El Che y sus horas finales en La Higuera
El Furgón – “Nuestro Che. Crónicas de Rosario a La Higuera”, es el nuevo libro de la editorial Sudestada, compilado por el periodista Ignacio Portela, que ya estará en la calle el próximo 13 de octubre. En El Furgón publicamos como adelanto la crónica “Che, la última estrategia. Las horas finales en La Higuera”, del historiador boliviano Gustavo Rodríguez Ostria.
—–
El Che y Willy, el boliviano Simeón Cuba Sarabia –ex sindicalista de los trabajadores mineros–, de 32 años, son capturados cerca de las 15 horas del domingo 8 de octubre de 1967, cuando tratan de cruzar de la quebrada del Churo hacia la de La Tusca. El Che está herido en su pierna derecha y su M-1 se halla inutilizada por efecto de una ráfaga de ametralladora durante el tiroteo que se produce minutos atrás. Los atrapan integrantes del Ranger que se hallan custodiando un mortero 60. Según el testimonio de uno de sus captores, Tomás Choque, este le ordena con palabras imperativas: “¡Manos arriba o disparo!”, y la respuesta del Che fue: “No les conviene matarme. Más valgo para ustedes vivo”.
Los soldados dan parte al capitán Gary Prado Salmón, jefe de la Compañía “B” de la misma unidad de combate, que se halla en su puesto de comando entre quince a veinte metros de distancia de la captura. Todos pertenecen al Batallón Ranger entrenado desde mayo de ese año por los norteamericanos en la localidad de La Esperanza, cerca de Santa Cruz de la Sierra. Casi simultáneamente a la captura del Che, la sección del sargento Bernardino Huanca, dan muerte a los cubanos Antonio (Orlando Pantoja Tamayo) y Arturo (René Martínez Tamayo), que custodian el desplazamiento del Che.
A eso de las 18, satisfecho con su presa, aduciendo la peligrosidad que generan las sombras y la posibilidad de que el resto de los guerrilleros emprendan un ataque, Prado ordena el repliegue de la tropa estimada en unos 150 hombres. Apenas el combate amaina, unos nueve soldados del team empiezan a recoger los documentos y artículos de valor dispersos en la zona de combate o entre las pertenencias de los guerrilleros muertos y capturados. Según el oficial Selich, le corresponde organizar el traslado de los guerrilleros muertos y los soldados heridos hasta La Higuera. Antonio y Arturo son transportados colgados de palos, como animales capturados y muertos tras una cacería. Junto a Willy, que está íntegro, el Che se mueve apoyado en un par de soldados que caminan lentamente. El teniente coronel Andrés Selich, conocido anticomunista que llega hace una hora y media en helicóptero desde Vallegrande, descarga su furia y lo golpea con la culata de su fusil. La marcha concluye entre las 19 y 19:30. En la cumbre y la entrada del poblado se hallan vecinos y campesinos, hombres y mujeres, con arrebatos de curiosidad.
La vida del vecindario se trastoca. Mientras, cerca de las 18, el pequeño helicóptero retorna a Vallegrande, trasladando a dos soldados heridos, encierran al Che en una precaria aula de la maltrecha escuela pública. Es de paredes de barro, techo de paja y piso de tierra, como la mayoría de las residencias del pueblo. Tiene dos aulas, apenas separadas por un frágil tabique. Al lado queda Willy. Alumbradas por un mechero, hay guardias dentro y fuera. También se dispone de redoblada seguridad en torno a la población, conscientes que no han acabado con todos sus adversarios.
A eso de 20.30, el mayor Miguel Ayoroa, el capitán Prado, los subtenientes Carlos Pérez y Eduardo Huerta además de Selich y del suboficial Mario Terán, se trasladan a la casa del corregidor Aníbal Quiroga. Comienza el recuento de los documentos y enseres guerrilleros ubicados por el team. Los ordenan precariamente y los guardan en dos cajas de munición M-1. Posteriormente y tras la cena, trasladan casi todo su contenido a la morada del telegrafista Félix Hidalgo, que ofrece más comodidades, y donde los oficiales Ayoroa, Prado y Selich tienen alojamiento. Se termina el inventario y Selich queda como responsable de todas las pertenencias capturadas. El subteniente Huerta llega un poco más tarde con un monto de dinero en dólares y pesos bolivianos que acaba de hallar; un monto que es objeto de controversias. De acuerdo con las declaraciones de Huerta, en un nuevo registro en la casa del Corregidor, hallan una cantidad indeterminada de dinero entre bolivianos y dólares. Asunto espinoso; nadie está de acuerdo en su monto. Ni entre los oficiales que lo administraron, ni de estos con la cifra que el guerrillero Harry Villegas, Pombo, asegura que contenía la mochila del Che, que es mucho mayor a la consignada por los oficiales en sus informes a sus superiores. Fuese la cifra que fuese, reparten bolivianos y dólares entre los oficiales, algunos soldados y algo, la parte más pequeña, se destina a los campesinos colaboradores.
