“Aunque escribiera una receta de cocina le daría la estructura de un policial”
Marcelo Massarino/El Furgón* – Ricardo Ragendorfer entra al bar El Aconcagua en pleno corazón de San Telmo como si fuera su casa. Mientras saluda y toma asiento junto a la mesa del ventanal, el mozo, sin mediar pedido, le alcanza un café en pocillo y un vaso con agua. No se asombra por el gesto. “Acá comienza mi novela La maldición de Salsipuedes. ¿Dónde iba a ser sino?”, pregunta y se encoje de hombros. Un grupo de parroquianos habla a los gritos y uno le da un mensaje a otro que apoya sus manos sobre el mango del bastón: “Estuve con el ‘Negro’ Brizuela Méndez en radio El Mundo y dice que vos le querías dar a Blanquita Amaro”. El destinatario, cabello blanco y jopo eterno, asiente y dice: “Linda piba la Blanquita”. De no ser por un grupo de gringos que intentan descifrar un mapa de la ciudad, esta esquina de Estados Unidos y Bolívar sería como el centro del Triángulo de las Bermudas, un lugar donde el tiempo se detiene y sus habitués discuten el pasado que los motiva para vivir.
El periodista que escribió junto a Carlos Dutil La Bonaerense, sobre los negocios de la policía más brava y corrupta del país, tiene cincuenta y ocho años y una trayectoria que incluye medios gráficos argentinos y del exterior, televisión, radio y también como guionista de cine. Su nuevo libro Los doblados tiene en cada página sus años en el oficio que comenzó en 1978, en México, a instancias de Carlos Ulanovsky, y la prosa que maceró en redacciones y sobremesas después del cierre con colegas como Isidoro Gilbert, Rogelio García Lupo y Juan Carlos Novoa. “Patán” -así es como se lo conoce en el gremio- dice que es periodista por pura casualidad y que se dedicó a contar historias de malandras porque era lo que tenía a mano cuando escribía en las revistas Cerdos y Peces y El Porteño, a mediados de la década de 1980.
Las correrías de ladrones como Juan “Pichón” Laginestra, Jorge Villarino (“El Loco”) y los integrantes de La Superbanda quedaron al margen para desentrañar algo que lo obsesiona: la traición. Supo que el tiempo era la década de 1970 y debía recorrer las entrañas de las organizaciones armadas y del Batallón 601. Con paciencia de artesano cinceló la investigación que comienza en octubre de 1975 y concluye en el otoño siguiente, tras el 24 de marzo, el día que la Junta Militar tomó el poder en la Argentina.
El libro cuenta el copamiento de Regimiento 29 de Infantería de Formosa, en octubre de 1975, por Montoneros; la infiltración en el PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores – Ejército Revolucionario del Pueblo), donde se destacó el soplón Rafael de Jesús Ranier, alias el “Oso”, que marcó citas, casas operativas, talleres de armamento, depósitos de propaganda y el plan de la organización guerrillera para tomar el Cuartel de Monte Chingolo en diciembre de 1975, además de entregar a medio centenar de militantes. Otro tramo relata el secuestro en Buenos Aires del chileno Jean Claudet Fernández, integrante del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) y una historia de amor perversa.
Los doblados es un libro que estará en el estante de los imprescindibles para entender la década de 1970. Hoy es uno de los más vendidos en las librerías porteñas y, más allá de esa circunstancia, el tiempo lo ubicará entre los textos de “no ficción” más relevantes del periodismo argentino.
-¿En cuánto condicionó su estilo la pertenencia a las secciones policiales de diarios y revistas?
-Aunque escribiera una receta de cocina le daría la estructura de un policial. Siempre me pregunté si la escritura en todas sus formas no es más que un acto de ilusionismo, si la literatura imita a la vida o la vida a la literatura. Desde luego que es una pregunta incontestable. Cuando escribís una ficción el truco consiste en lograr que ese texto parezca un relato de la realidad y cuando haces una no ficción el truco consiste en lograr que ese texto parezca una novela. Más allá de eso uno trata de escribir lo que a uno le gustaría leer.
