“Escribimos las historias que nos impactaron cuando éramos pibes”
Por Marcelo Massarino y Leandro Albani*/El Furgón – En el universo de la novela negra argentina, desde hace tiempo viene pidiendo pista un tal Kike Ferrari. Autor que asume sus influencias en el metal de Motörhead, en las aventuras de Sandokán y en las gambetas del Beto Alonso, también señala que cada novela que inicia es un desafío para dar con un estilo y con la voz de sus personajes. Lejos de las imposturas, en esta entrevista se propone analizar el presente del género y la perspectiva de su propio trabajo.
En la obra de Kike Ferrari hay varios escritores bajo el mismo nombre que exploran temas y formatos. En Que de lejos parecen moscas, su libro más conocido, retoma una parte de Operación Bukowski, su primera novela que escribió un joven e impetuoso que, diez años después, se transformó en un escritor maduro con un manejo notable de las estrategias narrativas que pone al servicio del género policial. El otro yo de Ferrari es un narrador que indaga en la historia y la política para producir textos como Lo que no fue, que transcurre durante la Guerra Civil Española, y los cuentos recopilados en Nadie es inocente, con una fuerte impronta urbana donde recurre a personajes del subsuelo de la ciudad: lúmpenes, delincuentes y marginales.
¿Cuál de estos escritores es el Ferrari auténtico? ¿El que propone una literatura policial o el que produce narrativas políticas y sociales? ¿O ambos? Ferrari, que acaba de firmar contrato con Alfaguara, recibió a Sudestada en su departamento en el barrio de Once, para dejar volar sus ideas y conceptos sobre una literatura novedosa, pero que rescata lo más comprometido de la tradición argentina.
–Varias veces nombrás a Sandokán, la saga que escribió Emilio Salgari. ¿Por qué razón estas historias son centrales en alguien que escribe policiales?
–La novela de aventura del siglo XIX es la madre del género negro, que es donde me encuentro. Además, Sandokán fue el primer libro que me regaló mi viejo cuando tenía siete u ocho años. Fue toda una ceremonia: “Mirá que éste es un regalo importante”, dijo. En el prólogo tenía una reseña biográfica sobre Salgari que me impactó tanto o más que el libro. Entonces, lo que pasó fue que cuando terminé de leer Los tigres de Mompracem yo quería ser Salgari para poder escribir esas historias; no quería ser un pirata. En su obra, en especial con Sandokán, está todo lo que necesitamos aprender como hombres de bien. Si estamos del lado de los buenos es porque cuando éramos pibes leímos con atención los libros correctos. El Gordo Osvaldo Soriano escribió que capaz que es tan simple como eso, que escribimos ahora las historias que nos impactaron cuando éramos pibes. Me parece que si uno lee Los tigres de Mompracem, el resto de los amigos que van a llegar después, Carlos Marx o Enrico Malatesta, van a completar la idea que está ahí.
Matías, un amigo, me dijo que “la amistad es el primer comunismo”, una idea que está en Sandokán, la de una cofradía que se enfrenta a los otros, que es el imperialismo. Hay una idea de que el amor es un valor importante, que los amigos son soldados y una idea de coraje delirante. En una de las historias hay un personaje que se llama “Giro-Batol”, que recula en una batalla. Entonces lo va a ver a Sandokán y le pide que en la próxima lo destine junto al cañón de adelante, donde seguro que es boleta. Esta es una historia que voy a leer replicada en Pasajes de una guerra revolucionaria, del Che Guevara, cuando un tipo que defecciona en un combate, al siguiente va a pelear sin fierros, a mano limpia, para reivindicarse como revolucionario. Es una literatura hecha con la sangre.
-¿Crees que la matriz de Sandokán se replica en tu literatura?
-Sí, en algunos textos más que en otros. En Que de lejos parecen moscas casi no hay vestigios, salvo la identificación de los malos porque es una novela que no tiene amigos nuestros, todos sus personajes son despreciables. Pero en Lo que no fue es patente porque quise escribir una novela política para quejarme de las organizaciones de izquierda que no hacen más que pelearse entre sí. Terminé escribiendo una novela sobre la amistad y cómo construimos una personalidad con los otros. Entonces, en ese sentido, está cargada de Sandokán. Desde lo formal, Lo que no fue es hija de tres novelas: La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera; Galíndez, de (Manuel) Vázquez Montalbán y Autobiografía de Federico Sánchez, de (Jorge) Semprún. De todas usé el material técnico; el espíritu de la historia es claramente heredero de España revolucionaria, de (León) Trostky y de Sandokán, de Salgari.