Bajo la tenue y parpadeante luz de una vela, tratan de descifrar la enrevesada letra del diario del Che, sólo en la parte referida al 1º de enero de 1967 en adelante; aún no saben que existe una parte anterior. Un libro rojo, pequeño, papel biblia y con letra menuda les llama la atención: se trata de las claves numéricas para mensajes encriptados. La lista de nombres y direcciones de colaboradores y colaboradoras es también objeto de su curiosidad, así como las armas capturadas. Entre tanto unos oficiales leen, otros custodian a los prisioneros y el resto descansa, la tropa comienza a velar sus muertos, justo frente a la escuelita. Pese a que muchos se entonan con una mezcla de alcohol de quemar y chancaca (panela), la noche es triste. Hay compañeros caídos y heridos; una derrota en medio de la victoria.
Entre tanto, Willy y el Che permanecen encerrados en la precaria escuela del pueblo. Presentar al comandante Ernesto Guevara, derrotado, frustrado y sin iniciativa es un lugar común entre los oficiales bolivianos y agentes de la CIA que fueron partícipes y cómplices de su asesinato. A estas voces se han sumado, con el tiempo, autores y autoras de diversa procedencia geográfica e ideológica. Su objetivo final es descalificar su figura y su proyecto. En rigor de verdad Che no se rinde ni entrega, cae prisionero, cercado y cuando ya no dispone de posibilidades para resistir y durante las casi 16 horas que permanece encerrado, desarrolla una estrategia, la última a la postres para sobrevivir y conservar su presencia e identidad de combatiente.
Sus primeras palabras ante sus captores, ya aludidas, de su identificación, unida a la apelación de que su vida vale más que su muerte, han sido interpretadas como una rendición. La lectura debiera ser otra. Seguramente, su ojo entrenado percibe que los jóvenes soldados están bajo tensión y se les puede escapar un imprudente tiro. En estas circunstancias pone en frente, como escudo, el valor político y militar de su presencia. Necesita ganar tiempo, luego se verá. No por ello deja de estar consciente de que, por ahora, la batalla –pero no la guerra–, está finalizada. Eso se deduce de lo que el capitán Gary Prado narra que el Che señala a poco de ser capturado: “Esto ya se acabó (…) hemos fracasado”. Con estas mismas sombrías palabras inicia su diario del Congo, pero después arrecia en dar combate.
Cuando el oficial le pregunta quién es, “Soy el Che”, le contesta secamente. “Hablaba orgullosamente, sin bajar la cabeza y no le apartaba los ojos a mi capitán”, narra un testigo. Trasladado, bajo custodia, al puesto de Comando de Prado, pronto da muestra de que su cabeza, pese a las adversas circunstancias, gira en torno al objetivo que lo trajo a América del Sur. Cuando el capitán se informa de que uno de sus soldados muere en el combate, el mensajero afirma: “Esto va a acabar, ya cayó este desgraciado que era la cabeza”. Presto, el Che responde: “La revolución no tiene cabeza, compañero”.
A poco llega sangrante otro herido, Valentín Choque. El Che se ofrece a curarlo. Prado le pregunta si es médico… “Soy primero revolucionario, pero entiendo de medicina”. Tal es su identidad, y así quiere que lo traten. Poco antes, los soldados que lo custodian lo recuerdan meditabundo pero tranquilo, aunque algunos lo zarandean. Cuando puede les habla y les pregunta sobre Bolivia, y les recuerda que estuvo en el país hace años. Fuma tabaco negro y come un poco; sobre todo, piensa. Permanece en esta situación al menos un par de horas.
El Che y Willy son encerrados en salas separadas en la mísera escuela. El Che, bajo la tenue luz de un mechero, es curado de su herida por el oficial Tomás Totti, un joven de 22 años conocido como Morocho, que le proporciona además un analgésico. Es muy probable que el Che sufriera un ataque de asma. Totti observa que no logra dormir, pues siente que se ahoga6. Queda en la guardia hasta la tres de la madrugada, cuando es reemplazado por el subteniente Raúl Espinoza.
No es una noche tranquila para el Che. Varios oficiales intentan interrogarlo. Nunca obtienen las respuestas que desean, el Che evade dar respuestas que los orienten en su trabajo o les proporcione datos para continuar la persecución, captura y muerte de sus compañeros. Siempre mantiene la calma. Como reconocería un documento secreto elaborado por Richard Helms, director de la CIA, fechado el 13 de octubre de 1967, que se conserva en la Biblioteca Johnson, en Austin Texas: “En ningún momento (…) perdió Guevara la compostura”.
