viernes, abril 19, 2024
Cultura

Mi foto con Spinetta

Amo a Luis. No podría precisar desde cuándo, mi memoria afectiva dice que desde siempre. Hay un pequeño yo décadas atrás mirando obnubilado la tapa de Almendra I y escuchando ese elepé hasta el hartazgo.  Nunca supe bien como llegó ese disco a mis manos entre tanta música romántica y tango que musicalizaban los tiempos de mi infancia.

El amor por Luis fue in crescendo. El sol empujó con su luz y tiempo después hallé el casette de “Bajo Belgrano” entre la heterogénea guía musical de mi hermana mayor que tenía en su catálogo desde “No llores por mí Argentina” de Serú Girán a “Hermanos” de Pimpinela pasando por Alejandro Lerner y La Magia a un simple de Queen que contenía “Otro muerde el polvo” y “Cosita loca llamada amor”.

“Bajo Belgrano” fue un antes y un después. Una revelación que partió el tiempo en dos. Un pasadizo hacia un universo nuevo, mágico, al que siempre vuelvo. Bah, del que nunca me fui.

Sin las herramientas tecnológicas de hoy comencé a bucear en la obra de Luis, recorría disquerías, quioscos de revistas, cuevas de rock: descubrí a Pescado Rabioso, al fantástico Artaud, a Invisible, a Alma de Diamante, a Kamikaze. Y fue por esas épocas que, sin decirle a nadie, una tarde me fui solo desde mi casa en Isidro Casanova hasta Constitución y lo vi por primera vez en vivo en Badía & Compañía. La magia se irradiaba a través de Luis como un conector con algo superior. Yo que creía en pocas cosas, encontré a mi Dios de adolescencia que era el mundo. Ese día, como una yapa de oro, descubrí a Pedro Aznar y a Los libros de la buena memoria.

Ya enlistado en las filas Spinetteanas vi parir “Madre en años luz” qué es uno de mis preferidos, qué difícil decir eso pero hace poco caí en la cuenta de lo “mucho” que me gusta ese disco. Como todo Luis, claro, pero la unión con el Mono Fontana y la poesía de Madre me conmueven, me transportan. Como Privé, La la la, Téster, Don Lucero, Exactas, Pelusón…

Y fue en tiempos de Pelusón of milk, cuando trabaja de cadete para una empresa en Ciudadela y estudiaba periodismo. Iba y venía en el Sarmiento hasta el microcentro todos los días, recorría librerías y disquerías entre trámites bancarios y administrativos. Un mediodía, parado en la esquina de Diagonal Norte y Perón, como una epifanía veo que avanza hacia mí. Quedo paralizado, no puedo dejar de observarlo, avanza hacia mí. Es él, no lo puedo creer, no sé que decirle. Sólo atino a pararme delante suyo. Se interpone o nos conecta un bebé que transporta en una mochilita. Intuyo que es Vera. Me mira desde sus alturas. Hola, me dice. Quiero decirle todo lo que siento por él, por su música, cuanto lo amo, agradecerle. Pero no puedo. Perdí el habla. Me nublé. No sé dónde estoy. Hola, me repite. Y siento que ya no voy a poder hablar nunca más. Mis ojos humedecidos hablan por mí. Y con un hilo de voz, que no sé quien me prestó logró decirle: Gracias Luis. Me sonríe, y me regala un abrazo y un gracias a vos. Y se pierde en el jardín de gente.

Esa es mi foto con Luis, en tiempos donde recién aparecían los teléfonos móviles y no tenían cámara. Es una foto que llevo impresa en mí y que recreo cada vez que cierro los ojos y pienso en él. O cuando voy a visitarlo a la Costanera Norte y me quedo oyendo como un ciego frente al mar.