Neoliberalismo: Lubricidad y prostitución
Por Gustavo Varela/El Furgón*
La acusación de corrupción
Es necesario pensar en esto, en la acusación de corrupción. No en la corrupción sino en la acusación. En la extensión infinita que adquiere la acusación; en la máscara sagrada que se pone el acusador aunque sea un canalla; en la prepotencia moral que solo circula y dice y no piensa y ataca e insiste y reproduce lo mismo: una acusación ciega y a repetición; ciega de tanto diario, de tanta red y de tanta pantalla al palo.
Dos modos para acusar: singular, de a uno, caso por caso; o acusación plena, no a un sujeto sino a una entidad más amplia, de agrupación, de construcción colectiva. La historia argentina da cuenta de estos dos modos: de acusación casuística (desde Federico Pinedo en 1935 a María Julia Alsogaray en los noventa o López con sus bolsos en 2016); y de acusación totalitaria (Yrigoyen, Perón y Néstor y Cristina Kirchner).
Totalitaria quiere decir que se acusa, no a un presidente, sino a un gobierno. A la totalidad de un gobierno: el presidente, sus ministros, los senadores, los diputados, los funcionarios de segunda. Todos. También a la gente, a toda la gente que votó a ese gobierno, que creyó y cree. Todos acusados, como si fueran portadores de una peste o cómplices de esa misma peste. Totalitaria es la acusación de corrupción y totalitario es el gesto de exclusión que produce. La acusación de corrupción totalitaria se convierte en un modo de proscripción política, en un destierro puertas adentro.
Hay perseguidores, hay comisiones de investigación, hay acusaciones vacías, hay manchas en las vidas de las personas sin ninguna razón. Dicen que hay instituciones corrompidas por gobiernos nefastos y hay gobiernos corrompidos que corrompen a las almas bellas. Esto, que se dice del gobierno de Yrigoyen en 1930, es lo mismo que se dice de Perón y lo mismo de Néstor y Cristina K. Exactamente lo mismo: “un régimen nefasto, que corrompía las instituciones todas de nuestro país” (1930); “se saqueó la hacienda pública y privada y se construyeron fortunas escandalosas” (1955); “se montó una organización criminal para la sustracción de fondos públicos” (2018). Además, en los tres casos, son acusados por la alteración del sistema republicano y por la intervención sobre los medios. Y en los tres casos, la obscenidad sin mediaciones: el destrozo de la casa de Yrigoyen, la exposición de vestidos y joyas de Eva Perón y el allanamiento judicial del mausoleo de Néstor Kirchner son la misma cosa. El mismo grado de violencia institucional.
¿Importan los nombres propios? No. Importa el procedimiento, la puesta en marcha de un dispositivo de intervención moral sobre los gobiernos. La acusación de corrupción expande todo su potencial de desprestigio, de descrédito. Divide entre el bien y el mal. Y el mal es siempre para los mismos.
A lo largo de casi un siglo se repiten las mismas palabras, los mismos gestos y la misma gente indignada ante tanta acusación de corrupción. A pesar de que hayan sido vidas distintas, épocas distintas, ideas distintas. A pesar de las diferencias, Yrigoyen, Perón y Néstor y Cristina K. hicieron lo mismo. Exactamente lo mismo: robar, saquear, corromper. ¿Tan necia es la historia? ¿Tan necios sus gobernantes para repetir lo mismo? (Aunque no de un modo totalitario, la acusación de corrupción también fue un ariete político contra Frondizi, contra Illia, contra Isabel. Y contra Alfonsín: “Había un estado de corrupción generalizada, que constituía una verdadera amenaza para las instituciones de la República”. Todos ellos acusados de robar, saquear y corromper).
Frondizi, en 1964, escribe un plan de gobierno en su libro Estrategia y táctica del movimiento nacional. Uno de los capítulos se llama “La corrupción, pretexto para derribar gobiernos populares”. Escribe Frondizi: “En todo tiempo, quienes quisieron empujar el país hacia adelante fueron acusados de mala conducta administrativa, de cohecho y malversación”. O sea, corrupción (negociados, en el lenguaje de la época).
En los años sesenta y antes, mucho antes, en los comienzos de la argentina que hierve, en 1813, la misma acusación absurda: “Un testigo, llamado Pedro Giménez, dijo haber oído de su amigo Agustín Garrogós que este había oído en un café que don Bernardino Rivadavia había repuesto en su cargo al Obispo de Córdoba, Monseñor Orellana, mediante la percepción de unas onzas, unas hebillas, un sombrero y un espadín de oro”. Como si fuera de ahora, el potencial en la tapa del diario y la marca moral sobre cualquiera, moral sucia leída por todos. Una condena sin fundamentos.
Una exhortación más encontrada en este libro de hace cincuenta años. Una exhortación, una alarma. Escribe Frondizi: “La calumnia organizada, publicitada profusamente, recogida y amplificada por los más caracterizados dirigentes de la oposición, logró movilizar a amplias capas populares –de trabajadores, estudiantes y profesionales– para derribar a gobernantes elegidos por la inmensa mayoría del pueblo”. No es un hecho histórico excepcional sino una serie de lo mismo en el tiempo, la reiteración de una modalidad de acción política. “Corrupción generaliza”, así la llaman, para que nada quede en pie.
Ninguna acusación recibió el gobierno de Aramburu, el de Onganía, el de Levingston o el de Lanusse. ¿La dictadura cívico militar fue acusada de corrupción? Además de los delitos de lesa humanidad, ¿hubo alguien o muchos que hayan sido enfáticamente acusados de corrupción? Las autopistas, el mundial de fútbol ’78, la guerra de Malvinas, ¿pasó algo? Hubo nombres, sí. Solo eso. Y después nada.
