Rosario: la poética de una ciudad
Para Adolfo, el amigo reencontrado y con él, las largas jornadas de vagabundeo adolescente.
En un artículo escrito para el Corriere della Sera el gran Alberto Moravia, allá por los cincuenta, enumeró lugares de la eterna ciudad de Roma. Lo hizo con los grandes poetas que la transitaron. Allí revistieron versos y sueltos de Stendhal, D’Annunzio, o Ezra Pound, entre otros.
Bien podría realizarse una visita lírica por muchas de las ciudades del globo, reversionando al romano. Es que, desde los albores de la modernidad, el lirismo convivió en las grandes urbes; debido fundamentalmente, que en ellas se concentra gran parte de la población.
Y si de ciudades se trata, bajo el paralelo o círculo de latitud 32º 52’ 18’’ y 33º 02’22’’ S del Cono Sur, a trescientos kilómetros de la “Cabeza de Goliat”, lejos de los favorecimientos de ésta, pero cerca, como diría con voz altisonante un cancionista popular, se encuentra Rosario. Los invito a recorrerla de una manera diferente.
Una excursión literaria a la ciudad de los pibes sin calma
Las ciudades y los poemas, si acaso son objetos, no se necesitan mutuamente para existir. Puede en algún recóndito lugar de nuestro mundo haber ciudades sin poesía… Y puede haber poemas despojados de lo urbano, aunque toda poesía bucólica en la modernidad, es el lamento de un escapado de las ciudades.
Bajo este último concepto, resulta cierto percibir a las ciudades refractarias de talentos; en contrapartida, sí puede asegurarse el caso particular de Rosario, que para sus mujeres y hombres de letras, fue y es un referente cierto. Tanto que podemos recorrerla desde su poesía o la narrativa misma. Una especie de mapeo o caravana de sentimientos, anclados todos en su geografía.
La primera escala nos lleva al centro de la ciudad, que como advertirá el ocasional visitante, no es geográfico, sino que se recuesta en las barrancas donde el General Belgrano hizo por primera vez la celeste y blanca. Así lo entrevió Felipe Aldana:
“El centro de mi ciudad
no tiene centro.
Nace cuando muere el sol
dominado por letreros.
Mientras la gente trabaja
toda la ciudad es centro.
En todas partes se encuentra
El hombre de carne y hueso
a pechazos con la suerte
que siempre tiene algún pero…”
Dentro de ese “centro no centro” se halla el mítico bar “El Cairo”. Allí mismo, pero en otro Cairo (hoy es una cueva de mercaderes) el poeta Eduardo Valverde supo decir:
“Sentado ante esta ventana,
fui un hombre feliz
y di mis manos
para alimentar una aurora
que no llegó,
que no fue nuestra…”
También por calle Santa Fe se asienta la “City”; nuestra city, que no es la porteña, pero bramó en la debacle del 2001. Una estafa perpetrada por los bancos, ante los ojos incrédulos de la clase media. Como lo retrató con ironía Eduardo D’Anna en “Cacerolazo”:
“La chica tonta y bella
lee su horóscopo falso
mientras suenan los latones
¿Quién sabe más del Futuro?
¿Quieren plata o ser felices?
¿O qué todo sea un sueño?
La chica tonta examina
el pronóstico, y recuerda
que tres semanas atrás
era el mismo. Lo copiaron
No es tan tonta. Los latones
siguen sonando, angustiosos.”
Corriéndonos hacia el oeste del casco histórico, chocamos con el Parque Independencia. Un pulmón verde, diseñado por higienistas de principio de siglos XX, que alberga no solo a los apasionados gritos de gol -mucho de los cuales suelen ser un poema-, sino también la sombra cercana de Aldo Oliva. Perenne habitante de la zona, el poeta clamó por la flor, en una magnífica síntesis de lo circundante:
La Flor,
en su esplendor, no es un problema,
es un problema: es la aventura seminal
del fruto.
Y por qué no décadas antes, el recuento anafórico de la flora existente -sus modos-, en la lira de Arturo Fruttero, frente al bello Rosedal:
La rosa moraba. La rosa miraba. La rosa escuchaba.
