martes, marzo 25, 2025
Cultura

Breve elogio de la lealtad

Silvia de Rojas/El Furgón – Andrés Rivera, Marcos Ribak, El Viejo. ¿Quién que lo haya conocido en su última treintena no lo llamó El Viejo? Un hombrón en miniatura, al que le gustaba -y le divertía- pasar por desagradable. Se investía de ogro y disfrutaba asustando. Los ojos claros -¿celestes o azules?, que rara vez recalaban en el interlocutor- y el ceño cincelado eran su escudo. La palabra, un estilete que rumiaba antes de soltarla en la dirección certera. Y entonces sí, se invadía de una sonrisa cómplice.

El gesto hosco y prescindente lo alejaba de aquellos que caminaban el pasillo de la editorial sin mirarlo. Sin embargo, el Premio Nacional de Literatura empezó a hacerle difícil cruzarse con alguien sin ser saludado efusivamente. El Viejo no se inmutaba. No se creía escritor; prefería ser un obrero, también de la palabra. Y como aquel obrero textil que había sido iba tramando incansablemente, como en un telar, su grafía en un cuaderno con renglones, igual a tantos.

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Rivera conservaba costumbres de las viejas redacciones de la gráfica. La picadita de los viernes suponía su ingreso, con el infaltable portafolios que portaba salamín y tinto. Después de la comunión bajo las dos especies, asomaba el imponderable palillo, que al final de la tarde servía como señalador entre las páginas escritas que se llevaba.

El Viejo se sentaba a mis espaldas en un abigarrado departamento de Corrección -ahora una verdadera imagen de museo- y alguna vez deslizó con picardía que se me podría hallar en uno de sus cuentos.

Su blasón más preciado, “La Susy”, a la que amó incondicionalmente con ese amor que sólo puede asentarse en la admiración profunda. La Susy, una gran mujer pequeñita, que dejó un lugar pequeñoburgués y se ancló en una Córdoba bullente y empobrecida, para plantar en Bella Vista un sueño -¿un despertar?-  en forma de libro.

Hasta que pudo retirarse, el Premio Nacional de Literatura iba y venía en un micro Chevallier de Buenos Aires a Córdoba para estar con ella en la patriada. Si se pudiera ser cursi sin traicionar la filosofía de su estética, se podría decir que La Susy -aquella que “un día subió a su pieza y nunca más se fue”, como él decía- fue el gran amor de su intensa vida.

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Y la madre. La madre que podía percibirse como una deidad totalizadora. “Mi madre” -la nombraba-. Rivera profesaba su devoción a ella montando rutinariamente en un Chevallier, de Córdoba a Buenos Aires, para asistirla. Y el relato provocador sentenciaba que los muchos ejemplares que le correspondieron en virtud del Premio por fin “servían para algo”, elevando los pies de la cama de una anciana que ensayaba con breves pasos la partida.

Lo mejor de todo es que El Viejo entrañable nunca se la creyó. Iconoclasta empedernido, quiso irse de apuro, para no coincidir con celebración alguna, ni monoteísta ni pagana, y menos con una mezcla informe de las dos. Y se murió finalmente en ejercicio de la coherencia. ¿Cómo iba a seguir caminando aquel comunista sin comunismo entre tanta desolación democratizada?

*Silvia de Rojas es correctora, editora y escritora.