Luca Prodan, una trompada al rock
Ignacio Portela y Hugo Montero/El Furgón – Caminaba el pelado, le dolían un tanto los huesos. Su cuerpo soportaba desde hacía unos años el poder del escenario, ese juego perverso que ha matado a algunos y ha cegado a tantos otros. Tambaleaba de a ratos, no sentía los músculos; necesitaba mandarse un buen trago de ginebra, el calmante de sus pesadillas. Qué lugar extraño, pensaba. Qué arruinadas estas veredas sureñas que me hacen ir en zig-zag. ¿Qué quiere la gente de un elegido: volverlo loco, amarrárselo a su corazón? Qué lejos estaba Londres, mucho más lejos que Escocia y esas reglas severas de comportamiento. ¿Qué había visto en aquellas fotos que no mostraban otra cosa más que una familia? No era el paraíso. Qué le iban a hablar de paraíso si ya había estado de visita varias veces entre dosis y dosis, y nada era lo que parecía. Nada era lo que le decían. No hay tiempo para dar marcha atrás, unos cuantos seguidores estarían esperando el ritual. Otro trago a la ginebra y el corazón empezaba a tomar temperatura. ¿Qué voy a hacer en este mundo que aún no hice?, ya es mucho, pensaba. Porque esas predicciones se cumplían siempre, porque sabía que le quedaban pocas horas. ¿Por qué no se me desprenderá este acento, si este es mi lugar, mi gente? Ya llegamos, le dijo a su compañera, y presentía que el trato de los de la puerta iba a ser el mismo: siempre la lucha, siempre el rechazo. No podía pasar con la botella, iba a seguir ligando trompadas, estaba cansado. “Con la petaca no, flaco”, le advirtieron. Y la petaca entonces fue disimulada entre las pilchas de uno de los pibes, y el pelado dudó un segundo. ¿Quería entrar? ¿Quería quedarse afuera, lejos de esos salames de la puerta, ahí donde todos lo saludaban, lejos de los ruidos de adentro, lejos del ritual de siempre?
“Chau, fuck you, a la mierda con este circo y con el rock”, gritó. Pero entró, o lo metieron, para ser más claros. La cancha del club Los Andes le ofreció al pelado un paisaje desolador: mientras desde el escenario se sacudían los acoples de las últimas pruebas de sonido, en el campo casi nadie se asomaba. Más allá, lejísimo, en la tribuna, un puñado de remeras negras se confundía con los colores de esa noche de diciembre. Hablaba el pelado, y le hablaban todos: conocidos, amigos y perfectos extraños, porque sentían el privilegio de ponerse a charlar con él por un rato, como si el recital no fuera más que una excusa trivial para juntarse a tomar una ginebra y a cagarse de risa y a gritar canciones perdidas entre otros gritos. Se ahogó el pelado en un momento, se atragantó con los gritos ajenos y se perdió, mientras caminaba hacia lo que sospechaba que eran los vestuarios de la banda. ¿Dónde carajo estoy?, pensó entonces, y lo dijo en voz alta. No le importó que le explicaran dónde ubicar en el mapa a Lomas de Zamora, no le interesaba saber en realidad. La pregunta era otra cosa. Y estaba solo, rodeado de gente, pero solo. Más solo que nunca. Se ahogó con la ginebra y tosió un buen rato, y sintió cómo la tos penetrante le rascaba los pulmones, cómo le estremecía todo el cuerpo flaco y le llegaba hasta los huesos, dolorido. Atragantado como estaba, no pudo seguir la marcha. De lejos llegaban los ruidos de una viola eléctrica acoplando a lo bestia, y las luces prendidas del estadio no le hacían fuerza a la noche. Miró a la gente, y no llegó a escuchar sus conversaciones, no le pudo ver las caras, lejos, en las tribunas. Lo llevaba la gente, lo empujaba, pero estaba solo, lejos del ruido, lejos del circo, lejos de esa noche que se parecía demasiado a las otras. No veía las sierras de Córdoba el pelado, no veía a Stephanie con su inglés inconmovible perdida en el silencio del monte, no veía a Timmy tampoco; apenas si se acordaba de lo que habían hablado un par de días antes: cobrar unos mangos en Sadaic, internarse en esa clínica, lejos, bien lejos, “ahí donde no conociera nada, en Formosa”, jodía.