La rosa celaba. La rosa velaba. La rosa observaba.
La rosa mostraba. La rosa enseñaba. La rosa indicaba.
Y porque nada turba a su vigilia cierta,
Despierta está la rosa entre el centelleo del mundo.
Retomando el antiguo camino real, adentrándonos más hacia el oeste, a manera de una extensión arbórea, se despliega barrio Echesortu. Persistente en aromas y ambiente, su presencia puede hallarse en los versos de Irma Peirano, por ejemplo en los denominados “Mutación”:
“Tu voz. Nunca la olvido.
Tiene un jardín al aire
que se espina al contacto presente de las cosas.
Tu voz, sola en la noche, era una dalia blanca
amaneciendo rosa.”
Hora de realizar un alto en la ciudad. Alzamos un bocado y bebemos, para enderezar el paso. Pero continuamos leyendo, y al hacerlo, descubrimos una perlita de la poeta:
“Apenas subyugada
y apenas dolorida.
(¿Esto era amor?)
Un pájaro redondo
de sueño, que no pica.
(¿Esto era amor?)
Y la manzana
podrida.
(¿Esto era amor?)
Luego del referido hemistiquio, enderezamos rumbo hacia el sur proletario y plebeyo. Allí otra deriva estética nos espera…
II
Circulando por Avenida Francia de norte a sur, al igual que “Breguet”-una rara mezcla entre el alter ego de Georges Simenon y el periodista Daniel Briguet-, personaje de la novela Prosopopeyas de Roberto Retamoso, pasamos al igual que éste por esas transiciones donde lo rural todavía se confunde con el paisaje urbano:
“Breguet viaja en el remise, por Avenida Francia hacia el sur, tratando de adivinar cuál puede ser el boliche que mencionara El Cuchu Cambiasso, hasta que, cuando están cruzando Sabattini, en esa parte la avenida que como bien dijera el Cuchu las cuadras parecen pueblo por lo despejadas, divisa un boliche, malamente identificado por un cartel donde está escrito con unas letras borrosas, Café y Bar El Angelito, que comprende puede ser el lugar que está buscando.”
Hasta arribar a lo profundo del sur rosarino. Allí nos esperan los relatos de un alucinado que “se cargó” a una jueza, y paga su culpa siendo sodomizado por un pesado, en la pluma de D’Anna y su zaga Los libros de Homero:
“Tiene que ser ésa, si ésta es Ombú…
En la pared trasera de la casa, al lado de una pileta de lavar en condiciones miserables, había otra ventana, también enrejada. Pero no había cortinas, o las habían corrido.
Adentro se veía un hombre con un delantal puesto, revolviendo la olla sobre una cocina mugrienta, conectada a una garrafa con un caño de goma. El hombre canturreaba abstraído; ahora echaba sal y probaba con un cucharon el contenido de la olla.
Los otros dos se miraron sin decir una palabra. Como de común acuerdo se acercaron a la ventana. El hombre de delantal adoptaba por momentos modales visiblemente femeninos: se arreglaba el pelo, bastante largo y rubio, sin canas; y movía el trasero, aunque sin mucho entusiasmo.”
Y tomamos Av. Circunvalación, nuevamente rumbo al oeste, no sin antes leer versos de un hombre que fue vecino en su juventud. Escribió Jorge Isaías:
“La infancia
se quedó prendida
en esa trama
floja
de un tejido
que soportó
la lluvia
el granizo
y hoy cubre
aquel polvillo
seco
que levantó un caballo
comido por el tiempo”
III
Raudos por la avenida bordeamos la gran ciudad. Bajamos por colectora mano izquierda, al señorial barrio de Fisherton. Allí, entre los árboles añosos se desprenden los versos de Alberto Lagunas:
“Se arremolina el tiempo
con flores podridas
en la casona.
