miércoles, octubre 9, 2024
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10 años sin Darío Dubois: Balada para un loco

Por Walter Marini/El Furgón – La última vez que lo ví fue un sábado por la tarde, estaba recostado en una cama de una habitación del Hospital Paroissien, en Isidro Casanova. Me tomó la mano y me dijo: “decile a los muchachos que me vengan a ver, nada más que eso”.

Luego pasó a terapia intensiva y nadie más –a excepción de los familiares– pudo verlo.

El primer encuentro que tuve con él fue a mediados de 1996. Me tocó cubrir un partido en la vieja canchita de Savio 80, en el barrio de Lugano, allí jugaban Yupanqui –el local– y Central Ballester por el torneo de 1ª “D”. Sábado por la tarde, nublado y lluvioso, el clima ideal para ver un partido de fútbol de ascenso. En los primeros minutos, me había llamado la atención ese flaco desgarbado y pelilargo que jugaba como número 6 en la zaga central; ganaba fácil en el cabezazo tanto en defensa como en ataque, de pierna fuerte, siempre leal con el rival y lo más importante: alentando a sus compañeros en los buenos y los malos momentos. Después del partido, lo busqué para hacerle una nota y tener su testimonio tras el intrascendente 0 a 0: “¿A mí me vas a hacer una nota? ¿qué te puedo llegar a decir?”, me preguntó sorprendido. Me quedé helado y me corrí. Salí puteando por lo bajo. ¿Quién se cree que es? ¿Cómo no me va a dar una nota? Pensaba…Minutos después mientras esperaba el colectivo para volver a mi casa me alcanzó, me tomó del hombro y me dijo: Decime la verdad… ¿a quién le puede interesar lo que diga el 6 de Yupanqui?

A partir de ahí nació una gran amistad, del tipo que nos vemos tres o cuatro veces por año y uno sabe que pase lo que pase, para bien o para mal, el otro está siempre. Darío Dubois, el “flaco”, el “loco”, jugó en varios equipos del ascenso: Yupanqui, Riestra, Lugano, Victoriano Arenas, Midland, Cañuelas y Laferrere. Tenía un sueño: jugar en la “B”, ya que así podía tener una obra social. Un allegado le había pasado el dato que alguien lo estaba mirando para ficharlo en Brown de Adrogué. Y Darío se ilusionó, “hay un poco más de filo ahí”. Pero la oportunidad nunca llegó. Igual, el flaco se reía de todas esas cosas. Fanático del rock and roll, formó y tocó en algunas bandas. Saltó del anonimato por ser el primer jugador en salir a la cancha con la cara pintada al estilo Kiss, y uno – que pudo presenciar semejante locura– puede decir que era imponente verlo en el campo de juego, enorme, sacando la lengua cuando marcaba al rival. Lamentablemente, eso le costó ser excluido en los últimos meses de la década del 90 en las finales por el ascenso a la“C” que logró Midland ante Villa San Carlos en el mítico estadio de Estudiantes de La Plata.

Tiempo después, lo sacaron del primer equipo de Laferrere cuando ocupaba un lugar en el banco de suplentes y la televisión lo tomó sentado con unas gafas negras al estilo Roy Orbinson.

En una oportunidad quedamos para ver el clásico entre Almirante Brown y Laferrere que se jugaba en cancha de Platense. Lo esperé sentado en la platea. Iban 20 minutos del primer tiempo y no había llegado, de repente  lo veo subir las escaleras con un amigo colgado de su espalda, se trataba de Pirusman, un vendedor ambulante del barrio de Villegas que sufría una discapacidad. Se disculpó por su impuntualidad: “los colectiveros nos querían llevar porque el certificado de Piru estaba vencido”.

