domingo, octubre 6, 2024
Nacionales

A 95 años de la masacre. Melitona Enrique, el grito de Napalpí

Por Pedro Jorge Solans, desde Carlos Paz/El Furgón –

La sobreviviente del dolor y la humillación murió en la casa construida por la Provincia como parte del resarcimiento que logró en sus últimos días. Desde esa fecha hasta ahora, ambos cumplimos nuestro pacto sellado bajó la lluvia del Aguará en aquella Semana Santa del 2007. Solo falta el museo de Napalpí.

Llegué con el corazón abierto a disposición de los misterios que guardaron como secretos de familia, las sociedades donde transcurrió mi infancia. Horas de desconstrucción para aceptar que no hay culturas menores en el mundo. Para mí, haber escrito Crímenes en Sangre fue zurcir los retazos de la chaqueñeidad que llevo aún en mi corazón, pero también fue enfrentar los fantasmas de mi niñez. Ella logró tener un ejemplar en sus manos y lo recibió como una condecoración o un trofeo de satisfacción, tal vez, de saber que su voz se hacía sentir. Vaya uno a saber. Se lo mostró a sus nietos que la rodeaban ese día. Con Crímenes en Sangre empezó a existir. Fue visible.

“Crímenes en sangre”, de Pedro J. Solans, editado por Sudestada

Más tarde, el Gobierno del Pueblo de la Provincia del Chaco en nombre del Estado le pidió oficialmente disculpas por la matanza. Fue el 16 de enero de 2008 en la plaza San Martín de Machagai. El gesto reparador llegó por las revelaciones que hizo después de 75 años de silencio la anciana qom Melitona Enrique en el libro. Luego, el jueves 13 de noviembre de 2008 se confirmaba lo irreversible. El final de una vida y el comienzo de otra para la anciana qom/chaqueña.

¿Quiso romper el silencio, quebrar el olvido? Sí, a la distancia, se puede afirmar que no se podía morir sin revelar la verdad oculta de la masacre que humilló a la condición de hombre

En nuestros encuentros me hizo sentir que me esperaba. Según los datos partió con 107 años; pero después de compartir silencios tuve la certeza que había sufrido más.

Rosa Delgado, -hija de Rosa Chará, otra sobreviviente que había fallecido antes-, me había anticipado que Melitona Enrique resistía. Enfermaba y se recuperaba. Quería vivir como sea. Daba la sensación que quería cumplir y nadie se daba cuenta: ¿Quiso romper el silencio, quebrar el olvido? Sí, a la distancia, se puede afirmar que no se podía morir sin revelar la verdad oculta de la masacre que humilló a la condición de hombre. Algo extraño me pasó cuando supe de su muerte.Nos despedimos el 3 de octubre y me fui alejando con la sensación que «algo» faltó preguntarle. Su casa de Machagaise había transformado en un santuario de gente que la había ignorado años y años. Yo no supe cómo hacer para compartir el rito del adiós. Estaba mal. Me miraba desconcertada. Ya no tenía las mismas ganas de vivir. Le acaricié la mano. Melitona escuchó con sorpresa la serenata del juglar misionero Joselo Schuap. Estaba quietita en su cama hospitalaria, abría sus ojos con armonía. Había cumplido. En realidad, lo intuyo. Su espera fue un tratado de amor, de paciencia, de sabiduría y de lucha. Esperó que los sacudones pusieran las cosas en su lugar. Sus restos descansan en paz en el cementerio aborigen, en el Lote 40, en su Aguará de toda la vida.

Melitona Enrique. Foto: Pedro J. Solans
¿Qué me contó Melitona?

Se negaba a hablar el castellano y sus hijos asumieron el rol de traductores en una ronda de circunstanciales testigos. Había apelado al silencio para salvarse. Tuvo su prueba de fuego cuando la arrastraron hacia el corazón del monte bajo la balacera policial. Tenía que aguantar el dolor. Las espinas, los arbustos y no sé cuántas cosas más, marcaron su cuerpo como en una yerra. Nada podía ser más fuerte que su vida. Gestos para tragarse los gritos, lo llantos. Antes de escapar, su tío le dijo que el silencio era tan importante como esconderse. Si era necesario había que olvidar. Dolía todo, estaban de fiesta cuando cayó el castigo.

Aquellos hombres blancos, shegualapagaickabemaic, hombres blancos con gafas negras, miraban y se reían desde arriba ¡Cómo olvidarlo! Se reían y gritaban como lobos. Abrían la boca… Abrían la boca. Se reían y festejaban cuando caían los niños con miradas desgarradoras, tropezando con mocos y estallando contra el suelo.

El llamado del santón no sonaba bien. No era el latido de los dioses; sino que parecía gemidos ahogados de dolor de un corazón gigante que soportaba los picotazos de los cuervos blancos.

Era una hermosa joven de 23 años, y no supo borrar lo sucedido esa mañana de sábado neblinoso. 19 de julio de 1924, cuando hombres blancos, shegualapagaickabemaic, empezaron a matar. Entraron corriendo y gritaban, y también bramaba  un cuervo de metal en el cielo.

“Aquellos hombres blancos, shegualapagaickabemaic, hombres blancos con gafas negras, miraban y se reían desde arriba ¡Cómo olvidarlo! Se reían y gritaban como lobos. Abrían la boca… Abrían la boca. Se reían y festejaban cuando caían los niños con miradas desgarradoras, tropezando con mocos y estallando contra el suelo.

Comunidad aborígen de Napalpí

Se reían y festejaban cuando caían las mujeres con muecas de dolor, con los pechos repletos de savia, desgarrados, revolcándose en la tierra, escapándose del barro de sangre, sudor y miseria.

