1° de mayo, cuerpo a cuerpo
“Ahora hablo con vos del pasado. Me lavo la cara, me peino, preparo mate, y cuando
miro en el espejo, recuerdo palabras, muertos, sueños, las promesas, las derrotas (…)
y yo voy a pensar, porque lo voy a pensar, que la clase es inmortal, pero nosotros no.
Sean sabios y, acaso, piadosos. Caminen sobre nuestros huesos: somos puente”.
El verdugo en el umbral – Andrés Rivera.
Por Jorge Montero/El Furgón
A pocos metros de la plaza de la Recoleta sombreada por gigantescos gomeros, el coronel Ramón Lorenzo Falcón, preboste de la policía porteña, se traslada en su carruaje la mañana del 14 de noviembre de 1909. Lo acompaña un joven ayudante, Alberto Lartigau. Regresan del cementerio donde asistieron a las exequias del comisario Antonio Ballvé, director de la Penitenciaría Nacional.
De pronto, bruscamente, desde una de las veredas de la plaza, corre un hombre por detrás del carruaje. Viste de negro y se ha quitado el sombrero. Lleva un paquete apretado al pecho, el pelo ralo se le arremolina sobre la frente, pega cuatro o cinco zancadas y logra ponerse a la altura del estribo. Hace un violento ademán y el bulto oscuro traza una parábola en el aire y cae en medio del jefe de policía y de su secretario. Los dos parecen desconcertados y apenas si atinan a manotear esa mancha negra que se ha desplomado entre sus piernas. Pero un estampido tremendo, con un fuego casi blanco estalla. Todo parece temblar y deformarse en ese rincón apacible de la ciudad. Y los dos cuerpos caen pesadamente entre las ruedas del Milord por el medio del boquete que se ha abierto en el piso.
Varios vecinos acuden rápidamente y ayudan al cochero Ferrari que se ha salvado de la explosión. El jefe de policía tiene deshecha la pierna izquierda y numerosos impactos de la carga de la bomba le desgarran el cuerpo, al secretario Lartigau, la pierna derecha le cuelga como si fuera de trapo. La calzada es un gran manchón rojo y, cuando llega el coche de la Asistencia Pública, prácticamente los dos funcionarios policiales se han desangrado pese a las primeras atenciones del practicante José Pereyra Rago. Falcón muere después de ser sometido a una operación para amputarle la pierna en el Hospital Fernández. Es el día 15 a la mañana y La Nación y La Prensa exaltan la figura del “gran mártir” de la burguesía. Lartigau apenas si sobrevive en el sanatorio Castro de Tucumán y Callao, hasta el atardecer del mismo día.
El joven vindicador, Simón Radowitzky, después de lanzar la bomba corre velozmente por Callao hacia el bajo porteño. Dos testigos, Fornés -un chofer particular- y Agüero -un conscripto del primero de infantería- lo persiguen llamando a la policía y tratando de acorralarlo. En la carrera, son varios los vecinos del barrio que se suman a la cacería hasta arrinconarlo en una obra en construcción. Allí, ese hombre joven que jadea e inútilmente trata de subir por una escalera a medio terminar, trastabilla en su carrera, cae al suelo y, por fin, saca un revólver. Detiene en seco a quienes lo persiguen, pero alguien le tira una pedrada y ese hombre acorralado primero grita “¡Viva la anarquía!”, y después se dispara un tiro en el pecho que lo hiere levemente en el lado derecho del tórax. Es el momento en que aprovechan para dominarlo, castigarlo y arrastrarlo hasta la seccional 15.
Dado su estado lamentable, lo trasladan hasta el hospital Fernández donde le hacen las primeras curaciones: su herida no reviste gravedad. Lo chequean y le encuentran en la cintura una pistola tipo Máuser 24, numerosos proyectiles y varios cargadores. En cuanto a su documentación: nada. Ni un papel. Lo someten a un interrogatorio duro, despiadado. Apenas si logran que farfulle que es ruso. Entonces vuelven a castigarlo. Y cuando lo arrastran hacia el departamento de policía, vuelve a gritar: “Tengo una bomba para cada uno de ustedes”, con un gesto insultante, sereno. Empieza su larga noche. La tortura y el penal de Ushuaia.
