Perú: entre el indulto a Fujimori y la crisis neoliberal
Roxana Loarte*/El Furgón – Esta es la historia de un indulto anunciado. La tarde del veinticuatro de diciembre, el actual presidente del Perú Pedro Pablo Kuczynski firmó un documento autorizando el indulto humanitario y derecho de gracia para Alberto Fujimori, el ex mandatario sentenciado a 25 años de prisión por los delitos de homicidio calificado y secuestro agravado contra civiles, de los casos Barrios Altos y La Cantuta, en el marco de su política antisubversiva. Después de meses de contiendas y al estallar el escándalo por el caso Odebrecht, que salpicaba abiertamente Kuczynski, el indulto se consumó. Así este revelaba ser un canje o parte de una componenda entre las facciones de la ultraderecha para salvar al presidente de la vacancia. Pero, ¿cuál podría ser el fondo de esta guerra política en la que está enfrascada la gran burguesía peruana? Económico, principalmente.
A mediados del año pasado la bancada fujimorista impulsó leyes en materia fiscal que luego en parte serian frenadas por el Ejecutivo. Lo mismo sucedió con la ley que nivela la pensión entre militares y policías retirados, la cual fue aprobada con rapidez y bajo presión por el presidente del Congreso. Tampoco hubo acuerdo entre la ultraderecha sobre la reactivación de la economía y menos sobre los planes de desarrollo para la reconstrucción de las zonas afectadas por los huaicos (aluviones de piedra, barro y agua).
Nuestra economía no despega y solo se debate entre mantenerse en el extractivismo, como hasta ahora, o tomar otro rumbo como el de la diversificación productiva. El año que culminó solo pudimos alcanzar el 2,7 por ciento frente al 3,9 del 2016, cifras que nos dicen que podría avecinarse una recesión, más cuando la tendencia de los años anteriores fue a la baja. Así estos enfrentamientos entre la tecnocracia del partido de gobierno en el Ejecutivo y la mayoría fujimorista autoritaria y populista en el Legislativo no son simples desavenencias que ponen en jaque la gobernabilidad, sino fuertes choques de intereses.
Esto ha dado como resultado que el fujimorismo liderado por la hija del dictador Keiko Fujimori aprovechara la debilidad del gobierno, a causa de las últimas acusaciones del caso Odebrecht, para dar un golpe de Estado. No lo consiguieron. Pero sí llevar al país a la peor crisis política desde que en el 2000 se viniera abajo el régimen corrupto de Alberto Fujimori.
El caso Odebrecht ha sido el escándalo por donde han desfilado más de un funcionario, ex presidentes y candidatos peruanos. No es novedad que este tipo de tratos bajo la mesa sea una muestra de la situación endémica a la que llega la corrupción en el capitalismo. El Perú desde la Colonia se vio infestado por este tipo de prácticas, llegando a la década del 90 con el gobierno fujimorista; el más corrupto de la historia moderna en nuestro país.
El ex presidente peruano Ollanta Humala tiene prisión preventiva mientras se investiga su vinculación; Alejandro Toledo, también ex presidente, está prófugo, y en los casos de la candidata Keiko Fujimori, el ex mandatario Alan García y el propio Kuczynski todavía las investigaciones fiscales continúan. Por eso, la indignación de la ciudadanía ante el espectáculo de estas contiendas, donde el fujimorismo pretendió copar el Consejo Nacional de la Magistratura y traerse abajo al Fiscal de la Nación y el Tribunal Constitucional para proteger a su lideresa y a su aliado más acérrimo (Alan García) frente a las últimas declaraciones que dio en noviembre Marcelo Odebrecht en la ciudad de Curitiba, Brasil.
Con todo esto está más claro que no hubo ninguna defensa de la democracia en el Perú de parte de estos políticos neoliberales. Al único que pretendían salvar de la vacancia fue a Kuczynski y, detrás de él, a sus financistas y socios de los grupos económicos. Es cierto, también, que Kuczynski infringió el artículo 126 de la Constitución peruana, aunque el tema solo se ha reducido a una cuestión ética y de conflictos de intereses. Lo que dice la Constitución es que “los ministros no pueden ser gestores de intereses propios o de terceros ni ejercer actividad lucrativa ni intervenir en la dirección o gestión de empresas o asociaciones privadas”.
Entre los años 2004 y 2007, la empresa WestField, actualmente propiedad del actual presidente del Perú, firmó contratos con Odebrecht a través de la mediación de Gerardo Sepúlveda, socio de Kuczynski, cuando él era ministro durante el gobierno de Alejandro Toledo. Hasta ocupó la presidencia de un organismo público que otorgó la licitación a la empresa brasileña para la construcción de una de las carreteras más importantes y costosas en el Perú: la Interoceánica Sur.
Estos hechos que salieron a luz hace meses, le dieron la estocada al presidente para estar al borde de la vacancia y el fujimorismo pueda concretar sus planes golpistas. Todo esto en medio del descontento popular y el hartazgo de un sistema de Estado que se refleja en el gobierno a través de un modus operandi como el clientelismo político, la coima, o el “roba pero hace obra”, y demás prácticas a la que los peruanos nos hemos acostumbrado como el costo que hay que pagar por las fallas de este sistema. Tan igual como cuando pensamos que la explotación ha existido siempre y no queda otra que conformarnos.
Después de darse este canje político, hoy la ultraderecha llama a la “reconciliación nacional”; quieren limar asperezas después de esta crisis que trajo choques, divisiones y alejamientos, y que dio como resultado una nueva recomposición de las fuerzas. El fujimorismo ya no es mayoría absoluta en el Congreso: su futuro se disputa entre los dos hermanos Keiko y Kenji. La Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), uno de los partidos históricos que nació revolucionario hasta que devino en derecha, también sufrió la separación de algunos de sus militantes y fuertes discrepancias entre sus congresistas. Ni qué decir del gobierno de Kuczynski que está debilitado: con renuncias de varios funcionarios, congresistas y un nivel de desaprobación de 75 por ciento que no garantiza su permanencia hasta el 2021.
La crisis también se refleja en problemas fundamentales que el gobierno no quiere resolver. La reconstrucción del norte del país, a consecuencia de los huaicos y fuertes lluvias a inicios del año pasado, avanza lento y con la proyección de nuevos desastres naturales en los meses de verano; cada vez más jóvenes están sin trabajo y el subempleo se incrementa; los hospitales carecen de medicinas; los docentes reiniciarán una huelga en todo el país y hace poco los agricultores bloquearon carreteras para exigir mayor apoyo a la producción nacional. Sin embargo, el presidente llama a la “reconciliación”. Como si el fondo de esta fuera solucionar los verdaderos problemas que aquejan al pueblo peruano después de veintiséis años, por los hechos del 80 al 92 o como lo menciona la Comisión de la Verdad y Reconciliación, de guerra interna.
La reconciliación que propone la ultraderecha es trucha y solo se reduce a la libertad de un individuo sin que prime el interés nacional. Somos ahora un país más dividido que antes del indulto y, quizá, el más pobre de clase política al que el capitalismo nos somete durante décadas. El Perú soñado hacia el Bicentenario seguirá siendo otra utopía más por la que habrá de luchar, tanto o más como la que hoy se grita en las calles del país por una sociedad justa.
*Roxana vive en Perú. Es redactora y editora en una editorial de su país.