Gary Prado asegura –y no hay razones para dudarlo– que tuvo tres reuniones con el Che prisionero. De ellas, la más relevante es la segunda, cuando el subteniente Totti cumple la tarea de guardián. Seguramente no dura mucho tiempo. Lo sustantivo es que el Che revierte un deseo de interrogarlo y lo transforma en una conversación, donde habla de igual a igual con su captor. El comandante guerrillero no cede y cuestiona al capitán del Ranger, invirtiendo por momentos los papeles. En verdad, leyendo la transcripción del debate publicado por Prado Salmón, es difícil saber quién es el cautivo y quién es el captor. En el momento culminante, el Che hace conocer al oficial que no renuncia a la doctrina que lo trajo hasta La Higuera, pese a las vicisitudes y contrastes sufridos: “Tienen que darse cuenta de que estamos todos los latinoamericanos en una lucha que es continental, donde hay y donde habrá muchas muertes, que costará mucha sangre, pero la guerra contra el imperialismo ya no puede ser detenida. Tiene sus vértices acá en Bolivia, en Colombia, en Venezuela y ustedes los militares tienen también que decidirse si están con su pueblo o al servicio del imperialismo”.
Más tarde, a una hora no identificada, pero seguramente antes de la medianoche, Prado retorna con el mayor Ayoroa y el teniente coronel Selich, un conocido adverso de la izquierda. El subteniente Espinoza Lora está de guardia en la custodia. Selich registra un resumen de la conversación. “Fracasé”, admite el Che. “Se acabó”, dice pero a continuación entra en la batalla de las ideas. Elogia el socialismo como el mejor modelo de gobierno, y recibe los reproches del oficial. Este, luego de no obtener ninguna respuesta sobre la situación de la guerrilla todavía amenazante, pregunta:
–¿Qué lo hizo venir a operar en nuestro país?
–¿No ve el estado en el que viven los campesinos? Son casi salvajes, viven en un estado de pobreza que deprime el corazón, tienen un solo cuarto donde dormir y cocinar, nada de ropa, abandonados como animales…
–Lo mismo que en Cuba
–No, eso no es verdad. No niego que en Cuba todavía exista pobreza, pero los campesinos tienen allá la ilusión de progresar, mientras que el boliviano vive sin esperanzas. Así como nace, muere sin ver mejorar en su condición humana.
Otras fuentes afirman que el debate sube de tono. Selich vocifera: “¡Asesino!, has matado a mis soldados”. La respuesta no se deja esperar: “Asesinos son los imperialistas a quienes ustedes defienden”. El teniente coronel olvida registrar que, furioso, toma la barba del Che, al tiempo de la agita y se burla. Prado apunta que el comandante guerrillero la retira con su mano derecha, lo que no es posible puesto que están atadas. Varias otras fuentes registran, en cambio, que el comandante se hace soltar con un movimiento brusco.
Félix Rodríguez, el hombre de la CIA, también conversa con el Che el sábado 9. Posteriormente oficiales bolivianos del Ranger negarían esta reunión, pero otros dos testimonios de quienes están presentes ese día en La Higuera lo corroboran. El subteniente Eduardo Huerta es uno de ellos, pero no proporciona detalles. Selich, por su parte, asevera que, suspicaz, ingresa a vigilar qué hace. Solamente apunta que Rodríguez conversa con el Che “sobre diversos temas de la Revolución Boliviana, además de la Revolución cubana”. Tal y como ocurre en las otras oportunidades el Che se niega a ser interrogado. Sólo admite departir quizá para forjarse una imagen de su contrincante. En un pasaje clave, Rodríguez traslada en sus propias palabras y entendimiento los conceptos revolucionarios del comandante. Estos figuran en un informe elevado el 13 de octubre de 1967 por Richard Helms, director de la CIA, a altas autoridades de los Estados Unidos.
Con esta captura, el movimiento guerrillero había sufrido un abrumador revés en Bolivia, pero el Che predijo un resurgimiento para el futuro. Insistió en que, al final, sus ideales triunfarían aun cuando se sentía desilusionado por la falta de respuesta de los campesinos bolivianos. El movimiento guerrillero había fracasado parcialmente a causa de la propaganda difundida por el gobierno boliviano, que afirmaba que los guerrilleros representaban una invasión extranjera en territorio boliviano. A pesar de la falta de respuesta del campesinado boliviano, él no había planeado una ruta de escabullida de Bolivia en caso que la incursión fracasara. Definitivamente, había decidido caer o triunfar en esta empresa.
Durante las 16 o 17 horas que el Che permanece preso en la escuela de La Higuera, no pierde la compostura, como admite la propia CIA. Frente a sus adversarios se comporta como un jefe guerrillero que, cauto, mantiene en reserva los innumerables secretos que posee. De sus parcas palabras, que el propio coronel Zenteno no logra abrir, no obtienen nada que les permita continuar con las acciones punitivas contra los sobrevivientes. Por el contrario, en cuanto puede el guerrillero les enrostra la fragilidad pasajera de su triunfo.