El primero de mayo de 1909, será la fecha que marque a fuego la culminación de la acción agitativa del proletariado rebelde y -simultáneamente- de la acción represiva policial. Se anuncian dos actos obreros, uno organizado por la Unión General de Trabajadores, socialistas, en el local de la “Biblioteca Obrera”, Méjico 2070, donde hablarán Alfredo Mantecón y Alfredo Palacios. El otro es de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina), anarquista, que promueve una concentración en plaza Lorea. La columna debe recorrer luego la avenida de Mayo pasando por delante de la casa de Gobierno hasta desembocar en la plaza Mazzini, donde cinco años atrás se produjo una de las represiones policiales más violentas y recordadas.
Con los socialistas no va a pasar nada, ya es sabido, recelan los burgueses, pero… ¿y los anarquistas?
Después de mediodía la plaza Lorea comienza a poblarse de gente extraña al centro porteño: mucho bigotudo, con gorra, pañuelo al cuello, pantalones remendados, mucho rubio, algunos pecosos, mucho italiano coreando “Nostra patria é il mondo intiero / nostra legge é la libertá / e sol pensiero / salvar l’umanitá”; mucho ruso y español a voces de “Rojo pendón, no más sufrir / la explotación ha de sucumbir / Levántate, pueblo leal / al grito de revolución social”; bastantes catalanes. Son los anarquistas. Llegan las banderas rojas: “¡Mueran los burgueses! ¡Guerra a la burguesía!”, los primeros gritos escuchados. Comienzan a aparecer los estandartes rojinegros de las distintas “asociaciones” libertarias. A las 2 de la tarde la plaza ya está bien poblada. Hay entusiasmo, se oyen exclamaciones, vivas, continúan los cantos y un murmullo que va creciendo como una ola. El momento culminante lo constituye la llegada de la asociación anarquista “Luz al Soldado”. Han llegado por la calle Entre Ríos y según los partes policiales a su paso han roto vidrieras de panaderías que no cerraron sus puertas en adhesión al Día del Trabajador, han bajado a garrotazos a guardas y motoristas de tranvías y han destrozado coches de plaza y soltado los caballos.
La provocación policial ya está en marcha. En avenida de Mayo y Salta se detiene de improvisto un coche. Es Ramón Falcón, el odiado jefe de policía. La masa lo reconoce y ruge: “¡Abajo el coronel Falcón! ¡Mueran los cosacos! ¡Guerra a los burgueses!” Las banderas y los estandartes se agitan. Ahí está el hombre enjuto, descarnado, de mirada rapaz frente a esa masa que a su criterio es extranjera, indisciplinada, sin tradiciones, sin orígenes, antiargentina.
Los insultos caen sobre el rostro de Falcón como una llovizna que apenas moja. Hay oficiales que se muerden los labios de rabia por no poder emprenderla a sablazos ya contra la turba. Falcón habla brevemente con el comisario Jolly Medrano, jefe del escuadrón de seguridad, y se retira. Minutos después se escucha una detonación. Es la señal para las primeras arremetidas de la policía a caballo.‘El Correo Español cita: “Luego, se informa oficialmente, un anarquista correntino disparó un tiro. Así lo dice la policía (…) Los obreros, por su parte, dicen que es un agente provocador y no un miembro de sus filas”.
Los jinetes del escuadrón se adelantan por el lado de la calle San José; otro destacamento avanza por delante del actual teatro ‘Liceo’. Los obreros, tomados entre dos frentes intentan eludir la carga dispersándose por la avenida de Mayo. Pero también por ese lado aparece otro contingente policial. Se oyen los clarines de órdenes. Después aparecen los sables. Y empiezan las corridas. Varios disparos de máuser suenan hacia el lado del Congreso. Siete, once obreros caen sobre la calzada. Una fila de mujeres intenta protegerse en la calle Victoria. Pero los renovados toques de clarín y la violencia de las cargas, amontonan a los manifestantes que quedan inermes frente a la acción policial. Otros veintitrés heridos son levantados en la esquina de Bartolomé Mitre.