–En tus libros se puede leer a varios escritores. ¿Estás en todos o te sentís cómodo con alguno en particular?
–A menos que uno sea Ricardo Piglia o Gustave Flaubert, que sabían todo, que conocían cada herramienta como Jorge Luis Borges, los escritores como yo tanteamos, sólo tenemos idea de algunas cosas. En lo personal, trato de ser respetuoso con los materiales que manejo: la historia, los personajes, los usos del lenguaje y el tema. Me pasó de querer escribir una novela política y hacer una más personal. O como Que de lejos parecen moscas, que es una novela policial y los demás leen una crítica radical al sistema. Trato de usar los materiales que mejor den cuenta de esa historia y de los personajes. Si hubiera contado Lo que no fue con el ritmo vertiginoso y austero de Que de lejos… hubiera sido un libro malo. Lo que hace la diferencia es la historia que querés contar y sus personajes. En ese sentido, la novela que escribo ahora creo que va a jugar como una síntesis. Uno nunca sabe si la novela se va a dejar escribir, porque no siempre puedo usar las herramientas de la mejor manera, así que puede ser que funcione o no.
–¿El lector es una influencia? ¿Pensás en su expectativa a la hora de escribir o lo importante es aquello que sentís en ese momento?
–Intento que no influya en mis decisiones. Para mí, los lectores reales aparecen a partir de Que de lejos… Antes eran cien lectores en el mundo y a muchos les conocía la cara. Nadie esperaba un libro mío, era más libre de escribir lo que se me cantaran las pelotas. Pero después de ese libro y algún premio con cierta difusión, sí empieza a haber un lector que te espera, que se expresa por las redes sociales. Deja de ser una hipótesis. Es alguien parecido a vos, un poco más alto pero más inteligente sentado del otro lado de la mesa. Pasa a ser un tipo que tiene otras ideas, otras lecturas y ese lector real puede ser obturador porque la tentación de darle lo que espera, funciona. Cuando Paco Ignacio Taibo II presentó Que de lejos parecen moscas en la Semana Negra de Gijón, dijo: “Esta novela es muy redonda. Discúlpame colega, pero va a ser muy difícil que encuentres otra historia así”. Lo que fue un elogio se transformó en una piedra… Y me pregunté: “Ahora, ¿de qué me disfrazo?”. Pensaba que lo próximo que escribiría tendría que estar no muy por debajo de lo hecho. En un movimiento que no tuvo estrategia sino intuición, como los gatos que, cuando están enfermos, comen pasto, me llamé a silencio. La gente me reclamaba: “Che, escribí una novela” y yo escribía cuentitos, algo que me resulta cómodo y sé hacer. Hice una novela con Juan Mattio y me corrí un poco, hasta que el lector dejó de pesarme. En el mejor sentido, me pude cagar un poco en la mirada de los demás. Eso me permitió liberarme y escribir otras cosas. Tengo dos novelas empezadas que son del tono de Que de lejos… y que en algún momento las visitaré. Lo que no voy a hacer es obligarme a escribir un libro igual para el año que viene, porque es algo que no funciona.
-¿Qué fue lo primero que escribiste después de lo que te dijo Paco Ignacio Taibo?
-Lo primero fueron cuentos. Creo que el primero de largo aliento, de diez o doce páginas, lo escribí por encargo. Fue una versión de El flautista de Hamelin que se llama El cazador de ratas, para una revista digital que tenía una colección que se llamaba “Bichos” y eran cuentos infantiles en otra clave. Fue el primer laburo en el que me sentí cómodo de nuevo. Pero tenía una parte resulta, la estructura que sólo tenía que llenarla de cosas. Había algo que sabía que tenía que pasar. Aparecen ratas y alguien las tenía que matar y secuestrar a los pibes. Eso estaba escrito. La primera novela que voy a escribir después de Que de lejos parecen moscas, que yo entienda como tal y que no es la que escribí con Juan, que tampoco es la novelita del heterónimo (eso es un ejercicio bordeando el cliché), esa novela todavía no está escrita. Entiendo que es la que estoy escribiendo.
–¿Qué cosas te permite el género policial a la hora de escribir?
