Entre Castelli y Rosas: una tarde con Andrés Rivera
Martín Latorraca y Juan Ignacio Orúe/El Furgón – Andrés Rivera es un hombre parco, de pocas palabras y gestos mínimos. Los rodeos del lenguaje le perforan la paciencia, las frases patéticas lo fastidian. Sin embargo, en silencio, mira el canal TN, que escupe noticias de inseguridad, catástrofes climáticas y bobadas de youtube posteadas por dueños de mascotas simpáticas: un perro se tira a la pileta, un niño abraza a un gato, una tortuga hace equilibrio sobre otra.
Rivera bosteza sobre el sillón y se acaricia la nariz con su mano gruesa de dedos largos. De tanto en tanto estornuda en el departamento de su hijo Jorge, en Buenos Aires, en una tarde de julio de 2015, cuando aún no se sabía que a fin de año Mauricio Macri iba a presidir el país. Incómodo, se recuesta con los ojos abiertos y parece dormido frente a la pantalla encendida.
Desde la publicación de El precio (1957) hasta Kadish (2011), su obra literaria -cuentos, novelas, nouvelles- aborda la cuestión del poder, retrata su historia familiar, obrera y de izquierda, se obsesiona con el peronismo y ofrece un retrato muy personal de Juan Manuel de Rosas y Juan José Castelli, entre otros próceres de la Argentina.
“En nuestro país, todos los proyectos de cambio han sido derrotados, cualquiera haya sido el signo con que se pusieron de pie ante la sociedad -dice la solapa de Cuentos escogidos (2000)-. En lo que a mí toca, eso es lo que me atrae verdaderamente de la historia: tratar de exponer, al menos, los entresijos, los pliegues de la derrota. Y a sus protagonistas, los vencedores y los vencidos”.
Sobre la mesa del living, amplio y rectangular, hay papeles, un mate y facturas, y una edición cubana de La revolución es un sueño eterno, el libro en el cual Rivera, a través de Castelli, se pregunta: ¿Qué revolución compensará las penas de los hombres?
“El uso de la oralidad, la fragmentación discursiva, los desplazamientos de la enunciación y la pluralidad de registros aseguran un auténtico acercamiento al Orador de la Revolución, donde lo urgente es su costado humano: descubrir al hombre que se reconoce vencido por la apremiante realidad de una utopía inconclusa”, describe la contratapa del ejemplar, que antes de terminar el día llevará, escueta y sin mimos, la dedicatoria del escritor: “Andrés Rivera. Julio 2015”.
La publicación de ese libro en 1987 marcó un quiebre en su vida y obra. Lo escribió a mano en un cuaderno anillado número tres. Con una lapicera de tinta roja desplegó su plan de escritura en una sola hoja. Detalló, con obsesión, el día del primer apunte -18/5/85-, el del último -18/3/87- y la revisión final -26/4/87-, que llamó “texto limpio”.
Y dejó testimonio de la bitácora: anotó el tiempo de trabajo diario, a la cantidad de páginas las numeró y encerró dentro de un círculo. Cada jornada está apuntada una debajo de otra. A veces se lee “reescritura”, “todo de vuelta”, “fin de la reescritura”, “corrección”. Sin respetar los límites del renglón, escribió el manuscrito con una lapicera cargada de tinta negra y una letra clara, elegante y expansiva, incluso muy cerca de los anillos del cuaderno.
Juan José Castelli, el orador de la Revolución de Mayo, murió de cáncer de lengua. Esa paradoja sedujo a Rivera. Cuando entiende que la derrota jacobina es inexorable, Castelli deja de hablar por voluntad propia y se pone a escribir un sinnúmero de cartas: comprende que su palabra carece de total validez y cuenta su experiencia revolucionaria.