Media hora después la plaza que homenajeaba a los Mártires de Chicago y exigía la implantación de la jornada laboral de ocho horas, está despejada. El pavimento aparece cubierto de gorras, bastones, pañuelos… y charcos de sangre. Miguel Bosch, español de 72 años, vendedor ambulante; José Silva, español de 23 años, dependiente de tienda, Juan Semino, argentino de 19 años, peón de albañil; Manuel Fernández, español de 36 años, guarda de tranvía; Inocencio Quiroz, español de 15 años; Pedro Firming, alemán de 22 años… Muertos. Según las informaciones, once hacia la media tarde; treinta y dos al caer la noche. Un centenar de heridos. Cuerpos que dan testimonio de una de las más grandes tragedias de las luchas callejeras proletarias. Y viene a la memoria las masacres de la plaza Mazzini, de plaza Lavalle, de Ingeniero White, de Rosario. Pero el centro es Falcón: “el sangriento Falcón”, “el cosaco Falcón”, “el brutal Falcón”. Quien luego de la masacre, se apea de su auto y declara al corresponsal de La Prensa: “Hay que concluir, de una vez por todas, con los anarquistas en Buenos Aires”.
La conmoción de la ciudad es tremenda. El represor no descansa y ordena detener de inmediato a 16 dirigentes anarquistas, clausurando todos sus locales. La policía informa la forma subrepticia en que han actuado los elementos rusos que integran la masa cosmopolita de obreros. En el sumario policial han sido agregados manifiestos escritos “en lengua hebrea que encierran una propaganda violentísima”. Donde “se aconseja en ellos el asesinato y saqueo de la masa pública”. Y para dar más verismo a estos asertos, se informan oficialmente cosas como está: “al herido Jacobo Besnicoff, ruso de 22 años, no se le pudo tomar declaración porque no sabe castellano”.
El movimiento obrero no tarda en reaccionar: los socialistas se unen a los anarquistas y a las Sociedades autónomas y declaran el paro general por tiempo indeterminado. “Trabajadores: Otra vez la horda de asesinos instituidos en guardianes del orden burgués, ha cumplido su misión: la sangre de nuestros hermanos ha sido derramada de nuevo… ¡El propósito criminal, cobarde, bien deliberado de nuestros enemigos, de nuevo se afirma sobre la matanza del pueblo obrero, pretendiendo ahogar con el crimen nuestros anhelos, nuestras obras revolucionarias, nuestro gesto libertario! ¡Es el signo de los tiempos burgueses: el asesinato colectivo! (…) ¡Ya lo tenemos experimentado, ya debe haber penetrado bien en lo hondo del espíritu obrero: que nuestros enemigos eternamente solo contestarán a cada acto de nuestra labor emancipadora con la hecatombe de la Comuna de París, con las horcas de Chicago, con las infamias de Montjuich, con las matanzas de los nuestros en la gran Patria Argentina! (…)
“¡La violencia, la rabia impotente de nuestros enemigos no pueden ser contestados con la resignación y la retirada de las masas proletarias! Al contrario, que un grito unánime de ira de venganza azote la sociedad de los tiranos. Que a su saña criminal responda el pueblo obrero insistiendo en la lucha con todos los impulsos trágicos y valientes, con todo el arremeter heroico que las circunstancias demandan y que se merecen el premio de nuestra libertad.
Para cerrar el texto: “Camaradas: En este grito y en este propósito firme, espontáneo y unánimemente las distintas instituciones obreras que suscriben han acordado las siguientes resoluciones: 1° Declarar la huelga general por tiempo indeterminado a partir del lunes 3 y hasta tanto no se consiga la libertad de los compañeros detenidos y la apertura de los locales obreros. 2° Aconsejar muy insistentemente a todos los obreros que a fin de garantizar el mejor éxito del movimiento se preocupen de vigilar los talleres y fábricas respectivas, impidiendo de todas maneras la concurrencia al trabajo de un solo operario.”