¿Simplemente resiste con la palabra Ernesto Guevara o busca una rendija para evadirse? No está para inmolarse, para entregar su vida; sino para sobrevivir, condición para reemprender la disputa contra el poder burgués. Se puede especular que, aunque no está seguro del desenlace del combate, bien puede presumir que una buena parte de sus fieles compañeros aún están libres y vivos. Y que, de saber dónde se halla recluido, podrían intentar liberarlo. Tiene entonces que estar atento y, si es posible, ganar apoyos internos.
“La lucha no es con ustedes”, dice a los operadores del mortero cuando lo capturan. En ellos está la posibilidad de evadirse, y para eso aprovecha la noche, tiempo de secretos, que transcurre entre el 8 y el 9 de octubre. Alejandro Herrera, hijo de un trabajador minero, y Guido Tarqui, trabajador minero, forman parte de la guardia que ronda la escuela. Otro testimonio procede de un conscripto del Ranger oriundo de Uncía, zona de minas y muy posiblemente también de una familia proletaria. Todos portadores del peso y la memoria de una larga historia de luchas y duras confrontaciones de clase, sensibles por tanto a hermanarse con quien se identifica con los más pobres y los desposeídos de la tierra. El Che, al hablar con ellos identifica su origen social y reconoce esa tradición: “En ustedes puedo confiar”, les dice. Les habla de la lucha por los necesitados y explotados, como son ellos y sus familias, y que para eso se alza en armas en Bolivia. Según Tarqui –aunque su testimonio, casi tres décadas más tarde, pudiera estar influido para exaltar su militancia de izquierda–, con su amigo examinan la posibilidad de sacar al Che, pero desisten porque lo impide la estricta seguridad desplegada en la población.
Cerca del mediodía del lunes 9, se toman fotos del Che en la puerta de la escuela. En una aparece casi de frente, con la cabeza inclinada, rostro adusto y manos atadas adelante, cerca al abdomen; en la otra el semblante de perfil luce pensativo, como si mirara hacia la nada. Son representaciones y un lenguaje corporal acorde a las circunstancias. ¿Por qué admite esa sesión, si puede negarse y resistirse? Él, más que nadie, conoce el valor de la evidencia gráfica; las imágenes en la guerrilla son una mezcla de condena y testimonio, pero siempre de dato y memoria hacia el futuro. ¿Es un modo de registrar que estuvo vivo pues ellas, aunque se pierdan en los secretos del presente, reaparecerán algún momento para dar testimonio, como efectivamente pasó? ¿Quiere ser visto y dar una indicación de presencia y lugar a sus compañeros, si estos merodean cerca? Es posible, pero como muchas cosas que se desenvuelven aquel día de oscura historia, nunca lo sabremos. Otro par de fotos, recién publicadas en 2002, tomadas probablemente minutos antes de su ejecución por un fotógrafo particular de nombre Jorge, que acompaña al Ranger, muestra al Che sereno y con una mirada que interroga al hombre de la cámara.
A las 11:10 de la mañana del lunes 9 de octubre se recibe en La Higuera la orden de asesinar al Che, la que se cumple cerca de las 13:15. A fines del mismo mes, en La Esperanza, campo de entrenamiento del Ranger, los asesores norteamericanos hablan con sus pupilos en busca de detalles de la batalla del 8 de octubre y el posterior asesinato de los guerrilleros. El día 30 el joven subteniente Espinoza, en una pequeña habitación del campamento militar, cuenta a un oficial norteamericano la versión más cierta de los últimos momentos del Che.
Cuando Terán entró al cuarto, Guevara se paró, con las muñecas atadas por adelante, y comenzó: “Sé por qué estás aquí. Estoy listo”. Terán lo miró por pocos minutos, y luego dijo: “No, está usted en un error, tome asiento”. El sargento Terán abandonó la habitación por unos pocos minutos.
Mientras Mario Terán está esperando afuera, mientras sus nervios se recompongan, el sargento Huanca entró y disparó a Willy. Guevara oyó los estallidos, y por primera vez se mostró asustado. “El sargento Terán retornó (…) cuando entró, Guevara se puso de pie para encararlo. Terán dijo a Guevara que se sentara, pero él rehusó y declaró: “Yo quiero permanecer en pie”. El sargento comenzó a ponerse enojado, y dijo a Guevara nuevamente que se sentara, pero este no haría nada. Finalmente le dijo: “Debes saber que estás matando a un hombre”. Terán disparó una ráfaga con una carabina M-2; golpeado Guevara fue arrojado contra la pared de la pequeña habitación.
Para consultar por el libro: www.revistasudestada.com.ar