“A la mierda con el circo”, repetía, mientras cuatro o cinco lo iban empujando hacia a los vestuarios. Cansado, perdido, solo, Luca marchaba rumbo al ritual. No miró atrás en ningún momento: la noche de Lomas lo esperaba y unas cien personas se acomodaban en la inmensidad de las tribunas de Los Andes. Ellos también venían a ver el circo. De lejos, podía adivinarse la pelada de Luca, más flaco que nunca, caminando. Alrededor, cada vez más gente, cada vez más solo. De adentro lo veían llegar, justo cuando la noche se transformaba en madrugada. Cada vez más ruido, Luca, ahí viene che, cada vez más tarde. Cada vez más solo.
Mito subterráneo
El río por el que se deslizan los mitos subterráneos es igual de oscuro, impreciso y contradictorio que el paisaje que envuelve a las viejas leyendas populares. En ese sentido, transitan su camino imperfecto, pleno de falsedades y exageraciones, matizados siempre por los borrosos recuerdos de aquellos que asumen el desafío de forzarlos a abandonar el cenagoso río por el que corren con rumbo fijo hacia el olvido. Por eso es tan difícil trazar contornos o establecer criterios biográficos, porque su historia es la historia de otros, la historia de los que están aquí para recordar. Sumemos a este mapa de imperfecciones una vida breve, una impronta marginal y un personaje cuya propia existencia parece una enorme colección de malos entendidos, y obtendremos como resultado un mito argentino único.
Tan desmesurada como inasible, la historia de Luca Prodan responde exactamente a los parámetros no escritos del mito. Contradicciones y malos entendidos decíamos, y es así: ¿quién puede explicar que la figura más emblemática del rock argentino, la más revulsiva, la más trascendente, sea la de un italiano nacido en Roma, educado en un selecto colegio de Escocia, que pensaba y cantaba en inglés, hijo de una acomodada familia compuesta por una italiana y un escocés que se conocieron en China? Semejante confusión de patrias, lenguas y pasaportes generó la leyenda, el mito, y multiplicó las dudas. ¿Quién es capaz de comprender cómo este italiano, que primero se escapó del rigor y de un seguro destino universitario que lo esperaba después de la escuela Gordonstown, decidiría huir también del alienante paisaje londinense de los setenta, ese húmedo universo de excesos, locura y soledad que casi lo empuja hacia el otro lado? Menos comprensible resulta entonces imaginar cómo terminó este personaje perdido en las sierras cordobesas, perseguido por los fantasmas de la heroína y la figura autoritaria de su padre, y con una valija repleta de sonoridades británicas, de punk, de reggae, de new wave. Imposible no resaltar, no chocar contra un país enterrado en el miedo y la sangre de una dictadura. Imposible no confrontar con un rock nacional que apenas balbuceaba una identidad propia, confundido entre los modelos importados y los ritmos locales for export.
Desde el principio, por este mapa de contradicciones constantes deambuló Luca: un tipo que eligió la música casi de casualidad para contar su propia historia terminó conformando la banda de rock más influyente de los ochenta en Argentina. Un personaje al que hoy todos persiguen e identifican con el éxito, ayer vivía sin nada, con ropa prestada y en una casa tomada. Una figura del rock que nunca pudo creerse la historieta de ser reconocido simplemente porque subía al escenario y se bajaba envuelto en las mismas sombras, el líder de una banda que iban a ver todos pero que terminó tocando para cien personas en la cancha de Los Andes. La cara de un grupo que tocaba con los peores equipos de sonido, que hacía del acople un rasgo distintivo, pero que en vivo sonaba como ninguno. Un pelado que hablaba en inglés en medio de una multitud de supuestos rebeldes de pelo largo que mentían en argentino. Un loco escapado de un húmedo callejón de Londres que terminó componiendo el tema más tanguero del rock nacional: “Mañana en el abasto”. Un artista que hacía de la agresividad su entorno natural, que odiaba el caretaje y la hipocresía que lo rodeaba, pero que demostraba una sensibilidad casi enfermiza en la vida de todos los días. Un pibe cultísimo que cocinaba las pastas más ricas, que sabía que se iba al tacho, que no podía contra el estigma de la ginebra mientras miraba el techo de los baños; pero que de vez en cuando se atacaba con raptos de conciencia y tenía ganas de zafar, muchas ganas de zafar. Un mito incontenible, marcado por una vida biográfica apasionante, dueño también de un desbordante mundo interior al que nadie tenía acceso.