Tiempo después, lo encontré en el Bajo Belgrano, Excursionistas había goleado 5 a 0 al Deportivo Riestra y tras el partido, la barra local rodeó el micro visitante para cargar, insultar y tirar algunos objetos mientras los jugadores permanecían en posición de cuerpo a tierra. En ese preciso momento el flaco abrió una de las ventanillas del micro, sacó medio cuerpo afuera y empezó a gritarles a los fanáticos del verdiblanco: “No muchachos, así no, tranquilos que no pasa nada, es un partido de fútbol y encima nos golearon”. Las puteadas y las agresiones cambiaron por un: “¡Grande loco! ¡Vení a jugar a Excursio! ¡Vos sí que tenés huevos!” Y los bravos le daban la mano y lo palmeaban, sin dejar de darles algunas patadas al micro y revolear alguna botella al techo.

Una noche me dejó un mensaje en el contestador del teléfono: “Walter, hace mucho que no hablamos y nos vemos, este sábado jugamos contra Deportivo Paraguayo de local, porque no venís al partido, dale viejo… estás perdido o qué…”. Al otro día fui. Tomé el tren en la estación Aldo Bonzi y bajé en Alsina. Caminé unas cuantas cuadras, atravesando campitos, mientras me entretenía mirando a los aspirantes a futbolistas en esos interminables partidos que se dan entre las barriadas del sur del conurbano rodeados de vías donde transitan los cargueros. Llegué al famoso callejón por el cual se entra a la cancha de Victoriano Arenas, observando todo ese derrotero de fábricas abandonadas, las paredes pintadas con aerosol: “Bienvenido puto”. Ingresé al estadio y lo encontré en el calentamiento previo al partido; el flaco me miró de reojo y levantó el pulgar.

Jamás dejaba de hacer algún ejercicio si estaba con el equipo y alguien quería robarle la atención. Cuando comenzó el partido, me acomodé junto al alambrado, a un costado, en la tribuna local y apenas salió a la cancha le grité: “Aguante loco”. Darío levantó el puño y el dedo índice. Ahí me trepé al alambrado y lo empecé a sacudir gritando: “Y dale loco, dale dale, loco”; todos me miraban, claro, no estaba en sintonia con la hinchada y en estos partidos, los locales, que se conocen entre todos, advierten enseguida quién es turista en esa fecha. Pasaban los minutos y CAVA ganaba, manejaba el partido, todo eso gracias a la pobre actuación del arquero del conjunto guaraní que debió haber tenido la peor tarde de toda su carrera, y a quien los simpatizantes le dedicaron un cantito genial que decía: “Que lo vengan a ver, que lo vengan a ver, eso no es un arquero es el hermano de Arnaldo André”.

Terminó el partido, el saludo efusivo con el flaco fue conmovedor. Emprendimos el regreso, y le dije que lo hagamos por el puente Uriburu así tomábamos el colectivo en Pompeya. Pero me ofreció ir por otro camino que él hacía todos los días luego de entrenar. A través de inmensos juncos, recorrimos unas vías que son utilizadas por los cargueros de la línea, cruzamos un brazo del Riachuelo haciendo equilibrio sobre los durmientes, y terminamos en una quema enorme. Saltando bolsas de basura, y con una veintena de perros tristes siguiéndonos que ni siquiera tenían ganas de ladrarnos, llegamos a la Villa 21. Mientras recorríamos las calles, se asomaban algunos muchachos desde las casillas y preguntaban: “¿y rubiona… cómo salimos hoy?” (por esa época, Dubois se había teñido el pelo de un amarillo opaco, “para llamar la atención”, me confesó.) “Ganamos”, fue la respuesta y del otro lado, el hiriente: “era hora”, y el flaco se reía. Era increíble ver cómo lo saludaba la gente: “la próxima te vamos a ver, che”, o las promesas que le hacían las chicas: “mirá que un día te vamos a ver loquito, y a tu amiguito también, si quiere, por supuesto”, y las risas se escuchaban desde adentro de los pasillos. Mientras seguíamos caminando, nos encontramos con una peluquería ambulante en el medio de la calle, había un sillón, un espejo sostenido por unos alambres, y gente haciendo fila para cortarse. El peluquero le hizo señas para cortarse y el flaco prometía: “la próxima”, y agradecía con un gesto.