–El policial tiene aristas que son bárbaras. La primera es que me divierte un montón como lector y escritor. Es una narrativa que habla del crimen y te permite hablar sobre un sistema que está fundado en el crimen. Porque el sistema capitalista está fundado en la generación de capital, en el robo de las horas de trabajo al obrero. Por lo tanto, si vos contás de manera eficaz una red de trata también hablás del fordismo industrial. Si te referís de una manera más o menos eficaz al lavado de dinero de una empresa de narcos, hablás de otras operaciones ilegales. Por otro lado, la literatura permite dar cuenta de cosas que el periodismo, con la crónica policial, no permite. ¿Puedo contar que una familia que se enriqueció haciendo negocios con el Estado y que, en una operación con amigos del poder, pusieron al primogénito como presidente del país para gobernar con los CEO’s de las grandes empresas como ministros? ¿Puedo demostrar que el presidente es una suerte de empleado de las multinacionales? Si soy un periodista no puedo decir que Mauricio Macri es empleado de las grandes empresas. Ahora, como narrador de ficción puedo decir lo que se me canten las pelotas porque no estoy atado a la realidad, pero sí estoy atado a la verdad. Esa es una gran enseñanza de Andrés Rivera: no confundir lo real con la verdad. La literatura es terreno de la verdad y el género negro ayuda a contar esas verdades.
-Así como hay un estudio histórico para escribir Lo que no fue, ¿hay también un estudio antes de escribir una novela policial?
-Los lectores más amigos encuentran enseguida algunas cosas… De hecho no nombro en la última página a la película Tierra y libertad, de Ken Loach, lo cual es una injusticia. En el policial es menos, salvo que vaya a escribir sobre un material narrativo menos basado en la realidad y que conozca menos. Con Juan tuvimos el proyecto de hacer una segunda parte de la novela que escribimos juntos, que estuviera basada en el caso Giubileo. Entonces sí hubiera tenido que estudiar porque yo era chico. En los policiales que fui escribiendo no, porque son más productos de la imaginación pura y dura, no hay que atarlos a nada. En algunos casos son anécdotas que escuché por acá y por allá, o cosas que ya sabía y no tuve que estudiar, como los partes de la Triple A o las publicaciones de El Caudillo que las conocía. Lo mismo que la novelita escrita con heterónimo, que si hubiera sido un recién llegado tendría que haber leído los libros pulp de la década del sesenta, de los que tengo una pila. Ese trabajo estaba hecho. Con la novela que tiene un basamento más histórico, aunque después le faltes el respeto al material histórico como yo hago, para poder respetar algo necesitas saber que ese algo existe. Bukowski, aunque no se note, tiene un trabajo parecido. Yo sabía un montón de la biografía, había leído su obra al momento de ponerme a escribir, estudié un montón. Parte de la eficacia narrativa de un trabajo es que no se escuche al autor diciendo “esto lo estudié un montón”; simplemente que sirva, que esté ahí para que vos sepas de lo que hablás y lo hagas con seguridad. Cuando uno tiene que explicitar que esto fue dicho entorpece la ficción.
-En tus trabajos están los personajes vinculados al movimiento revolucionario, a la Segunda Guerra Mundial, a los clásicos del policial, porteños o de Nueva York, pero también está el personaje lumpen. ¿Este último es una mezcla de los otros o algo diferente?
-Depende del lugar donde aparece. El lumpen es una figura central en el género negro. Una de las herramientas que encontré en Piglia es que cuando escribí policial bordeaba las herramientas pero no usaba los mecanismos. También Lo que no fue y Operación Bukowski están pensadas con una estructura policial. Alguien está tratando de seguir unas huellas, hay cosas que no se conocen y que no se van a resolver finalmente. Pero la figura del lumpen, del desclasado en el género es muy importante. Cuando hablo del laburante desclasado me refiero al tono de época en que me tocó crecer. Yo soy del año 1972, empecé a trabajar en 1988, en la hiperinflación, después mi vida laboral adulta arranca en la década de 1990. Y la década de 1990 es la época del desclase, salvo los compañeros que tuvieron mucha suerte y se aferraron a un lugar. Hay compañeros que entraron al subte en el noventa y pico y sobrevivieron, un poco por inteligencia y otro poco porque tuvieron la estrategia de agruparse y sobrevivir y pudieron estar atados a la conciencia de clase. Pero para tipos como yo, que íbamos de un trabajo a otro, fue más complejo. Me parece que la figura en mi literatura tiene que ver con eso, más con un tono de época de mi experiencia vital que con la literatura.
–El género negro tuvo un impulso muy grande en Latinoamérica. Hay novelas que tienen densidad teórica pero con la estructura de un policial, como Blanco nocturno, de Piglia. ¿Hay una explicación para ese auge?