La indignación es la vacuna moral contra el germen de la política. La acusación de corrupción, con el sabido efecto de indignación, es más una estrategia de poder que un asunto judicial. Esto quiere decir que importa como un procedimiento de intervención política y no como una sanción. Más como acusación de corrupción y menos, mucho menos, como corrupción a secas. Importa el gesto de avance, la sospecha, la presunción, que la bola ruede aunque la bola no tenga nada.
Es una máquina de guerra que se pone en marcha. Quiénes son, lo entrevemos; podemos imaginar sus caras o sus nombres o sus oficios. Lo cierto es que hay un mecanismo que se repite hace casi cien años, que hay gobiernos ametrallados y otros a los que nada les pasa. Y que los gobiernos ametrallados se parecen mucho entre sí.
En esta máquina de guerra que es la acusación de corrupción, la indignación se potencia y se expande a través de las redes sociales y los medios de comunicación. Se hace epidemia. Entonces, el campo queda fertilizado para sembrar lo que sea: un militar con bigotes, un presidente en su Ferrari o una plaga de mentirosos.
Corrupción y austeridad
La corrupción se ofrece, en el neoliberalismo, como el contrapeso de la austeridad. De un lado el derroche, el robo a cien manos, el chofer que se hizo millonario, la cartera Louis Vuitton, la cantidad de circulante en la calle, la obra pública. Del otro, la reducción del gasto fiscal, los despidos del estado, el cierre de programas sociales, más despidos, más contracción, reducir el costo laboral, extirpar rutas aéreas. La austeridad es suprimir, recortar, quitar. No tener.
La corrupción, a contraluz de tanta austeridad, se amplifica, se vuelve colosal. Tanto, que requiere de excavadoras y fiscales para definir lo profundo del atraco. Tanto, que son cientos los juicios y los jueces y cientos las publicaciones, los programas de TV y la insulsa vida virtual de los trolls. Todo en un mismo plano, de llevar adelante una gesta cuya frase final es: “que devuelvan todo lo que se robaron”. Es decir, no presunción de robo sino robo, directamente, luego del bombardeo acusatorio a través de los medios. Y con periodistas afines, indignados y a sueldo.
El neoliberalismo hace de la austeridad una herramienta de sumisión moral. De sometimiento. Se instala la austeridad como valor, y entones no se discute el recorte, no se discute el cierre de programas. Se acepta. Dicen: hay que gastar menos, hay que ser prudentes. La gente, el pueblo, cede, se achica, tiene menos. Menos subsidios, menos planes, menos programas, menos hospitales. “El recorte es necesario”, certifican; “avanzar por un sendero estrecho”, insisten en los diarios. Hay que pagar una deuda, eso dicen, que hay que pagar una deuda ¿Pero cuál, qué deuda? La del pasado. El pasado nuestro, el inmediato, el de la década K. Ese pasado y el que fue antes de 1955 y antes de 1976. Hay que pagar todo eso.
El populismo es puesto en deuda, en una deuda para siempre. Deuda y culpa forman una misma trama histórica de dominación. Desde hace casi ocho décadas se dice y se repite: la culpa de todo, absolutamente de todo, la tiene el peronismo. Del primer trabajador al primer deudor. Y, desde ya, al primer culpable. Esta es la ecuación política, hacer de la igualdad y la distribución un delito. La condena neoliberal es esta: deben pagar por el error fatal que cometieron. ¿Cuál es ese error? Distribuir, poner el dinero en la calle, hacerlo circular, exhibir el incremento del PBI. Esto, para la austeridad neoliberal está mal porque dicen que es la fuente más directa para la corrupción: ante tanta circulación, ante tanta obscenidad del gasto, la corrupción está a la mano. De este modo muerden con sus dientes de hiena.
La austeridad neoliberal propone a cambio “pasar el invierno”, atravesar el dolor hasta la llegada del “segundo semestre”, “dar una vuelta de página”, “la luz” al final del túnel. De Alsogaray a Macri y de Martínez de Hoz a Michetti. Lo mismo de siempre: austeridad con espera. En el fondo queda siempre la deuda populista, antes llamada fascista, el tirano prófugo, el primer corrupto de la Argentina moderna. Casi como sacado de un libro sagrado: para no ser corruptos, debemos ser austeros. Ellos dicen esto, que nosotros debemos ser austeros. Insisten: para evitar al peronismo, la oferta es la austeridad, la cura política es la austeridad. Todo esto tan afín al mocasín radical, que no para de caminar y caminar por los pasillos rascando la olla. Como siempre.
Sin embargo la austeridad pierde su moral santificada cuando se ve la enagua de las finanzas. El neoliberalismo pone a la vista, sin quererlo, su erotismo y su lubricidad prostibularia. Lejos de la austeridad, la circulación de encajes, comisiones, pagos en el extranjero, blanqueos y otros modos de derroche, se celebran entre pocos. Entre rufianes. Se celebra en casas de tolerancia financiera y entre pocos. La “trata” es tan visible que la esconden en lugares públicos. Mucho dinero abstracto, de asiento contable en bancos y paraíso fiscal. Hacia allá va, sin austeridad y sin corrupción. Y sin tener que arrojar los bolsos repletos de dólares por encima de la muralla de un convento de monjas.
* Publicado en la revista Sudestada, edición nº 151, marzo-abril 2018