La población porteña, ese domingo, espera con temor el día siguiente. Se dice que reinará el terror en las calles, que los anarquistas no permitirán que nadie cumpla con su trabajo. Mientras tanto en la Casa Rosada, dirigentes de la Bolsa de Comercio le rinden tributo al “heroico” coronel Falcón. El presidente Figueroa Alcorta es efusivo en la defensa de su jefe de policía: “Falcón va a renunciar el 12 de octubre de 1910, cuando yo termine mi período presidencial”, un cachetazo al reclamo de los “agitadores”.
El lunes nace con una esperanza para los asustados burgueses: los diarios aparecen igual a pesar de que la Federación Gráfica Bonaerense se ha adherido al paro. El gobierno ha logrado agrietar ya la unidad de movimiento. A medida que avanzan las horas se va notando que el paro sólo tiene un éxito parcial, aunque es significativo en las barriadas obreras. Se suceden los hechos de violencia: motoristas de tranvías son atacados y malheridos y un capataz de la playa de los mataderos es ajusticiado por los huelguistas. En Cochabamba 3055 es asaltada la fábrica Vasena por un grupo de obreros, aunque son rechazados. Simultáneamente una muchedumbre, cada vez más numerosa, se agolpa frente a la morgue para reclamar los cadáveres de los anarquistas muertos.
La policía informa que son detenidos “nueve rusos nihilistas” y La Prensa relata en forma patética las declaraciones de la esposa del anarquista Fernández, muerto en Plaza Lorea. Dice Antonia Rey de Fernández que ya hace tres años que se había separado de su esposo debido a las “ideas violentas de éste”.
A medida que pasan los días parece irse desinflando el paro general. Pero la sociedad queda sorprendida por la extraordinaria manifestación de duelo constituida por la columna de 60.000 obreros que, el 4 de mayo, acompaña al cementerio los restos de sus compañeros caídos. En un acto de barbarie sin precedentes hasta el momento, pero que se tornará una tradición en el país de aquí en adelante, la policía intenta arrebatar los féretros a las familias obreras para impedir que se concrete el multitudinario cortejo fúnebre. Los “cosacos” cargan y dispersan a la mayoría, pero 4.000 aguerridos militantes logran llegar hasta la Chacarita. Escarnecidos, integrantes de la comisaría 21 se despliegan y vuelven a balear a los obreros cuando se retiran del cementerio.
La represión es inútil, y por primera vez el gobierno nacional, en la figura del presidente provisional del Senado –Benito Villanueva-, de hecho, vicepresidente de la Nación, debe sentarse a negociar con la FORA, la UGT y la Federación de Obreros del Rodado y aceptar sus exigencias. La “Semana Roja” ha triunfado.
Los burgueses no logran comprender. La prensa trata de explicar lo inexplicable, pero nada termina por definir aquello que persigue esta horda de obreros vindicadores. Tienen dificultades para dormir en la comodidad de sus lujosas habitaciones, lejos del ruido de las máquinas de sus fábricas atestadas de mano de obra barata; cerca del sueño de sus pequeños hijos con destino de empresarios, de ganaderos, de explotadores… no logran la paz necesaria para conciliar el sueño. De que taller mecánico salió ese energúmeno llamado Simón Radowitzky.
¿Por qué ese pasquín La Protesta sigue reivindicando su nombre?
“Mil y mil veces maldita tierra aborrecida del crimen, del sufrimiento y del sicario. Bajo el azote helado de tus huracanes gime el hombre; la angustia roe las almas de las víctimas; los abnegados, los Radowitzky, agonizan, mártires de la chusma del máuser, y sobre el horrido concierto de sollozos, se oye, siniestra, la carcajada del verdugo”.
Los burgueses tienen pesadillas. ¿Acaso no hemos asesinado suficiente? Algo intuyen que los inquieta. ¿Han escuchado a ese ruso anarquista proferir la amenaza maldita? ¿Han escuchado a ese paria escupirles en la cara esa frase? ¿Es Simón Radowitzky, desde la cárcel del fin del mundo, quien estropea sus sueños delicados con una sentencia inquietante? “¡Tengo una bomba para cada uno de ustedes!”.