miércoles, noviembre 13, 2024
Cultura

Punk is not die

Nicolás Loreto*/El Furgón – Es viernes 20 de diciembre de 2008. Estoy viajando desde Rosario a Pergamino en el asiento de acompañante. Hay un cielo estrellado brillando en la inmensa oscuridad de un campo sereno. Fluyo y refluyo en un continente plagado de colores. Llueve en Londres ¿Llueve? Escucho pájaros en la sierra y huele a prisión. Huele a mugre y a cuchillos. Las vacas atraviesan un yuyo amarillo que crece entre las piedras. Alguien fuma a media luz de sodio. Un cuarto pequeño, desolado y en ruinas. Al amanecer se desmorona un monte verde y marrón entre las nubes que envuelven a los montes de espinillo. ¿Cómo puede concluir todo este amazónico espectro de paisajes en un solo disco? Me da calma. Cierro los ojos. Las estrellas me envuelven y me siento más cerca de lugares que no conozco. No entiendo el inglés, pero sé lo que dice. Es extraño, un ronquido gimiendo y gritando hasta la calma otra vez. Cada canción es una historia. Que entiendo. Y no tengo la menor idea de lo que está diciendo. Me trasporta a un vacío. A la soledad como refugio. Conozco a Sumo, claro. Lo escucho desde adolescente. De hecho en mi primera banda hacíamos Heroin. Pero hoy no suena Sumo. Suena Luca. En dos discos que, en cada entrevista que doy o en cada ocasión que tengo con amigos, pongo entre las diez obras que más me influenciaron. Es Time, fate, love (1981) y Perdedores hermosos (1997). A mi entender dos trabajos escritos con sangre.

Estoy nueve años después escribiendo sobre su trabajo, que como solista me resulta sublime. Por haber escrito con los dedos y las manos sucias del barro urbano de Londres, pero en el campo y en las sierras de Córdoba. Por adentrarse en una oscuridad subalterna a rescatar el fuego que quedaba vivo para traerlo y darlo. Lo veo escribiendo en subtes, en plazas, en cárceles. Veo a un guerrero, a un lobo estepario. A una fuerza de la naturaleza atravesando un mar de agujas esterilizadas que no pudieron penetrarlo.

Que su legado es un inmenso caudal de regeneración autosuficiente y generadora de nuevas formas en el correr contemporáneo, es decir una obviedad. Su obra lo sostiene en el tiempo, indudablemente,  pero sobre todo lo mantiene vivo por hacerse carne en más de una generación que cruza con la barrera.

Su imagen superficial y novelesca ya está cargada de cierta nebulosa mítica. No quisiera recaer en lo mucho que ya se sabe: que era pelado, cuando el rock era en pelo largo; que cantaba en ingles en plena guerra contra Gran Bretaña por Malvinas; que era un italiano que había vivido en Londres y llegado a la Argentina para dejar la heroína; que era alcohólico, etc., etc., etc. Todo esto es solo parte de una historia de vida que, para mal o para bien, solo está a un clic de distancia en internet.

Yo quisiera hablar del Luca que no conocí.

Hablemos de Time, fate, love y Perdedores hermosos. Son discos que están “mal grabados”. Prácticamente, todo suena desafinado. Fueron grabados en una porta-estudio de cuatro canales en la casa de Timmy McKern (amigo de la adolescencia de Luca y quien lo invita a venir a la Argentina) en la sierra cordobesa.

Desde el punto de vista técnico es un disco que suena mal. No cumple con los prejuicios de lo que sería lograr un disco “bueno” desde su calidad en audio. Pero esto es lo que resplandece en Luca. Que tenía razón. Que la esencia se encuentra muy por lejos de los cálculos racionales y matemáticos que podamos hacer de una obra de arte. En la época de Sumo, Luca defendió esta postura. Claro que los discos de Sumo fueron grabados en estudios profesionales, con herramientas de producción elaboradas, porque tanto Luca como Sumo estaban en otra búsqueda. Pero Luca repetía “una o dos tomas, más no sirve”. Y acá lo interesante no es que marcó esa manera de trabajar como un dogma para todos. Sino que era su manera. Su premisa. No creo que Gustavo Cerati haya optado nunca por trabajar de una manera así de rústica. Pero el trabajo de Cerati es lisa y llanamente brillante (sobre todo en su etapa solista, y particularmente en Bocanada) por haber priorizado, también, sus modos.

