Los niños desatentos e hiperactivos, ¿son un trastorno?
Los padres de Juan consultan con un psiquiatra a pedido de la escuela. Lo notan inquieto, molesta en clase y no atiende. No tiene dificultades de aprendizaje, pero no termina las tareas, habla con otros, es torpe con sus útiles y se le suelen caer, perturbando el desarrollo de la clase. Por lo demás, es un niño alegre, divertido, que puede compartir paseos con su padre, que tiene amigos y que habla mucho. En la escuela sostienen que tiene déficit de atención con hiperactividad y que una medicación le vendría bien. El psiquiatra lo medica con metilfenidato y el niño modifica sus conductas. Deja de molestar en clase, pero también deja de conectarse con los otros. Se encierra en la pieza, deja de hacer bromas y toda la familia lo nota abatido. Deciden hacer otra consulta. Así, Juan llega a mi consultorio.
En las primeras entrevistas se queda callado, cabizbajo. Tengo la impresión, como con tantos niños medicalizados, de que está desvitalizado, de que algo de su posibilidad de expresarse ha sido encadenado… Decidimos de común acuerdo con los padres y con otro psiquiatra, que le sea retirada la medicación. Después de unas semanas, entra hablando, riéndose y me propone jugar. Mientras cuenta, juega o dibuja, hace ruido moviendo las piernas, tira algún juguete o lápiz al piso, habla caminando, hace bromas. La escuela pide que lo vuelvan a medicar. Cuando pregunto qué es lo que ocurre, me contestan: “Es molesto, empuja al compañero de adelante en la fila, se da vuelta para hablar con el de atrás, se le caen las cosas y distrae a los otros…” Insisto en que no es motivo suficiente para medicar a un niño y que vamos a trabajar lo que le ocurre. De a poco, la relación con un padre muy presente, exitoso, líder en el grupo de amigos y en la familia, se va perfilando como compleja para él, en tanto aparece como un modelo ideal pero inalcanzable. Juan quiere imitarlo, pero entra en estados de ansiedad al no poder hacerlo. Busca remedar sus chistes, sus intervenciones y fracasa permanentemente, quedando desubicado, sin lugar. Juan no es un trastorno, es un niño que entendía que tenía que ser como su papá, exitoso, divertido y avasallante y que, si no, no era nadie. El trabajo con ambos padres, muy colaboradores, facilitó el que Juan pudiera ubicarse de un modo propio en el mundo.
Diego llega por armar escándalos en la escuela y en la casa cada vez que algo no le gusta. Se mueve constantemente y no presta atención en clase. Lo han diagnosticado como TDAH, pero los padres buscaron hacer otra consulta antes de medicarlo. Es un niño con un muy buen nivel de lenguaje. Con un padre ausente y una madre muy exigente, que se deprime con facilidad y se enoja mucho con él por sus reacciones, Diego tiene que mantenerla viva y conectada, a la vez que se entristece suponiendo que ella no lo quiere, en tanto no le presta la atención que él requiere. De a poco, a lo largo de las sesiones, va pudiendo transformar los ataques de furia en palabras y vamos construyendo una historia en la que puede diferenciarse de la depresión materna y construir una imagen valiosa de sí mismo. La escuela acompaña. La impulsividad va frenando de a poco. Un día llega muy orgulloso al consultorio y me dice: “Hoy me enojé en la escuela, pero le pedí a la maestra ir al baño, fui corriendo y en el baño grité y lloré, pero después volví a clase y nadie me vio y los chicos no se dieron cuenta de que había llorado. Y ahora tengo amigos.”
Niños que están pendientes del reconocimiento de los adultos, otros que quieren ser considerados por los otros niños, están los que han sufrido violencias varias o han sido espectadores de escenas violentas, los que están en situación de duelo (muchos han perdido seres queridos en pandemia), otros que tienen dificultades severas para pensar, algunos que buscan ser mirados y otros que están angustiados y lo manifiestan con su movimiento. Es decir, niños muy diferentes, que son puestos en una especie de bolsa de gatos con un mismo rótulo. A esto hay que sumar la intolerancia de los adultos al movimiento infantil, en definitiva, a la vitalidad propia de la infancia.
Así, en lugar de escuchar a los niños que sufren y lo expresan del modo en que pueden, en lugar de pensar cuáles son las determinaciones del movimiento y la desatención, se los diagnostica y se atribuyen a razones biológicas sus conductas. Es decir, se niegan las determinaciones de la historia personal, familiar y social que llevan a que se muevan mucho, no atiendan en clase, tengan reacciones impulsivas y desafíen a los adultos.
