lo configura de una manera tal que sirva para desenmascarar ese machismo que también corroe dentro de los contextos de encierro.
Para Sandra hay cosas un poco más importantes que acceder a una visita íntima. Por ejemplo la deficiencia médica. Muchas no reclaman sus derechos porque los desconocen. Las mujeres privadas de su libertad necesitan un sistema de salud que esté enfocado hacia ellas. Son fundamentales los controles ginecológicos anuales de mamografía, colposcopia y papanicolau (PAP). Ellos detectan a tiempo infecciones, cáncer de mama o de cuello de útero. Según un relevamiento de las historias clínicas realizado por el Área Médica de la PPN en 2012, los resultados de los PAP casi nunca son entregados a las detenidas y la mayoría de las veces ni siquiera son notificadas del mismo.
Alfredo la pelea desde afuera, busca otras conquistas. Denuncia que en Ezeiza el personal masculino excede sus funciones dentro de la cárcel, que opera cuando se generan discusiones. “No puede haber Ni una menos si los agentes hombres caminan por los pabellones. Ellos, que las doblan en fuerza, participan de los enfrentamientos cuerpo a cuerpo y ejecutan las golpizas. Hace poco quisieron violar a una chica y zafó porque sus compañeras protestaron”, explica. Lo que dice Alfredo está plasmado en el artículo 190 y 191 de la ley 24.660 de Ejecución de la Pena Privativa de Libertad; asegura que las internas deberán estar a cargo exclusivamente de personal femenino y que ningún penitenciario varón puede ingresar en dependencias de mujeres sin ser acompañado.
La China eterna
Liliana Cabrera no pasó sus días en el CPF IV. Después de ser condenada a ocho años de prisión, pidió el traslado a la Unidad 31 porque se enteró de que había mejor oferta de talleres. En esa parte de la cárcel estaban las mujeres embarazadas o en compañía de sus hijos pequeños, y las de buena conducta. El SPF le concedió el pase. Como Sandra, ella tampoco conoció a Florencia Cuellar. Pero ambas tuvieron algo valioso en común: las dos aprendieron a escribir poesía cuando estuvieron privadas de su libertad. Hasta tuvieron a la misma profesora, la poeta María Medrano, que estaba a cargo del taller de escritura en ambas unidades de Ezeiza.
Todavía sus compañeras recuerdan cómo era la China en clase: siempre riéndose, con la idea de editar un libro escrito por todas e insistiendo con la construcción de una biblioteca. Liliana, que también había empezado de cero, logró eso que ella no pudo: con esfuerzo, recopiló su obra mientras estuvo detenida y publicó tres libros. “Me hubiese gustado verla, hablar con ella. Sé por lo que pasó. Conocí a otras compañeras que fueron torturadas y asesinadas de la misma manera”, le contó a Sudestada.
En la Unidad 31 hace falta una guardia médica obstétrica y pediátrica nocturna. En septiembre de 2015, una joven de 20 años tuvo que parir en su propio pabellón con ayuda de sus compañeras porque no la trasladaron al hospital. Su bebé murió a los pocos días. Los niños, de hasta 4 años, que viven allí están obligados a la rutina carcelaria. Ven a diario el maltrato a sus mamás y sufren la precariedad alimenticia, la falta de cuidados y el encierro. Liliana dice que esas mujeres también sufren. Buscan ser parte de ese movimiento feminista que todavía no las alcanzó.
En el mural, Florencia está rodeada de flores rojas y celestes. Hace un gesto turro con una de sus manos. A la izquierda hay una inscripción que escribió a trazo firme su papá, en negro y con un pincel finito. Que donde se encuentre la lleva en la sangre y en el corazón, dice. Y a la derecha, un fragmento del poema que le dedicó Liliana: “De tu ausencia nace la lucha / los motivos para seguir se renuevan como votos / cada vez que alguien te nombra”.
Mientras la China sonría en esa pared, las demás encontrarán el valor para luchar contra lo que las hace invisibles.
Fotos: Adriana Lestido – *Nota publicada en la Edición N°147 de Revista Sudestada. (Mayo-Junio 2017)