Malvinas: La kelper que abrigó al soldado
Por Marcelo Rosasco, especial para El Furgón – Una guerra es la suma de todas las miserias humanas, por más noble causa que se tire sobre la mesa para justificar la carnicería entre pares. El egoísmo, el odio, el hambre, la ceguera, el convertir al prójimo en enemigo sólo porque no defiende intereses iguales a los nuestros. La miserabilidad de sentirnos que en nombre de Dios o de la Patria podemos ser dueños del destino de un destino, nos hace descender al quinto infierno. Nos catapulta a lo peor de la escala animal: la de seres racionales consumidos por la ceguera y la inmoralidad.

Por suerte, hay quienes se ponen por sobre esos intereses y dignifican, aunque sean “el enemigo”. Durante la Guerra de Malvinas, una vez instalado como parte de la plana mayor del Regimiento 3 en el corazón de Puerto Argentino, fui destinado junto a otros compañeros a apostarme durante largos 20 días como centinela en las calles céntricas de la ciudad, con el objetivo de impedir cualquier contacto de nuestras tropas y los kelpers, ante las denuncias de usurpación de casas por parte de nuestros soldados. Así, pasábamos largas horas parados en las esquinas matizando el tiempo con charlas futboleras o vagas especulaciones acerca de nuestro destino, en un contexto en que los ataques eran cada más más frecuentes e intensos. Todo transcurría en esa rutina cuando una tarde (nublada, con unos 10 grados de máxima y el horizonte remarcado por una nube espesa producto de un ataque inglés) sale de mitad de cuadra un kelper. Rondaría los 70 años y se movía con muletas, porque le faltaba una pierna. De golpe, el tedio y la pachorra trocaron en un rictus de rigidez y autoritarismo propio de lo aprendido en la instrucción, un año antes.
Él (luego supe que se llamaba John y que había perdido su pierna en la Segunda Guerra Mundial) notó la transformación de mi rostro y, sin achicarse, ensayó un tímido saludo al que correspondí sin demasiada soltura. Al toque salió su esposa, que me encaró, me preguntó cómo me llamaba y en un gesto que aún tengo grabado en la memoria, dijo que no concebía cómo jóvenes tan chicos estaban en una guerra. Luego de unos minutos, me “invitó” a que me asomara desde la ventana al living de su casa y me señaló una vieja radio a galena, desde la cual, decía, los informativos anunciaban que los ingleses estaban cada vez más cerca de la ciudad, algo que por supuesto les desmentí de acuerdo a la información que manejaba desde los altos mandos. Un “cuidate” puso fin al diálogo y se metió dentro de la casa junto con su esposo, quizá para prevenir que mis superiores nos vieran charlando.
Y así, día tras día, apenas los veía asomarse, intercambiábamos saludos. Saludos que paradójicamente me alegraban el alma, teniendo en cuenta que venían del “enemigo”.
Una de las tantas tardes subsiguientes, ella (lamento no haberle preguntado el nombre) entreabrió la puerta y pidió que me acercara con precaución para que los oficiales no nos descubrieran. Una vez que llegué a su puerta, me entregó una bolsa y rogó que me alejara. En el interior estaba el pullover de la foto. No alcancé agradecerle como se merecía. Intervino John para aclarar que me lo regalaban porque notaban que no estábamos lo suficientemente abrigados del frío que castigaba las islas. Y que no sabían cuánto tiempo podríamos permanecer allí.
Guardé entre mi camperón el obsequio, se los comenté a mis compañeros de cabaña y desde entonces no me lo saqué hasta que me reencontré con mis viejos en Buenos Aires, unos 20 días después. Tampoco volví a ver a esa pareja de nobles ancianos que en medio de la locura de una guerra, fueron capaces de tomar distancia y ver que en su “enemigo” había chicos de 18 años que, si bien peleaban por un ideal tan noble como la defensa de la soberanía, eran víctimas de intereses mezquinos propios de salvajes como Galtieri.
Quizá sea una de las mejores enseñanzas que me queda de la guerra: cómo en medio de la locura, alguien fue capaz de un minuto de cordura para dar amor.