-En una entrevista se le escapó una mención del tipo “en esta novela policial…”.
-Es difícil precisar. En la escritura de cualquier texto se urde un plan, uno más o menos sabe lo que quiere contar. Pero llega un momento que, en una operación más del alma que de la mente, lo escrito te empieza a controlar. Lógicamente que eso es también una aventura y no sabes dónde te puede llevar. Cuando me planteo escribir sobre la traición, que no sé por qué concita mi atención, me pareció importante ubicarla en el contexto de la última dictadura militar. Para hacerlo me dije: “puedo hacer un amasijo de casos aislados, como lo son la mayoría de las investigaciones periodísticas…”.
-Una especie de anexo de La voluntad…
–Exacto. O puedo contar una historia. Puesto que el puntapié inicial fue (el agente de inteligencia Carlos) Españadero, las cosas que me contaba lo situaban como el vaso comunicante. A través de él y de otras circunstancias se van uniendo en una historia que tiene comienzo, desarrollo y final. A medida que el libro se fue gestando, si bien la traición era el punto de partida, ésta me condujo a tocar otros ejes que no tenía previstos. Por ejemplo, precisar la estructura, el organigrama, los hábitos operativos y los personajes del Batallón 601. El otro tópico que tenía que ver con esa época era el espacio propicio para las infiltraciones, algo que luego el terrorismo de Estado no necesitó porque se las arregló con la picana. En consecuencia, avanzar me hizo explorar sobre los detalles ocultos del desfile de los militares hacia el 24 de marzo de 1976. Entonces, surge una hipótesis que no tenía al principio: el Golpe de Estado empezó el 6 de octubre de 1975 cuando el presidente provisional Italo Argentino Lúder firma los decretos de aniquilamiento. Como escribo al final del libro, lo del 24 de marzo fue simplemente una mudanza del Edificio Libertador a la Casa Rosada. Mi intención no fue polemizar con (Ceferino) Reato, que tiene un libro sobre el copamiento del regimiento en Formosa cuyo subtítulo es El ataque de Montoneros que provocó el golpe de 1976. Esa acción no provocó un carajo.
-No sería justo para Los doblados que se lo recuerde como una respuesta al libro de un personaje como Reato…
-El Golpe estaba planeado desde 1973, los borradores de los decretos de aniquilamiento estaban hechos desde antes. Sólo necesitaban un hecho guerrillero de envergadura para ponerlos en la mesa del Gabinete y firmarlos. Empecé por Formosa porque fue un hecho conmocionante, y mediante su descripción busqué ilustrar el contexto del momento, la situación militar, la de las organizaciones guerrilleras, la crisis política y determinados personajes que luego desarrollaría. En tal sentido, Españadero me había dado un informe militar de inteligencia en el cual describía celosamente el ataque. Por otra parte, yo tenía documentos de Montoneros que también lo hacían y las coincidencias eran impresionantes. Durante mucho tiempo me pregunté cuál era la relación específica de ese hecho con la traición, puesto que, hasta entonces, únicamente describía ese escenario. Hasta que descubrí que la “task force” montonera en el Norte estaba infiltrada. Eso lo supe el año pasado y el infiltrado era José Luis “Lito” Aspiazú.
-Esperó hasta último momento para escribir el libro. ¿Sentía que algo faltaba?
-Sí. No sabía cómo encauzarlo, cómo iba a terminar porque aparecían cosas sobre otras cosas. En el esquema inicial quedaba afuera el caso de (Miguel Angel) Lasser, “Facundo”, infiltrado en el ERP, que me sirve para alimentar el epílogo. Justo florece en el aspecto fáctico después de la muerte de Rafael de Jesús Ranier, el “Oso”. Era el tipo que necesitaba para describir, en el lapso temporal que dura su pequeña saga, la suerte de todos los personajes que habían alimentado los capítulos anteriores.