Cinco años después La revolución es un sueño eterno recibió el Premio Nacional de Literatura. Desde allí, hasta la primera década del siglo XXI, la voz de Rivera circuló en los medios de comunicación -especialmente en la prensa cultural de diarios y revistas- y fue una figura central en el debate público. Expuso con claridad y de manera taxativa definiciones como estas:
“Estoy convencido de que los representantes de la burguesía argentina que constituyeron este país como nación eran, en general, hombres cultos. Los burgueses que hoy conocemos, los que aparecen en la revista Caras, son personas groseras e incultas. No se salva nadie. Ahí hay una diferencia” (La Maga, 1996).
“Mi mensaje no es desalentador. Insto a que la juventud milite. Una vez un chico de unos 18 años me dijo que La revolución es un sueño eterno le había cambiado la vida. Ese chico se equivocaba. Lo único que nos cambia la vida es la lucha de clases” (El Espejo, 2001).
“El partido justicialista es un antro que genera corruptos y corrupción desde su nacimiento. Kirchner necesita un aparato del Estado con burócratas más o menos honestos y que sepan administrar este Estado capitalista. Kirchner todavía no se enfrentó con eso que se llama establishment” (Sudestada, 2003).
“Yo cambié mi escritura. Pero no mi concepción del mundo: sigo siendo partidario de la eliminación de la propiedad privada. Así de simple” (Página 12, 2004).
“Buena parte de la pequeña burguesía argentina es fascista, aunque no lo sepa, aunque algunos se ofendan si se los dice. Pero cuando se exige ley y orden, se es fascista” (Página 12, 2009).
“¿Por qué cree que los jóvenes ocupan colegios en la ciudad de Buenos Aires? ¿Qué les pasa? Me parece notable, realmente, la actitud de los jóvenes. Y no porque yo crea que el señor Mauricio Macri es el señor Mauricio Macri, sino que parece un acto político de una calidad excepcional para este país tan espléndido y que a mí me provoca muchas veces tanto hastío (Ñ, 2010).
En 2011 publicó su último libro. Agotado, ya casi no lee ni escribe. Pasa sus días en silencio, en Córdoba, junto a su compañera Susana Fiorito, en el barrio Bella Vista.
Rivera, ahora sentado en el sillón, con la espalda recostada sobre un almohadón, tiene los ojos cerrados. Escucha la charla, se sabe observado. Una sonrisa pícara asoma casi imperceptible, escueta y maliciosa, algo burlona.
– ¿Querés facturas, viejo?- pregunta Jorge.
– No.
– Están ricas, dale. Las trajeron los chicos.
– No. Gracias, Jorge.
Renée Dana, la madre de Jorge, prepara café.
-¿Querés Andrés?, ¿Lo tomás con azúcar?- pregunta desde la cocina.
-Lo tomo como lo tomé toda la vida- responde Rivera ya sentado a la mesa, mientras se lleva una medialuna a la boca.
Sin hablar escucha la conversación, y sonríe, complacido, cuando se entera que sus ex compañeros del diario El Cronista Comercial lo recuerdan como un tipo leal, honesto y cafeteador. Allí trabajó entre 1974 y 1981. Firmó reseñas de libros, perfiles, entrevistas, notas gremiales y culturales bajo el seudónimo “Pablo Fontán”.
También colaboró en la sección deportes. “No estallaba la ovación, bajo las luces opacas del estadio, el sábado 29 de mayo de 1976. Apenas si un susurro frío corría alrededor de los tubos de acero que rodeaban al féretro; tal vez, un lamento sin lágrimas, el leve crujido que produce el nacimiento de una nueva arruga”, escribió Fontán sobre el velatorio del boxeador Oscar “Ringo” Bonavena en el Luna Park.
Rivera, encorvado, regresa a su morada: parece un hombre vencido por la apremiante realidad de una utopía inconclusa. Después de un silencio largo e incómodo llama a su hijo.
– ¿Jorge, decime, estos dos, a qué vienen?
– Te visitaron en Córdoba hace poco. Te hicieron una entrevista.
– Eso ya lo sé. ¿Qué carajo quieren?