Se reían y festejaban cuando caían los ancianos con sus brazos abiertos pidiendo clemencia para su gente.

Y después los policías a caballo disparaban y los de a pie degollaban con tanta furia. Los uniformes reventaban. Nosotros nunca lo habíamos visto pero se ve que no nos querían, nos tenían rabia, y querían el mal para nosotros. A veces los blancos no parecen seres humanos ¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo! ¡Cómo olvidarlo!”

Melitona fue inclinando despacito su cabeza. ¿Vergüenza?¿Respeto?¿Angustia? No sé.

Melitona se salvó. Siguió escondida por los bosques hasta que se hizo olvido, y con el olvido a cuestas pudo llegar a Quitilipi.

“Corrimos hacia el monte con desesperación. Caíamos y nos arrastrábamos entre cadáveres de los nuestros, entre los truenos de las armas, entre los gritos, entre los sollozos. Hubo un llamado y fue el grito del santón que no sonaba bien. No era el latido de un dios; era gemido ahogado de sangre.”

Ya no había corazón.

Melitona Enrique con el libro “Crímenes en sangre”. Foto: Pedro J. Solans

Aquella mañana, Melitona corrió hacia el monte y cayó. Entre todos la arrastraron más de quinientos metros. Estuvo días sin comer. Ella y su madre no probaron bocado. No tenían nada, ni agua. Al monte, a ese inmenso Pi`oxonaq, solo le pedían protección para que el dolor nutra la divinidad. Varios días, varias noches, desnutridas, deshidratadas, heridas, arrastrándose hasta que se abrazaron a la tierra con toda la fuerza y ahí se quedaron. Aplastadas como láminas humanas. Sus huesos parecían senderos de hormigas y sus cabelleras mimetizadas con el verde golpeado, chamuscado, invadían las gramíneas.Nadie las veía; aunque las pisaran con esas borracheras malnacidas; aunque los cuervos blancos ingresaran a picotazos al verde boscoso; aunque los machetes brillaran y los balazos zumbaran.

El silencio era montés, el olor era montés. Los pumas entendían, las víboras colaboraban y entre imperceptibles movimientos; ellas, madre e hija, unidas por un finísimo hilo de respiración eran espirales de enredaderas sobre hojas, tallos, troncos, ramas. Eran verdes cuando había que ser verdes. Eran marrones cuando había que ser marrones. Eran gris humo de barro cocido cuando había que esfumarse.

Melitona se salvó. Siguió escondida por los bosques hasta que se hizo olvido, y con el olvido a cuestas pudo llegar a Quitilipi.

Fue lechuza, fue carpincho, fue tatú, fue vizcacha, fue liebre.En el peregrinar perdió los abuelos, los hermanos, los tíos, los primos; mientras le giraba sin cesar por su cabeza los consejos de la sobrevivencia -El silencio es la salvación; y el olvido es la eternidad.

En el camino entre Quitilipi y Machagai, entre cosechas mal pagas, entre los días negros en los hornos de carbón, en los cortaderos de ladrillos, entre las espinas y las astillas en el juntado de leñas, en las noches obrajeras, el olvido se le hizo más profundo como el miedo. mansamente, emprendió el regreso al paraje.Las cicatrices hacían de su cuerpo un aliento.

Para reparar la herida y mirarle a los ojos a Melitona tuve que levantar mi espíritu, bajar mi resistencia y esperar que los dioses se distraigan

El silencio, el olvido, el sufrimiento, las penas había aceptado pero la sangre estaba en El Aguará. Llegó como fantasma, como si lo vivido hubiese sido una leyenda. La angustia la endureció desde sus entrañas.

Melitona empezó a oler distinto. Su color fue diferente. Se acostumbró a la ronda de los cuervos blancos.

Era una Sobreviviente.

El Aguará, triste. Y más triste cuando asomaban las nubes y soplaba el viento Norte, y se notaba más, cuando el verde se volvió más verde.

Melitona junto a sus hijos y nieto. Foto: Pedro J. Solans
El regreso

Para reparar la herida y mirarle a los ojos a Melitona tuve que levantar mi espíritu, bajar mi resistencia y esperar que los dioses se distraigan. Tenía que llover para que la altanería del dok se escurra.  Sin apuro, humilde, con los sentidos atentos a señales simples e invalorables que aparecen alrededor de los pesebres. Llovía.

El carro iba de cuneta en cuneta, -como un tractor-, hacía huellas en el barro intransitable. Regresaba de un viaje de iniciados.  Al atravesar el cementerio el barro me pegaba en el pecho, y  Melitona me seguía mirando sin mirar, guiando al Norte.-Alguien nos está espiando, le dije a Rosa. -No, es el escalofrío de la lluvia y el barro. Hace nueve meses que no llueve- me respondió.

Melitona Enrique. Foto: Pedro J. Solans

Cuando llegué al hotel Le Park de Machagai, seguí en un trance misterioso. En el rancho, en pleno Aguará, a pocos metros de donde sucedió la terrible masacre, tuve una sensación tormentosa centrada en la visita de animales que me invitaban a pescar y preparar el fuego.

Un carpincho dijo que los muertos que perdieron la vida injustamente no estarán tranquilos y rondarán las tierras de sus antepasados. El fuego latía apenas en el rancho de los hermanos Irigoyen. Dicen que arde siempre. El espanto era llevado en andas por la perrada que peleaba palmo a palmo su existencia entre sarnas, garrapatas, moquillos y un ejército de parásitos. Los mosquitos y los jejenes protestaban por la cortina de humo. Las cenizas prolongaban el gris de la cabellera de Melitona, que alguna vez, fue azabache.

La anciana vivió para ser el grito de Napalpí.

Fotos de portada e interior: Pedro Jorge Solans