La foto de Jacobo Chester
Por Julián Scher/El Furgón
Jacobo Chester amaga con ponerse en cuchillas mientras intenta atajar la cámara que le cuelga a la altura del pecho sin lograr disimular la preocupación que le produce el gesto de dolor de uno de los suyos. A pocos metros del córner, abandona su papel de hincha disfrazado de fotógrafo para transformarse en hincha con funciones de enfermero. En ambos roles, lo mueve el amor por Racing.
La multitud observa y lo observa. Es un actor de reparto en un teatro donde lo que brilla es la camiseta celeste y blanca, su camiseta. ¿El estadio de Vélez? De perfil no resulta sencillo reconocer al futbolista golpeado. Aseguran los testigos que se trata de Ezra Sued, mítico puntero izquierdo que la rompió en la Academia hasta 1954 -con tricampeonato incluido-. Marcos Mendoza es el nombre del kinesiólogo que evalúa la maltrecha rodilla derecha del socio de Llamil Simes. De la magia que desprenda su mano depende una porción del destino de esa tarde.
El rostro adusto de Jacobo -el Ruso, para la tribuna- es la muestra elocuente de que la situación puede tornarse grave para la patria radicada en Avellaneda. “Soy consciente de que llegar a ese grado de apasionamiento por la forma en que once muchachos patean un cacho de cuero es indefiniblemente idiota, pero al mismo tiempo estoy feliz de poder hacerlo, de poder suspender el juicio durante esos 90 minutos”, explicó alguna vez el escritor y bostero Martín Caparrós. ¿Pero en qué rincón de la existencia se esconde la alegría cuando un crack queda del lado de afuera de la línea de cal?
Amplio para no estrechar horizontes en la cancha de las pertenencias, Chester se volvió arteria del Hospital Posadas e irrigó una parte su corazón con la convicción de que la salud es un derecho y no un negocio -algo por lo que pelearía y pelearía especialmente en tiempos de pandemia ante el despiadado show neoliberal que prioriza la tasa de ganancia por sobre la vida-. Lo desaparecieron el 26 de noviembre de 1976 por enaltecer la palabra compañero con el mismo énfasis con el que enaltecía el vocablo hincha.
Luis Muiña, uno de los represores que conformaba el grupo de tareas que lo secuestró de su casa en Haedo, estuvo a un paso de disfrutar de esa infamia jurídica conocida como 2×1 en mayo de 2016. La memoria de los vencidos, garantía para la victoria de quienes vendrán mañana, impidió el siempre circunstancial triunfo de la impunidad. Las imágenes que gambetearon el terror jamás permitirían el olvido.
El pañuelo que corre urgente y apretado contra su mano izquierda porta el orgullo de ser parte de una potente identidad colectiva, más potente y más colectiva en los instantes en que los grandes como Sued precisan de la mano mágica de Mendoza. Si eso significa o no posponer las razones es un detalle que tendrán que dilucidar los que saben. Sobre los juicios, en cambio, sí que no hay nada que aclarar: seguirán hasta que el último genocida se siente a rendir cuentas de por qué nos faltan 30.000.
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Agradecemos a la familia Chester por la fotografía que ilustra el artículo.