Llegamos a la estación Buenos Aires. Mientras hacía la fila para sacar el boleto, noté que el flaco se enojó: “No saqués”, me dijo. Apenas salió el tren me pidió los boletos y los rompió. Le dije: “loco  de mierda ¿qué carajo hiciste?”. Antes de llegar a Soldati aparecieron varios guardas y policía incluida. “¿Y ahora?”, le pregunté. “Y ahora hay que caretearla, viejo”, me dijo. La cuestión es que fuimos hasta Villegas corriendo de vagón en vagón, subiendo y bajando en cada estación, burlando el interminable operativo. Cuando descendimos, le pregunté: “¿Hacía falta todo esto?” y me dijo: “Y claro, sino viajar en esta garcha es muy aburrido”.

Meses después repetí la experiencia de verlo nuevamente en Valentín Alsina, pero al regreso le dije que volvíamos por Pompeya sí o sí, y que no quería volver a viajar en tren, sino que lo hacíamos en colectivo. El flaco me dijo que no tenía un peso, a mí me quedaban 4 en el bolsillo. Cuando llegamos, empezó a decirme que se sentía mal y que quería tomar un jugo Addes. Le expliqué el tema monetario, y le recordé que en tren no volvía. Le di el dinero y lo compro en un supermercado sobre la avenida Roca. Nos quedó 1,50 para volver. Sacamos dos de 0. 75 y rogar llegar hasta el conurbano. Apenas pasamos la general Paz y atravesábamos el barrio Sarmiento, subió el inspector. “Darío, subió el chancho”, lo codeé. “Decile que me siento mal”, me dijo. “Boletos”, exigió con cara de perro. Lo primero que atiné a decirle fue: “es mi hermano, venimos del hospital, está muy mal, sufre de convulsiones”, y el flaco empezó a temblar como si tuviera epilepsia. “Por favor, ayúdenme”, empecé a gritar, la desesperación de la gente, mientras lo arrastrábamos con otros pasajeros y el “chancho” gritaba: “Hay que llamar una ambulancia… y a la policía”, cuando escuchamos esto, el flaco me hizo una seña y salió disparado del piso corriendo por la avenida Boulogne Sur Mer, yo corrí hacia el Mercado Central mientras escuchaba las puteadas de todos. Nos encontramos tres meses después. Le pregunté cómo había llegado a la casa: “caminando”, me dijo. Y vos, me preguntó: “en tren”, le respondí. Y se largó a reír como él sabía hacerlo.

Un día apareció por casa con su vieja bicicleta, me contó que venía de vender sahumerios en el tren. Pasamos a mí cuartito donde atesoraba mis libros y revistas de fútbol, empezó a ver toda la biblioteca, leía cada título con cara de asombro. Le dije que llevara el que quisiera. Al flaco no le gustaba leer, pasaba el tiempo con cosas más sencillas. Me cortó ahí nomás y me confesó que tenía un hijo y que lo pudo conocer, que se mataban jugando a la playstation y se sentía muy feliz. Minutos después me dijo que a los 40 se iba a suicidar: “Ya hice de todo en la vida”. Con semejante declaración uno trataba de sostenerlo diciéndole que no, que tenía mucho por hacer en la vida, que hay que seguir a pesar de todo, que el chico lo necesitaba, y que el fútbol también.

Pero él ni siquiera le prestaba atención al fútbol profesional. Una vez fuimos juntos a ver un partido de la primera “B” en la cancha de Ferro y me dijo: “Qué lindo club este, debe estar haciendo buena campaña en primera. Y los jugadores deben ganar buena guita”. Hacía 8 años que el de Caballito no jugaba en esa división.