Un niño es en un contexto. La familia, la escuela, el grupo social al que pertenece y la sociedad en su conjunto son determinantes en su constitución subjetiva. Son estos determinantes y no puramente la biología, lo que lleva a que tantos niños hoy sean hiperactivos, desatentos e impulsivos.
Las nuevas tecnologías, la sobreestimulación y a la vez la desconexión de los adultos (ya sea por estar deprimidos o desbordados o sobre-ocupados), generan las condiciones para estas conductas. Y los niños manifiestan lo que les pasa del modo en que pueden.
¿Cómo podría un niño que ha perdido un familiar querido estar atento en clase? ¿U otro que es testigo de situaciones de violencia? ¿O un tercero que está con un adulto que, ya sea por dificultades propias o por estar sobrepasado por su trabajo, no está atento a él?
Entonces, pensar a los niños en el interjuego del armado subjetivo con un marco intersubjetivo parece ser un modo de cuestionar una mirada sobre el niño que lo único que hace es patologizarlo, ubicarlo como “deficitario”, sin cuestionar el medio en el que ese niño está inserto.
Fundamentalmente, todo niño es un sujeto en devenir. Sin embargo, hay dos ideas que insisten cuando se consulta por un niño: la exigencia de que se cure con urgencia y la fantasía de cronicidad. La urgencia aparece como la ausencia de un tiempo, de un devenir posible y la cronicidad, como la sanción permanente, como lo que insiste en todo rótulo, en la no-salida.
Considero que en este momento hay un tipo específico de violencia en relación a los niños: la de los tratamientos en los que se medica para tapar trastornos, para no preguntarse acerca del funcionamiento de los adultos, cuando se supone que el modo de contención de un niño desbordado se puede dar a través de una pastilla, acompañando muchas veces esto con tratamientos conductuales en los que se intenta “adaptar” a un niño a las exigencias de una supuesta “normalidad” sin tener en cuenta sus deseos ni sus temores, ni su contexto familiar y social.
Movimientos de deshumanización, de descualificación, de no-reconocimiento
Hay que tener en cuenta que lo que se le pide a un niño es que mantenga durante mucho tiempo la atención selectiva, en la escuela. Es decir, no sólo se le pide que esté atento, sino que atienda selectivamente a lo que la maestra le dice.
Podemos pensar que los trastornos en la atención tienen que ver con la dificultad para investir determinada realidad y eso nos hace preguntarnos si los niños pueden poner en juego sus deseos e investir los contenidos escolares en la época actual.
Y nos podríamos preguntar si hay alguien que “no atienda” en absoluto. O si el problema es que atienden a otras cosas diferentes a aquellas que la escuela y la familia demandan. Así, un niño, que fue medicado de los seis a los diez años, me decía: “Cuándo estoy en la escuela sigo escuchando los gritos de mis papás, que se pelean todo el tiempo. Los tengo en mi cabeza.” ¿No atiende o atiende a esos ruidos en su cabeza y teme que se desaten situaciones violentas en el aula?
Una cuestión paradojal con la que nos encontramos es que mientras que por un lado se plantea que muchos niños son “hiperactivos” al mismo tiempo se tiende a restringir el movimiento infantil desde épocas muy tempranas de la vida. Esto es muy claro ya en los jardines de infantes, donde los niños tienen que estar muchas horas sentados en lugar de poder poner en juego su motricidad. Si a esto sumamos la tendencia creciente de ponerlos frente a pantallas desde muy pequeños, en lugar de posibilitar el juego libre, vemos que se les está negando la posibilidad de construir los recursos para ir dominando su cuerpo y los objetos del mundo. Es más, se les niega la posibilidad de armar pensamientos en tanto el primer paso del pensar es el pensamiento cinético. El coartarles el movimiento va a traer dificultades en el aprendizaje, en la apropiación de los conocimientos y va a propiciar la torpeza motriz, en tanto no les permite construir una imagen del cuerpo en movimiento.
Es decir, este forzamiento a la quietud tiene consecuencias, porque en lugar de posibilitar la tramitación de la angustia a través de un movimiento que en principio será desorganizado para después ir cobrando diferentes sentidos, se coarta este proceso…
Entonces, la “hiperactividad” es una señal, un indicio de conflictivas que, muchas veces, no son evidentes, sino que deberemos develar.