Lo que pretendo decir es que la capacidad de discernimiento es la que hace que un trabajo sea sincero o no. Luca sabía por dónde iba. Conocía de cerca los paisajes que quería. Y no podría haber sido de otra manera que grabándolo en una toma, con una caja de sonidos espantosa y con guitarras desafinadas. De la misma manera, Gustavo sabía de aquello y buscaba lo otro.

Cuando hablo de discernimiento pienso que tendría que detenerme un poco a pensar en esto.

Cuando era adolecente y empezaba a componer, me detenía mucho en la cuestión de la complejidad. Hice canciones con más de cuarenta acordes que solo llevaban a eso, a una sucesión de notas que poco decían. Se tarda demasiado tiempo en tomar conciencia de que la complejidad nada tiene que ver con aumentar en número los acordes, los arreglos o de aplicar armonías rebuscadas a la fuerza. No está de más ir en búsqueda de eso. Todo está en un proceso de transformación hacia el punto donde nos encontramos, para desencontrarnos. Pero la complejidad real está en el discernimiento de cuando una canción es o no es. Y es complejo porque para eso no hay que estudiar, ni practicar, ni ensayar. Para eso hay que vivir. Y en este punto es donde Luca insistía con la cuestión de “do acorde” (dos acordes). Si no es necesario más, no es necesario más. Eso es realmente arduo de aprehender. Luca lo tenía muy en claro. No quisiera confundir diciendo que las buenas canciones tienen que tener dos acordes. Lo que planteo es que tener la percepción tan clara para saber que esa canción dijo basta, a los dos acordes, es talento.

Luca no trajo solo desde su origen a David Bowie, Joy Division o Lou Reed. Trajo un modo de hacer las cosas que, si nos detenemos a verlo hoy, es una realidad y ya no una alternativa. Hoy las bandas optamos por pegar una plaquita de audio con dos o cuatro canales y al menos hacer en ella una preproducción, grabar en casa o en la sala. Escucharnos. Después, depende de lo que queramos, hacemos algo con eso. Aquello que Luca impulsó en las sierras de Córdoba, hace casi cuarenta años atrás, hoy es un modo de trabajo perpetuo en las bandas.

 

Si morir es la quietud. Si morir es el mutismo. Si la muerte es una criatura de tentáculos que se adhiere al suelo a lo que pretenda volar. O es la cara de Patricia Bullrich. O los verdes y pulcros uniformes de los gendarmes. O las estatuas inmóviles de las veces que soñamos y que al despertar siguen siendo lápidas en algunos rostros fríos. O lo caído. O lo que no tiene más para decir. Entonces Luca no murió. Y hoy, punk es no morir.

No sabemos nada de la muerte, pero sabemos que existe en esta vida. Y que cuando la intentamos nombrar (lo que es imposible), todos sabemos más o menos de lo que hablamos.

Y Luca vive. No solo por su obra, sino porque marcó un punto de referencia en la contracultura underground, que en los últimos años está creciendo. Si tendría que situarlo en la era que nos atraviesa diría que está todo bien con la cultura del reviente y los ochenta, pero ya fue. Hoy debemos mantenernos vivos porque eso es lo que el viejo sistema patriarcal y autoritario no espera de nosotros. Eso es lo que Luca trasmitió en mí. Por eso empecé hablando del Luca que no conocí. Porque no puedo hablar de él, pero puedo hablar de él en mí. Que si algo aprendí fue que una canción puede expandir lo que desde dentro empuja para abrirse a ver el mundo libre. Y que aquellos años fueron necesarios, pero hoy el paradigma es otro y nos demuestra día a día que nos debemos a una energía vital infinitamente necesaria para todo. Que si nos quedamos solo con aquellas imágenes pesadas, densas y trilladas de nuestros tótems rockeros, no aprendimos nada. Que más allá de eso, existe un profundo mensaje que es inmediato interpretar para crecer. Que Luca, además de ser bueno en lo que hacía, sabía lo que hacía. Su horizonte era clarísimo y resplandecía mucho más allá de la histérica prensa. Si muchos se quedaron con su imagen de drogadicto o alcohólico, que algunos celosamente se encargaron de propagandear, ofreciendo regaladamente su imagen plástica y efímera al público, fue por chatos. Y fue también por miedo. Miedo a ver que detrás de aquello había un corazón chamánico rugiendo de verdades y encendiendo con vehemencia y total altruismo al espíritu libertario de la gente.

*Nicolás Loreto es integrante de la banda Caramba. Para escuchar su primer disco