Por eso la historia de Luca no tiene principio ni final. Porque es un mito subterráneo, porque la luz de los falsos arqueólogos del rock apenas si logró vislumbrar una mínima porción de la leyenda. Imposible negarlo en este presente gris donde los músicos copian o se repiten, donde el rock suena a hueco y no provoca nada. Donde las multinacionales los disfrazan de rebeldes y el público es sólo un potencial comprador. De todas las dudas que surgen a partir del confuso mapa del que hablábamos a la hora de referirnos a Prodan, una sola se disipa enseguida: ¿Cómo no va a seguir vigente un mito de la estatura de Luca? ¿Cómo es posible relegarlo a un segundo plano o disfrazarlo de pasado, si su presencia aún provoca y su música se hace más fuerte; si su cara está en todas las remeras, si su acento está en todas las memorias? Luca, otra vez, es presente.
Un paraíso cordobés
Cuenta la leyenda que en 1979 Londres se sacudía con los espasmos de una nueva generación que venía a tirarse de cabeza por el agujero de una ciudad decadente. En este escenario transcurren los hechos: a esa ciudad llega la madre de Timmy Mckern una tarde con un encargo preciso. Timmy había sido compañero de Luca en el exclusivo colegio Gordonstown escocés y habían compartido departamento durante algunos meses en la capital inglesa. Luca, italiano, y Timmy, argentino, se habían hecho amigos con la naturalidad de sentirse parias en tierra ajena, lejos de su entorno y de su gente. Para cuando la madre de Timmy arribó a Londres, su hijo ya vivía hacía tiempo en una lejana provincia de la república Argentina con dos hijos y toda una historia propia. Luca, en tanto, se hundía. El descubrimiento de la heroína lo había empujado hacia las profundidades y casi lo deja allí para siempre. Había estado internado en un hospital público con un coma irreversible, del que sólo despertó por obra y gracia de un milagro, según se lo explicaron sus médicos. Y en ese momento llegó la madre de Timmy con anécdotas y fotos de la familia de su hijo en un ignoto pueblo cordobés, ubicado en el centro de la geografía argentina.
La historia es conocida: Luca vio esas fotos y lo conmovieron, despertaron en él las ganas de viajar a ese lugar lejano para escapar de la lenta agonía que podía ofrecerle Londres. El mito habla de un Luca cautivado por el paisaje de las sierras cordobesas, pero la verdad es que en las fotos de Timmy apenas si se veía una familia sonriente, de espaldas a una tapia, sin mucho paisaje que admirar. ¿Qué fue lo que vio Luca allí? ¿Qué encontró en aquellas imágenes que encendieron sus ganas de partir con rumbo incierto hacia un país sudamericano que apenas si había escuchado nombrar un par de veces? Quizás sería más acertado preguntarse qué cosas no vio Luca en esas fotos para comprender mejor la decisión de su partida. Y en las instantáneas de su amigo en Córdoba Luca no vio a Londres, no vio la humedad de los callejones ni vio la noche eterna tragándoselo entero en pocos días, no vio la heroína persiguiéndolo por todos lados ni la soledad ocupando todos los cuartos de su departamento, no vio la muerte en esas fotos, seguro. Vio y adivinó apenas una oportunidad de zafar, y por esa chance decidió jugarse las últimas fichas que le quedaban.
Luca le escribió a su amigo para contarle sobre sus intenciones, le explicó que quería conocer, le aseguró que viajaba limpio y curado de su adicción. Si bien Mckern nunca creyó la descripción de su amigo con respecto a su adicción, no tuvo problemas en invitarlo a que se viniera un tiempo a las sierras.
Y Luca se fue, con lo poco que tenía, llevándose en la valija el último saque de heroína para el viaje, la despedida de la muerte, la despedida de Londres y su oscuridad, el adiós a esa sombra amenazante que lo persiguió hasta el aeropuerto, desconfiada de la decisión final de Luca. Un Luca raro, de pelo largo, destruido físicamente, cansado y todavía presa de los efectos del último saque cerró los ojos en el avión y ya no pudo soñar con nada. Apenas si recordaba, entre brumosas imágenes, aquella foto de la familia de su amigo. Esa foto que sólo le prometía no toparse con todo aquello que amenazaba con destruirlo en cuestión de horas en cualquier baño londinense.