-¿Los detalles sobre los represores surgen a partir de los diálogos que tuvo con ellos?
-No hay nada que no hayan dicho estos tipos. Si este texto tuviera una calificación sería una “no ficción”. En este libro despunté un vicio, algo perverso, que es la fascinación por los represores. Traté de reflejarlos porque sabemos cómo se llaman, donde prestaron servicios, algunas de las aberraciones que cometieron y algún dato que aportó un sobreviviente. Me interesaba indagar en esos personajes. No quería que confesaran sus crímenes porque ya son conocidos por la justicia. Quería que me contaran otra cosa, cualquier cosa, porque hablen de lo que hablen, aunque sea del clima, muestran lo que son. En ese sentido, cada uno de ellos es una muestra cabal de lo que Hannah Arendt llamaba “la banalidad del mal”. Lo monstruoso de ellos es que no son monstruos sino personas normales. Después de torturar vuelven a la casa como de cualquier laburo, acarician la cabeza de sus hijos, se cogen a la mujer y duermen. Y vuelven a torturar al día siguiente. Yo no los quería apretar, quería que hablaran. Esto me sirvió para que Españadero me contara cómo era (el coronel José Osvaldo) Riveiro. De él supe que andaba todo el día con una petaca. En una de las tres entrevistas que tuve con (el capitán Héctor Pedro) Vergez, en una no hizo otra cosa que describir por adentro el edificio del Batallón 601, en Callao y Viamonte. Esos detalles y determinados diálogos o frases eran mucho más necesarios que si me revelaran dónde están los hijos de los desaparecidos. Mi principal preocupación era el color de la historia, porque los datos propios de la investigación, por los cuales se desviven los periodistas, ya los tenía. Me desvelaba cómo contarlos, necesitaba el color de las paredes, los tonos de voz. Hay algunos datos de la vida familiar del coronel Riveiro que me los dio su primera esposa. La llamé a la ex mujer para chequear cuándo empezó la relación entre Riveiro y (Alicia) Carbonell y dijo “mi esposo se va por esa”. Yo trataba de desentrañar una historia de amor espantosa. Por otra parte, en esa época y hasta hace poco, yo laburaba en el Archivo Nacional de la Memoria. La exactitud de los datos sobre el terrorismo de Estado está en los documentos. Por ejemplo, la directiva secreta 404/75, conocida como “La Peugeot”, que llega al Batallón 601 la descubrí en una caja arrumbada. Otro material donde se reflejan hasta diálogos y es una maravilla, es el archivo del agente de la DINA, el servicio secreto chileno, Enrique Arancibia Clavel, que tiene unos quinientos informes de inteligencia enviados desde 1974 a 1978, en los cuales hacían un análisis de coyuntura, se referían a cuestiones operativas de la agenda de la DINA en la Argentina y también contaba chismes como el que decía que (Emilio Eduardo) Massera se cogía a (Graciela) Alfano. Eso salió de ahí. Ese documento es alucinante, una bitácora del Plan Cóndor. La historia de Jean Claudet Fernández, militante del MIR me costó un año reconstruirla. En el medio, de puta casualidad, ¿a quién encuentro en la calle? ¡A Arancibia Clavel! Yo lo conocía físicamente por fotos y por otra razón. Él estuvo detenido por el caso Prats en el escuadrón de Gendarmería. Una vez fui a visitar a un amigo, el Polaquito, pistolero de la superbanda, que me dice “ese es el chileno Arancibia Clavel”. Era muy gracioso porque las visitas transcurrían en una especie de parque muy lindo y él estaba sentado, a caballito, en la punta de una banqueta; del otro lado había un joven gendarme y los dos se miraban embelesados. Arancibia era un personaje viscontiano de una película de bajo presupuesto. Le pedí al Polaquito que le preguntara algunas cosas y después me las pasaba. Pero un día lo largan al chileno por una interpretación caprichosa del dos por uno. Tiempo después voy caminando por Corrientes. A la altura de Talcahuano está la galería Apolo, que tiene un bar que da a la vereda y lo veo sentado. ¡Fue como si Walt Disney se encontrara con el Pato Donald! Era impresionante, porque estaba con el mismo chaleco de aquella tarde en Gendarmería y el que tenía en las imágenes del día del juicio oral. Eso sí, confieso que me permití la licencia poética de describirlo así en el momento del secuestro de Claudet Fernández.
