Semana Bocha Sokol: El cazador
Daniel Jimenez/El Furgón* – Enero es una época de sentimientos encontrados en el universo sokoliano. El 12 de ese mes del año 2009 encontró la muerte en una inexpresiva terminal de micros en su adorada provincia de Córdoba, y el próximo 30 de enero Alejandro “Bocha” Sokol (cantante, compositor, druida y caballero de la oscuridad) cumpliría 57. Un pibe.
Pero el destino quiso que hace ya ocho años no exista festejo en esa fecha. Sólo el recuerdo de un artista salvaje, pasional, intuitivo, sincero, musical y, por momentos, extremo. El que conocimos con Sumo, el que nos encantó durante diecisiete años al frente de Las Pelotas y el que nos dejó con las ganas de conocer su nuevo proyecto que, sin dudas, iba a generar nuevamente atención en el rock argentino, ya que estaba preparado para entregar “mucho rock and roll, te lo juro”, como me comentó en una entrevista que tuve la suerte de hacerle, casi dos años antes de su muerte, en su refugio de Villa Tesei. Allí hablamos de su primera asistencia a un concierto de rock (un show de Raíces, la banda de Beto Satragni), su aversión a escuchar su voz (se preocupaba mucho de no desafinar, algo que raramente hacía cuando lo ganaba la emoción de la interpretación), y su afición por los autos y la velocidad, aunque nunca fue portador de grandes vehículos. No le importaba. Vivía con lo puesto. “Si yo era feliz cuando era pobre ahora que entra un poco de plata, ¿me voy a hacer problemas?”, me dijo esa vez. Y remató: “Yo lo hago por ‘la guitarrita’”.
Aquella entrevista (que costó unos cuantos días de negociación y aceptó hacer tras ser convencido por una amiga en común), fue parte de una serie de cinco reportajes que pude realizarle para distintas radios y medios gráficos (algunos del under y otros del mainstream) entre 2005 y 2009. Encuentros a los que Ale accedió porque, según él, siempre había respetado sus palabras y le hablaba de música -algo que disfrutaba mucho-, y porque además los dos éramos habitantes del Oeste. Y así fue como me permitió contemplar por un rato su celoso mundo interior, revelándome a un artista indomable pero sensible; tormentoso pero exquisito. Que era capaz de interpretar en vivo una despellejada versión acústica de Chica china (así le decía) de David Bowie, con la vena del cuello a punto de explotar o sumergirse (y sumergirte) en un estado de trance hipnótico cuando casi susurraba Down by the water, una pieza finísima, desconocida e infinitamente triste de Brian Eno. Y créanme que hay que tener una sensibilidad muy particular para llegar hasta ahí. No te cruzas con Brian Eno de casualidad. Ni aún en Youtube.
Entonces el respeto y la confianza (sumado al cariño que comencé a sentir por él) nos acercaron a distintos encuentros personales en esos pocos años. Aclaro, prescindiendo de toda vanidad, que no fui amigo de Alejandro, ni tampoco me tomé una ginebra con él, pero pude entender su universo. Y, a decir verdad, sé que si no comparto algunas de estas historias morirán conmigo. Hoy me considero agradecido de haber podido redescubrir a un músico clave para entender parte de la oscuridad y la calentura del rock argentino de las últimas tres décadas (primero con Sumo, luego con Las Pelotas y un poquito con El Vuelto). Un hombre que vivía de forma intensa y que, de alguna manera, se debatía regularmente entre la cara más suicida del arte y sus propios demonios. Y en esos encuentros (a veces desencuentros, cuando no estaba en casa) le acerqué algunas remeras de rock que yo usaba y a él le habían gustado. Y en esas remeras se personificaban sus gustos: Pink Floyd, The Beatles y Bowie. Siempre Bowie. De hecho, hay una foto del Bocha dando vueltas por la red con una playera de Ziggy Stardust (que me pidió expresamente), que convirtió en una doble remera de manga larga. Reconozco que cada vez que veo esa imagen me genera un frío cortante en la espalda que me paraliza por segundos.
Al perder al Bocha Sokol no sólo perdimos a un artista genuino, intuitivo y sanguíneo; la mística del escenario casi se fue con él. Lo incierto, lo salvaje, lo amenazante. La sensación de experimentar indefensos un viaje real y crudo de dos horas donde te olvidabas de tu rutina miserable: qué hora era, si estabas en auto o si afuera llovía. Porque Alejandro era una bestia de escenario. Un frontman magnético que se jugaba la vida y llevaba su interpretación a un nivel de intensidad y realismo sin red, que por momentos podía parecer avasallante para gente de corazón tibio (he visto videos inéditos y alucinantes de El Vuelto en Córdoba con Alejandro envuelto en papel higiénico de pies a cabeza y esposado a un falso policía cantando “Orugas” en un bar mugroso). Y eso, sumado a sus locuras, su simpleza, humildad y cercanía con el de a pie (sus pares), lo transformó en una figura de adoración para aquellos que venían de entornos marginales. Porque, vamos a decirlo, el público de Las Pelotas que venía de los bordes lo traía el Bocha. Lo iban a ver a él. Cruzaban en bondi todo el Conurbano para escuchar a Las Pelotas, sí, pero para verlo a él. Lo querían. Le creían. Lo sentían cercano. Como un poético ídolo de los quemados.
La última vez que hablamos por teléfono fue para una de esas encuestas típicas de los medios musicales argentinos cuando llega fin de año: mejor disco, banda revelación, etc. Me dijo que no estaba muy al tanto de lo que pasaba en ese momento en el mundo del rock y, para no dejar casilleros con respuestas vacías, arreglé con él que le diría a mi editor: “Sokol está inhallable” (algo que revelo aquí por primera vez). Quizá no fui lo necesariamente frío y profesional como para llevar a cabo mi tarea correctamente, pero como periodista no me pareció correcto exponerlo con respuestas del tipo “no sé” o “la verdad que no tengo idea” ante una platea anónima, impune y muchas veces sedienta de un sarcasmo violento acunado en el resentimiento. “Gracias amiguito -me soltó-. Me sacás un problema de encima”.
En pocos días, el martes 30 de diciembre de 2008, se presentaba con El Vuelto en el Microestadio de Morón, a unas quince cuadras de mi casa. “Venite así tomamos una cervecita”, me dijo. Por algún motivo que el cannabis se llevó y ahora no recuerdo, ese día armé otro plan y no fui. “Total, en unos días va a tocar de nuevo”, pensé. Pero ese show se convertiría en la última actuación en vivo de Alejandro Sokol. El tema final de ese concierto, así como pasó con Sumo, fue Fuck you. Con Catriel de invitado y un Bocha ligeramente desmejorado dándole a la batería con la camiseta de Morón. “Se fue como empezó: tocando la batería”, me comentó después alguien muy cercano y querido por él.
Unos pocos, tan sólo unos pocos, son destinados a tocar la belleza, a ver más allá, a embriagarse de la euforia hedonista de la vida. Y, como en aquel cuento de Borges, el precio por tocar la belleza es muy alto y no se sale indemne de allí. Alejandro fue uno de esos pocos peligrosos insensatos que nos compartió su arte, su locura, su pasión y su música sin pensar en consecuencias ni pedir nada a cambio. Vive en sus canciones y en el recuerdo de aquellos que todavía hoy extrañamos su honestidad artística y su inmensa luz cegadora.
*Periodista, conductor del programa Delicias de un charlatán en radio Vorterix.