En 2001 volvió a jugar en Lugano, el recibimiento fue en el barrio de La Tablada, en el domicilio de uno de los muchachos de la hinchada. Se habían juntado unos 20 hinchas para el agasajo y en la parrilla no había más lugar, el vino, la cerveza, los recuerdos del anterior paso por el club eran el comentario obligado entre los presentes.

La llegada del ídolo fue un griterío, con los pelos al voleo, campera de cuero negra y una chica a su lado que no entendía semejante delirio; el cántico de “¡y dale loco, dale, dale loco!”, mientras entraba por el pasillo de la casa, la mesa bien servida, los abrazos, las palmadas, todos observándolo, brindando y vitoreando su regreso. El parrillero puso delante de él un plato con el mejor pedazo de vacío de la noche y un vaso de vino puro, Darío atinó a mirarme, pinchó la carne, levantó la copa, agradeció con una sonrisa, y se mezcló entre las discusiones del resto de la mesa. En ese preciso momento le acerqué el plato de la rusa junto a una ensalada de tomate y lechuga –ya que no comía carne ni bebía alcohol– junto con la jarra de jugo 5comentario que había preparado el dueño de casa. Se sintió reconfortado.

Lo extraño de esa reunión es que Darío no había ganado ningún título con el equipo, pero la gente lo premiaba por actitud, por las ganas con las que salía a jugar, y por esa cosa inexplicable por la cual se reconocen a tipos como él.

En otra oportunidad, vistiendo la camiseta de Victoriano, visitaba a Lugano y cuando llegó la hora del partido, el local no había presentado el médico. Tanto los jugadores, cuerpo técnico y dirigentes de la visita insistían con suspender el encuentro para sacar ventaja, pero el flaco se paró ante todos y empezó a los gritos; tanto fue el escándalo que aguantaron 40 minutos –más de lo que le reglamento permite– para finalmente jugar y ganarlo. Al término del partido, mientras sus compañeros festejaban de cara a sus hinchas, Darío se iba solo hacia los vestuarios marcando el tranco largo y arengando al grito: “Así se ganan los partidos…”, robándose el aplauso de los locales.

A Darío le decían “loco” pero íntimamente le disgustaba. Lo empezaron a llamar así no solo por pintarse la cara, sino porque era la voz de los sin voz en los planteles. Reclamaba por incumplimientos como en cualquier trabajo: “Dentro de la cancha también tengo conciencia política”, dijo alguna vez.

Hasta llegó a hacer un bolo de doble del cantante Iván Noble  –que le había conseguido una productora de Rock and Pop que conoció en un Monster of Rock en cancha de Ferro- en un programa de Marcelo Tinelli donde parodiaban a  Los caballeros de la Quema con el tema Avanti Morocha y que nunca le pagaron.

La última vez que lo vi, ese sábado por la tarde, estaba junto al médico que lo había operado tras recibir dos balazos en un supuesto intento de asalto: “gracias maestro, me salvaste la vida, te debo todo, cuando esté mejor te voy a regalar un par de bafles para que escuches música bien fuerte, y si algún día vuelvo a jugar te voy a invitar para que me vengas a ver”.

Después de aquellas primeras palabras que me dijo, lo escuché por última vez diciéndome: “No te olvides nunca de mí… amigo”. En el cementerio de San Justo estuvieron, sus familiares, sus amigos e hinchas anónimos de varios de los equipos que integró. Se lo despidió con infinidad de lágrimas y un cerrado aplauso.

Tenía 37 años. Darío Dubois fue un distinto, no solamente en el fútbol, sino en la vida misma, y eso es mucho.

Inalcanzable el flaco Dubois, eternamente inalcanzable.

 

Foto de portada: En la platea del estadio de Atlético Lugano, de izquierda a derecha, Gabriel Chepenekas, Darío Dubois y Walter Marini.