Pero también, a veces, un niño no se mueve descontroladamente, sino que los adultos que lo rodean no toleran la vitalidad infantil. Porque los niños rompen la quietud de los cementerios… siempre. Y a veces esto perturba a los adultos que están desbordados o retraídos.
Como en la “desatención”, la “hiperactividad” puede responder a diferentes determinaciones. Es un efecto complejo que, en sí mismo, no explica nada.
Así, vemos en el consultorio niños que se mueven para constatar que están vivos a pesar del mandato de los adultos de que funcionen como objetos. También, hay niños que intentan sacudir a un adulto depresivo con su movimiento continuo. A través de una actitud desafiante y perturbadora, la mantienen activa y en estado de alerta, funcionando como un estimulante, un “despertador” permanente.
Un artículo muy interesante publicado hace años en la página de UNICEF plantea que los niños negros son etiquetados como TDAH en mayor medida que los niños blancos en EEUU (Katherine Stapp, 2000). El artículo plantea que hay un prejuicio, ligado al temor hacia los hombres afroamericanos, que lleva a que los docentes interpreten de un modo particular el comportamiento de estos niños.
Y subrayo: niños a los que se quiere acallar, que resultan diferentes a lo esperado y “molestos” para los adultos.
La pandemia confirmó lo que muchos veníamos sosteniendo: la incidencia de los sucesos sociales en la constitución subjetiva. Así, aumentaron las dificultades en la adquisición del lenguaje y hubo quienes hablaron de un aumento significativo en la cantidad de niños que presentaban Trastorno por desatención con hiperactividad.
¿Cómo podían atender en clase cuando el mundo estaba paralizado, cuando los adultos estaban asustados, cuando no se podían abrir las escuelas y todo quedaba constreñido a las cuatro paredes de la casa? ¿Cómo quedarse quieto cuando la angustia teñía todo y no se podía ir a la plaza ni ver a sus amigos?
Y cuando pudimos salir y encontrarnos… ¿cómo retomar los vínculos? ¿Cómo volver a las escuelas sin correr, saltar, jugar y hablar de aquellos a los que se perdió en la pandemia?
Considero que la cuestión es qué hacer. Para lograr que estos niños puedan estar de otros modos es necesario realizar transformaciones en las familias, las escuelas y en la sociedad en su conjunto.
En las escuelas, tenemos que modificar la idea de que un niño debe permanecer pasivo frente al conocimiento, idea que prevalece muchas veces, y pasar a un aprendizaje que suponga la actividad y el descubrimiento por parte del niño, es decir, que pase de receptor a protagonista.
Con los ma-padres, deberemos trabajar escuchándolos, modificando la mirada que traen sobre el niño, ayudándolos a contener los desbordes de éste y sus propios desbordes.
Con el niño, iremos creando juego a partir del acto impulsivo, armando ritmos, construyendo tiempos de espera, facilitando el armado fantasmático, a través del juego y el dibujo, nombrando afectos… Y, sobre todo, lo escucharemos, sabiendo que es un niño que nos está contando a través de su desatención y sus movimientos sin rumbo, un sufrimiento que no puede expresar con palabras.
Preguntarnos y preguntarles acerca de lo que les pasa es absolutamente clave para poder reescribir una historia que está en proceso de escritura.
Abrir caminos, transformar el sufrimiento en posibilidades creativas es la meta de todo análisis. Con los niños que son rotulados y estigmatizados, a los que se les supone un futuro difícil, el primer movimiento tiene que ser desarmar esas ideas y posibilitar caminos de transformación, devolviéndoles la imagen de ellos como sujetos en vías de estructuración.
Para esto, la sociedad en su conjunto debe modificar la idea de la infancia como preparación para una adultez en la que los valores del consumo y la producción son los únicos válidos.
La infancia es lo opuesto a la cronicidad… a menos que los adultos colguemos carteles, decretemos muertes cuando se trata de la vida, obturemos el devenir.
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Beatriz Janín. Lic en Psicología. Psicoanalista. Miembro fundador y ex presidenta de Forum Infancias. Directora de las Carreras de Especialización en psicología clínica con niños y en psicoanálisis con adolescentes de UCES y APBA. Profesora en diferentes universidades de Argentina y del exterior. Autora de diferentes libros, entre ellos: El sufrimiento psíquico en los niños, Intervenciones en la clínica psicoanalítica con niños, Infancias y adolescencias patologizadas y Niñas, niños y adolescentes en tiempos de desamparo colectivo.
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