El tiempo robado
El tiempo mentido
engañador
de los que creímos
que la vida se extendía
como un juguete
de la niñez
y ya viejos
aún esperamos trenes
en estaciones destartaladas…”
Volvemos a subir a la avenida. Por ella pisamos el acelerador a fondo, hasta llegar donde se pierde con el marrón del río. Así descubrimos la costa, e inmerso en su paisaje, el costero, en una instantánea de Beatriz Vallejos:
“Trazó el duende remando
lo rizado del agua
El chico que pescaba
tensó un resplandor.”
Mientras en la radio suena “Oración del Remanso” de Jorge Fandermole:
“Soy de la orilla brava del agua turbia y la correntada
Que baja hermosa por su barrosa profundidad
Soy un paisano serio, soy gente del remanso Valerio
Que es donde el cielo remonta el vuelo en el Paraná
Tengo el color del río y su misma voz en mi canto sigo
El agua mansa y su suave danza en el corazón
Pero a veces oscura va turbulenta en la ciega hondura
Y se hace brillo en este cuchillo de pescador…”
Acompañados de la canción, bordeamos la línea del Paraná. En rápida marcha cruzamos el arroyo Ludueña, aquel de las pinceladas de Leónidas Gambartes y los versos de Facundo Marull:
“Eres sin ansiedad desde la infancia del viento,
arroyito con nuestra soledad hecha pobreza y al dedo;
a puro andar suelto.
Colgado cauce en pasadizos xilógrafos
bajo un cielo estirado en plancha-el cielo más a mano-,
haraganón de tanta sucia acuarela,
con una muchacha descalza por un cantito de rezongo
y acordeón…”
Y la noche nos encuentra en la antes “Estación Sunchales”, hoy “Rosario Norte”. Situada en el barrio conocido por muchos con el nombre de “Pichincha”, de pasado tumultuoso y prostibulario. Lo rememora, al inicio de su novela Los Atributos, Roger Pla:
“Fue una noche de otoño. Me veo todavía ahora, cuando han transcurrido tantos años, como me vi al evocar ese recuerdo, vestido con mi primer traje de pantalón largo, símbolo de un brusco salto del niño a la adultez en el que quedaba prácticamente escamoteada la adolescencia, no como ahora, en que el vestido marca una transición gradual más acorde con la naturaleza. Me he convertido en adulto —al menos para los demás—, y debo comportarme como tal. Estoy descolgándome de un tranvía repleto de gente, uno de los tantos que los sábados por la noche confluían desde todos los puntos de la ciudad hasta esta esquina de Salta y Pichincha. Rápidos, sin detenerse, atronando las calles con sus timbrazos de tranvías completos, van haciendo volver a su paso el rostro de las mujeres, entre fascinadas y avergonzadas, porque todo el mundo conoce el destino de estos tranvías lanzados a sus nueve puntos, con racimos de gente colgados de los estribos. Todos quedan vacíos en esa esquina. Próxima a la estación Sunchales, a la que también llegan esos sábados por la noche desde Buenos Aires trenes repletos de gente con el mismo destino: episodio. Si mal no recuerdo, que dio su tema en un tiempo a uno de los sainetes de Vaccareza. Desde esa estación los viajeros pueden llegar a pie hasta el famoso barrio prostibulario agrupado alrededor de la calle Pichincha, cuyo nombre, destinado a recordar las glorias de la batalla de Sucre se ha convertido por una curiosa blasfemia de los hechos en una palabra obscena, imposible de pronunciar ante las mujeres y los mayores…”
IV
Tocó el fin de nuestro viaje, un viaje lírico por la ciudad de Rosario. En la travesía, quedaron afuera tantos… Bueno, pocos suelen preocuparse por esto, con un lector medio que no lee a los suyos, pasará desapercibido, seguramente.
Regresando al planteo inicial, aquel que habla de la ciudad como poema, o la relación existente entre ambos elementos; se podría arribar a la conclusión de ver a esta como un gran mundo, donde todavía existen artistas empecinados en escribirla/o. Siempre a la luz ardiente de lo que alguna vez dijo el divino León Tolstoi y ya constituye patrimonio de la humanidad: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”.