–La literatura policial es una tradición. Y las tradiciones emergen y se sumergen, tienen flujos y reflujos; eso pasó en la Argentina en particular y en América Latina en general. El género tiene una historia que en los años cuarenta tiene que ver con Borges, Adolfo Bioy Casares, Leonardo Castellani, con el laburo de El séptimo círculo, y luego con la llegada de la colección Serie negra, de Piglia. Después, la avanzada con Juan Carlos Martelli, Alberto Laiseca, Piglia, Juan Sasturain, Osvaldo Soriano, Enrique Medina. También con dos de los libros de Rivera, uno de ellos Nada que perder, un título que se cae al piso como integrante del género. Andrés fue un gran lector de policiales y uno de los que mejor usó los mecanismos del género para contar otra cosa. En El amigo de Baudelaire tomó las herramientas del policial para contar una cosa distinta. Hoy existe un reverdecer del policial donde es fácil distinguir quiénes se acercan al fogón porque calienta el fuego y los que buscamos el fuego de la literatura.
–Antes de la literatura fue la música. ¿Cuánto influye en tu obra?
–Si me hubieran dado los dedos habría querido ser Lemmy Kilmister (líder de Motorhead). Hay dos grandes influencias extraliterarias que debieran notarse en lo que escribo. Una es la música que escucho, que tiene que ver con determinada intensidad. No es casual que uno escriba género negro si a los trece años decidió que lo que iba a ser lindo y deseable es Black Sabbath. Sería muy raro que escribiera novelas románticas. También me gusta el tango y soy fanático de Tom Waits. Hay una lógica que trasciende la sonoridad y que da una hipótesis sobre la mirada que uno impregna en lo escrito. La otra influencia es mi pertenencia futbolística. Siempre quiero dar un pase redondo, pero no todos somos el Beto Alonso. Soy hincha de River y tendría que haber una coherencia entre mi identidad y la forma con la que trato escribir. Lo mismo tendría que pasar entre la música de fondo que suena cuando escribo y lo que escribo.
-¿El trabajo cotidiano en el subte te da elemento para la literatura?
-No lo sé. El subte no tuvo una influencia real. Quizás sí las limitaciones que me significaron tres años y medio de trabajar de noche y vivir al revés, hizo que escribiera con sueño, que tuviera que tomar apuntes en cuadernos y después no entendiera la letra. Me trajo una serie de incomodidades que probablemente le den una densidad a la escritura. No estoy seguro, porque todavía no tengo la distancia suficiente. Ahora, si lo pienso en general desde mi vida como trabajador, es difícil darme cuenta porque no tengo con qué comparar, porque si un día le vendo un argumento a Spielberg, me paro y no tengo que laburar, quizá puedo cotejar qué me está faltando. Debe servir para tener el oído atento, para pensar que la literatura no termina en los libros.
–¿Encontrás en los diarios historias que luego retomás o que tienen un parecido con lo literario?
–Alguien me decía que no hay imaginación de escritor que pueda estar a la altura de la realidad. Si desde la imaginación un tipo decide matar a alguien, esposarlo y meterlo en el baúl de un auto, la única diferencia conmigo es que yo decido escribirlo y él hacerlo. En los dos casos hay un hecho que no sucedió y se lo imagina hasta que uno lo acomete y el otro lo escribe. No existe eso de que la realidad supera la ficción. La realidad está hecha por gente, igual que la ficción.
–¿Te pudiste desprender de la experiencia de tu paso por Estados Unidos a la hora de escribir?
–Sí, claro. De hecho, mi experiencia gringa fue de tres años y medio hasta que me deportaron. Tenía sólo un texto alrededor de eso. Pero durante bastante tiempo me quedó la sensación que era lo único que me había pasado en la vida. ¿Qué era? Era un tipo al que habían deportado de Estados Unidos. Era un chiste buenísimo porque me habían echado de casas de parejas, de organizaciones políticas, de fiestas, de partidos de fútbol, de todos los lugares posibles. Hago artes marciales desde chico y siempre me descalificaban, así que me echaran de un país era un plus ultra. ¡Más lejos de eso es que me echaran del planeta! No había forma. Pero pasan otras cosas que te permiten ir filtrando para después convertirlo en anécdota. Lo más importante de aquella experiencia es que fui a comprobar algunas cosas que pensaba sobre la sociedad norteamericana, me permitió aprender un idioma, y lo fundamental: fue el lugar donde decidí que me iba a dedicar a escribir.
*Una versión resumida de esta entrevista fue publicada en la revista Sudestada, número 147, mayo-junio de 2017