-¿Una influencia en su formación como escritor fue el paso por las redacciones y conocer periodistas de otras generaciones?
-Isidoro Gilbert y Rogelio García Lupo (incluidos entre los agradecimientos) me conocieron desde pibe y no son ajenos al periodismo que hago. Si no me hubiera cruzado con ellos, o con Eduardo Luis Duhalde (a cuya memoria Ragendorfer dedica Los doblados) en el aspecto periodístico sería un poco peor. Más allá de eso, el mejor maestro que tuve en mi vida fue Juan Carlos Novoa, que fue jefe de Policiales en el diario Nuevo Sur. En nuestro primer día de laburo casi nos agarramos a las piñas. Yo había escrito una imagen horrible en la crónica de un asalto. Puse “y vacio los inquilinos de su cargador”. Entonces me dice “vení para acá” y medio que se burla. Me enojé y le dije “te espero en la esquina”. Bajamos silenciosos por el ascensor, caminamos hacia la esquina y cuando pasamos por un bar, Cacho me dice: “Antes de la esquina, ¿no te querés tomar una copita?”. Bueno, ese día terminamos comiendo un puchero en El Globo a las tres de la madrugada. Agarró una fotocopia de la nota, me acribilló con correcciones y abajo puso: “Esto es lo que quiere el viejo boludo”. Le pregunto quién es el viejo boludo. Y responde “yo”. De algún modo, a mis 58 años, soy parte de la última generación que se hizo en las redacciones y no en el TEA.
-¿Qué habría corregido Novoa de Los doblados?
-Ah, no sé, no sé. Porque muchos años después de aquella anécdota lo encontré. Fuimos a tomar un whisky y después del segundo vaso me dijo: “Sabés que eso de ‘los inquilinos de su cargador’ no estaba tan mal” (Risas).
-¿Leyó el libro después de publicado?
–Sí, como tres veces. La obra es algo así como la caja mortuoria de la creación. Cuando terminé de escribir me di cuenta que ya no me pertenecía. Eso me permite leerlo y preguntarme “¿a ver cómo escribe este tipo?”. Me atrae mucho la historia de Claudet Fernández, el secuestro de los pibes de Santucho y el final del “Oso” Ranier, algo que saqué de un integrante del escuadrón especial del ERP y también de textos escritos por “Pola” Augier. Mientras escribía ese tramo, en ese estado que a uno lo envuelve cuando está a punto de terminar algo, sentía que estaba en mis manos, de algún modo, la ilusión de retrasar o acelerar esa circunstancia terriblemente agónica, una tensión extrema que atravesaba la ética, la moral y los escrúpulos que sentían “Pepe” Mangini y “Pola”, quienes tenían que eliminar físicamente a la persona que había causado tanto daño a seres que ellos amaban. Me hizo sentir con respecto a la escritura un estado de ánimo que muy pocas veces viví. De algún modo, encontraba algunas circunstancias como bretonianas. Por ejemplo, cuando me di cuenta que el departamento usado por el ERP como comando táctico durante Monte Chingolo estaba a cuatro cuadras de aquí. Y que, sin saber quién era, había conocido a la mujer que vivía en ese lugar, Silvia Mercedes Hodgers, porque mi esposa la había entrevistado ya que es bailarina clásica, igual que ella. Ahí me di cuenta que era el momento de terminar el libro.
*Fotos de Ricardo Ragendorfer: Alejandra López/PRH – Foto de portada: agencia Télam